Chris Ofili: La Virgen Santa de estiércol que ofendió a Nueva York

Cuando una pintura se convierte en un asunto de Estado
Parece que se necesita poco para alterar la paz de una metrópolis. A veces, basta una pintura. En 1999, la exhibición ‘Sensation’, una selección de obras de los llamados Jóvenes Artistas Británicos, llegó al Museo de Brooklyn. Traía consigo una pieza que ya había generado cierto murmullo en Londres: ‘The Holy Virgin Mary’ de Chris Ofili. Pero en suelo americano, el murmullo se convirtió en un griterío ensordecedor, orquestado con particular entusiasmo por el alcalde de la ciudad, Rudolph Giuliani.
Al enterarse de que una representación de la Virgen María estaba, en parte, confeccionada con estiércol de elefante, el alcalde la declaró “enferma” y un ataque directo a la religión. Como es natural en un político que encuentra una causa conveniente, no se limitó a la crítica. Amenazó con cortar los 7 millones de dólares de financiación pública del museo y, ya que estaba, con echarlos del edificio. El arte, de repente, ocupaba el mismo espacio en la agenda política que el presupuesto o la seguridad. Una tela con pintura, resina y material orgánico tenía el poder de poner en jaque a una institución cultural y movilizar al poder ejecutivo de una de las ciudades más importantes del mundo. Una revelación fascinante sobre la fragilidad del poder o, quizás, sobre su necesidad de encontrar enemigos a medida.
La anatomía de una ofensa
Para entender el escándalo, hay que desarmar la obra como si fuera un auto en un taller. La pieza de Ofili presenta una Madonna negra, una figura que en sí misma desafía la iconografía eurocéntrica tradicional. Su manto azul, sus rasgos, todo la sitúa en una tradición distinta. Pero los elementos delatores fueron tres. Primero, uno de sus pechos está esculpido a partir de una bola de estiércol de elefante. Segundo, el fondo dorado, a primera vista celestial, está compuesto por pequeños recortes de revistas pornográficas que, de lejos, simulan ser mariposas o querubines. Tercero, el lienzo no cuelga de la pared, sino que se apoya sobre dos grandes pelotas del mismo estiércol, una con la palabra ‘Virgin’ y la otra ‘Mary’.
El estiércol, en la mentalidad occidental promedio, es sinónimo de desecho, de suciedad. Es una verdad tan elemental que parece necio tener que explicarla. Lo que resulta un poco más incómodo de admitir es que esa no es una verdad universal. Ofili, de ascendencia nigeriana, se nutre de tradiciones donde el estiércol de elefante es un material fértil y regenerador, un símbolo de la conexión con la tierra. Lejos de ser un insulto, es un elemento que ancla lo sagrado a lo terrenal. Los querubines pornográficos, por su parte, son una vuelta de tuerca a los ‘putti’ del Renacimiento, esos bebés desnudos que revolotean en escenas sacras y que nadie parece cuestionar. Ofili simplemente actualizó las fuentes.
El estiércol como joya y el elefante en la habitación
Un detalle técnico que suele pasarse por alto en el fragor del debate es el tratamiento del material. Ofili no arrojó excremento sobre un lienzo. Lo trató con el cuidado de un orfebre. Las bolas de estiércol están barnizadas, pulidas y decoradas con alfileres de colores, convirtiéndolas en objetos casi preciosos. Este gesto transforma la materia: de desecho a joya. Es un acto de alquimia artística, donde el valor no reside en el material en sí, sino en la intención y la mano del artista. Elevar lo bajo, santificar lo profano. Una idea que, por cierto, está en la base de una pila de doctrinas religiosas.
El verdadero elefante en la habitación, nunca mejor dicho, fue la incapacidad de los ofendidos para ver más allá de su propio sistema de símbolos. El choque no fue entre el arte y la religión, sino entre una visión del mundo y otra. La controversia demostró que la ofensa es, casi siempre, un problema del espectador, una incapacidad para decodificar un lenguaje que no es el propio. La obra funcionó como un espejo que devolvió una imagen bastante poco favorecedora de una sociedad que se pretende cosmopolita pero que se asusta ante el primer símbolo que no comprende.
El veredicto: El arte (y la Primera Enmienda) tienen aguante
Frente a la ofensiva legal de Giuliani, el Museo de Brooklyn no se quedó de brazos cruzados. Lo demandó por violar la Primera Enmienda, ese pilar de la constitución estadounidense que protege la libertad de expresión. Los tribunales, afortunadamente, mostraron más templanza que el alcalde y fallaron a favor del museo. Dictaminaron que el gobierno no puede usar su poder financiero para suprimir discursos que le resultan desagradables. Fue una victoria para el museo, para el arte y para un principio básico de convivencia democrática.
Mientras los abogados discutían, un hombre decidió tomar la justicia por su mano y vandalizó la pintura arrojándole pigmento blanco, en un intento literal y bastante patético de “limpiar” la ofensa. El daño fue reparado. La obra sobrevivió. La controversia, con el tiempo, se convirtió en una anécdota fundamental en la historia del arte contemporáneo. Lo que queda no es la indignación pasajera, sino la evidencia de cómo un objeto inanimado puede catalizar los miedos más profundos de una cultura sobre la raza, la religión y lo que se considera decente. ‘The Holy Virgin Mary’ no insultó a la fe; simplemente demostró que la fe de algunos es mucho menos robusta de lo que aparenta.