Violación de Embargos de la ONU: Consecuencias en el Derecho Argentino

El desacato a un embargo de armas del Consejo de Seguridad de la ONU constituye una violación del derecho internacional con implicancias directas en la legislación argentina.
Un gran iceberg (Consejo de Seguridad de la ONU) con una grieta enorme, de la cual sobresale un pequeño iceberg (Estado miembro) que está usando una manguera para rociar agua (armas) sobre el iceberg principal. Representa: Desacato a un embargo de armas impuesto por el Consejo de Seguridad de la ONU por un Estado miembro lo que socava la efectividad de las medidas de seguridad colectiva y la autoridad de la organización en la resolución de conflictos

Cuando el ‘consenso internacional’ se vuelve ley de cumplimiento obligatorio

Parece mentira tener que aclararlo, pero las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, especialmente aquellas emitidas bajo el Capítulo VII de la Carta, no son meras sugerencias editoriales. No son un posteo en una red social que uno puede ignorar con un simple ‘scroll’. Son mandatos vinculantes para todos los Estados miembros. Argentina, como miembro fundador y firmante de la Carta de San Francisco, ratificada por Ley 12.838, asumió voluntariamente esta obligación. La idea de que un Estado puede, por un acto de pura voluntad soberana, desentenderse de estas decisiones es una fantasía de café, jurídicamente insostenible. El principio pacta sunt servanda, piedra angular del derecho de los tratados y consagrado en la Convención de Viena, no es opcional.

En nuestro ordenamiento jurídico, esta subordinación a la norma internacional no es un capricho doctrinario. La propia Constitución Nacional, en su artículo 31, establece la supremacía de la Constitución, las leyes dictadas en su consecuencia y los tratados con las potencias extranjeras. La reforma de 1994, lejos de atenuar esta realidad, la profundizó. Ciertos tratados de derechos humanos gozan de jerarquía constitucional, mientras que los demás, como la Carta de la ONU, son superiores a las leyes. La Corte Suprema ha tenido la amabilidad de recordarnos esto en fallos que ya forman parte del mobiliario de cualquier estudio jurídico que se precie. Ignorarlo no es audacia, es negligencia. Por lo tanto, cuando el Consejo de Seguridad impone un embargo de armas a un determinado país o entidad, esa prohibición se integra automáticamente a nuestro derecho interno. No requiere de una ley especial que la ‘copie y pegue’; la obligación ya existe y es exigible. Pretender que se necesita una norma local para ‘activar’ la prohibición internacional es como esperar que el Congreso sancione una ley que ratifique la existencia de la fuerza de gravedad antes de evitar caminar por el borde de un precipicio.

El sistema de seguridad colectiva se basa en una premisa simple: la paz y la seguridad son un bien común, y su mantenimiento requiere acciones coordinadas y, a veces, coercitivas. Un embargo de armas es una de esas acciones. Su propósito es evidente hasta para el más distraído: cortar el suministro de material bélico para evitar la escalada de un conflicto o desarmar a actores que amenazan la estabilidad regional o mundial. Cuando un Estado miembro decide violar ese embargo, no está realizando un acto de astucia comercial ni de rebeldía ideológica. Está, sencillamente, arrojando una llave inglesa en el engranaje del sistema, socavando su efectividad y, de paso, la propia credibilidad del Estado infractor. Es un acto que erosiona la autoridad del único órgano con capacidad de imponer medidas coercitivas a nivel global. Es, en esencia, apostar por el caos. Una apuesta que, tarde o temprano, se paga caro.

La anatomía del delito: del Consejo de Seguridad al Código Aduanero

La transgresión internacional no flota en un limbo etéreo de la diplomacia. Aterriza, con todo su peso, en los tribunales federales. La violación de un embargo de armas, desde la perspectiva argentina, se materializa en una figura delictiva muy concreta: el contrabando agravado. El Código Aduanero (Ley 22.415) es brutalmente claro. El artículo 863 define el contrabando como toda acción u omisión que impida o dificulte el control del servicio aduanero sobre las importaciones y exportaciones. El artículo 864 establece las penas. Y aquí viene lo interesante. El artículo 865, en su inciso f), agrava la pena cuando se tratare de ‘mercadería de importación o de exportación prohibida’. Un embargo del Consejo de Seguridad, al ser incorporado a nuestro derecho, transforma a las armas destinadas al país sancionado en ‘mercadería de exportación prohibida’. No hay mucha vuelta que darle. La prohibición no nace de un capricho de la AFIP-DGA, sino de una obligación internacional de máxima jerarquía.

Además, el artículo 866 agrava aún más la figura si lo que se contrabandea son ‘armas, municiones o explosivos’. La combinación es letal, jurídicamente hablando. Tenemos una exportación de mercadería prohibida que, para colmo, es material bélico. Esto no es un error administrativo, no es una declaración aduanera mal confeccionada. Es un delito federal de una gravedad superlativa, con penas de prisión que no son precisamente excarcelables. La investigación, por ende, recaerá en la Justicia Federal, y la acusación estará en cabeza de un fiscal federal. El bien jurídico protegido no es solamente la renta fiscal o el adecuado control aduanero. Es la seguridad pública, las relaciones exteriores de la Nación y, en última instancia, el cumplimiento de las obligaciones que el Estado argentino asumió ante la comunidad internacional. Cada auto o camión que cruza la frontera con material no declarado es un problema; un barco cargado con armas en violación a un mandato de la ONU es una crisis de Estado con consecuencias penales para sus autores, partícipes y encubridores.

Consejos no solicitados para la acusación: probando lo evidente

Para el Ministerio Público Fiscal, un caso de esta naturaleza es, a primera vista, un paseo por el parque. La existencia del embargo es un hecho público y notorio, documentado en resoluciones de la ONU accesibles con una simple búsqueda en internet. Probar el ‘dolo’, la intención, es casi un ejercicio de redundancia. ¿Qué directivo de una empresa de defensa o qué funcionario público podría argumentar seriamente que ‘no sabía’ que enviar un cargamento de misiles a un país bajo embargo internacional estaba mal? La defensa del ‘error de prohibición’ se desvanece ante la magnitud y publicidad de la norma violada. La tarea del fiscal consiste, entonces, en un trabajo metódico y casi artesanal: conectar los puntos. Se debe construir la cadena de responsabilidad desde el operario que cargó el material hasta el más alto funcionario o directivo que dio la orden, autorizó el pago o firmó el permiso. Esto implica un análisis exhaustivo de documentos: órdenes de compra, permisos de exportación (fraudulentos o no), manifiestos de carga, comunicaciones internas, correos electrónicos. Cada papel, cada firma, es un eslabón. También es fundamental la prueba pericial para certificar que el material exportado se corresponde con la descripción de ‘armas de guerra’ y está cubierto por el embargo. La clave es no dejar cabos sueltos, demostrar con una pila de evidencia documental y testimonial que la operación fue una decisión consciente y deliberada, no un lamentable descuido. Es demostrar que hubo un plan sistemático para burlar un control que no es solo aduanero, sino planetario.

Consejos igualmente no solicitados para la defensa: el arte de lo imposible

Ahora, pongámonos por un momento en los zapatos del abogado defensor. Una tarea titánica, casi quijotesca. ¿Qué se puede argumentar? Intentar negar la existencia del embargo o su obligatoriedad es un suicidio procesal. La estrategia debe ser mucho más sutil y, francamente, enfocada en las garantías procesales más que en la inocencia material. La defensa no buscará, en la mayoría de los casos, una absolución por atipicidad de la conducta, sino que se concentrará en las grietas del proceso. ¿La orden de allanamiento fue debidamente fundada? ¿La cadena de custodia de la prueba documental se respetó a rajatabla? ¿Se violó el derecho a no autoincriminarse durante alguna declaración? ¿Hubo una interpretación excesivamente amplia del tipo penal por parte de la fiscalía? Se atacan las formas, porque el fondo es una roca inamovible. Otra línea, aunque de escasa probabilidad de éxito, es la ‘obediencia debida’. Un funcionario de menor jerarquía podría argumentar que simplemente cumplía órdenes de un superior. Sin embargo, la doctrina y la jurisprudencia han establecido límites claros a esta eximente, especialmente cuando la orden es manifiestamente ilegal. Nadie puede ampararse en que ‘solo seguía órdenes’ para cometer un delito de esta magnitud. El trabajo del defensor es, por lo tanto, asegurar que su cliente reciba un juicio justo, que cada ápice del debido proceso sea respetado y que la pena, si llega, sea la mínima posible. Es un control de daños. No se trata de negar la tormenta, sino de intentar que el barco no se hunda por completo. Porque en el fondo, estos juicios trascienden a los acusados. Son un mensaje del Estado hacia adentro y hacia afuera: que la ley se cumple, que las obligaciones internacionales se honran y que la pertenencia a la comunidad de naciones civilizadas impone responsabilidades que no pueden ser ignoradas por conveniencia o ideología. Cualquier otra cosa es, simplemente, una invitación al descrédito y al aislamiento. Una posición incómoda y, a la larga, insostenible.