Sorteo del Primer Padrón de Jurados: La Justicia al Azar

El primer sorteo para el padrón de juicios por jurados selecciona ciudadanos del padrón electoral para participar en la administración de justicia penal.
Una gran ruleta de casino, con celdas numeradas. En lugar de números, cada celda contiene una imagen de una persona genérica con una expresión de pánico. Representa: Sorteo del primer padrón de jurados (Salta)

Un acto fundacional: la ciudadanía entra al recinto

Con la solemnidad que ameritan los momentos fundacionales, se realizó el primer sorteo para confeccionar el padrón de potenciales jurados. Un evento transmitido en vivo, un despliegue de transparencia para que nadie dude de la pureza del método. La materia prima para esta selección no fue otra que el padrón electoral provincial, ese gran registro de voluntades cívicas que ahora servirá a un propósito aún más elevado: la administración de justicia. En una colaboración ejemplar entre el Poder Judicial y la Lotería local, más de 16.000 ciudadanos fueron elegidos por el azar.

El proceso es una oda a la imparcialidad algorítmica. Se tomaron las terminaciones de tres cifras del Documento Nacional de Identidad y se las sometió al veredicto de un software. De pronto, miles de personas que hasta ayer se preocupaban por cuestiones terrenales como llegar a fin de mes o encontrar lugar para estacionar el auto, pasaron a integrar una lista de reserva para una de las funciones más delicadas del Estado. Sus nombres, antes simples datos en una base, ahora están marcados con la posibilidad latente de convertirse en jueces de sus pares. Es la democracia en su versión más directa: una notificación oficial puede llegar a tu puerta para recordarte que la justicia, a veces, también es asunto tuyo.

La matemática de la imparcialidad: ¿quién puede ser jurado?

Para ser convocado a esta alta función cívica, los requisitos son, en apariencia, sencillos. Ser argentino, nativo o naturalizado, con una edad comprendida entre los 25 y los 65 años. Se exige, lógicamente, saber leer y escribir, tener un domicilio conocido y una residencia no inferior a cinco años en el territorio. Además, uno debe estar en pleno ejercicio de sus derechos cívicos y políticos. Un checklist básico que gran parte de la población adulta cumple sin mayor inconveniente. Es la base de un sistema que presume que cualquier ciudadano con estas características posee el sentido común necesario para sopesar pruebas y deliberar sobre la culpabilidad o inocencia de una persona.

El método de selección aleatoria refuerza esta idea de ecuanimidad. No hay entrevistas, no hay análisis de perfil. Solo un número de DNI que coincide con el resultado de un sorteo. La objetividad es matemática, fría, indiscutible. Es un alivio pensar que el sistema judicial deposita su fe en la estadística y en la capacidad innata de la gente común para discernir la verdad. Un acto de confianza radical en el ciudadano promedio.

El club de los excluidos: cuando «cualquiera» no es cualquiera

Sin embargo, la definición de «ciudadano común» se vuelve más interesante cuando observamos la lista de quienes no pueden ser jurados. La Ley 8.055 es meticulosa al respecto. Naturalmente, el Gobernador y el Vicegobernador están exentos. También legisladores, ministros, jueces, fiscales y funcionarios del Poder Judicial. Hasta aquí, todo lógico. Pero la lista sigue. Abogados, escribanos y procuradores matriculados tampoco pueden serlo, presumiblemente porque su conocimiento técnico podría contaminar la pureza del lego. Lo mismo aplica para el personal en actividad de las fuerzas de seguridad, defensa e inteligencia. Ni siquiera los ministros de un culto religioso pueden participar.

Se dibuja así un perfil del jurado ideal por descarte: es alguien que no ejerce poder político, no tiene formación legal, no trabaja en la seguridad del Estado y no ocupa un cargo jerárquico en una estructura de fe. La búsqueda de la imparcialidad conduce a una curiosa paradoja: para juzgar los actos de los miembros de una sociedad compleja, se busca a individuos lo más alejados posible de sus estructuras de poder y conocimiento especializado. Se confía en el «pueblo», pero se le pide amablemente a una parte significativa de ese mismo pueblo que se quede en su casa.

La carga de la toga: de ciudadano a juez por un día

Una vez que la fortuna digital te ha señalado, el proceso continúa. Llega una notificación formal y con ella, una declaración jurada. En este papel, el ciudadano preseleccionado deberá confirmar bajo juramento que no pertenece al selecto club de los excluidos. Si todo está en orden, su nombre ingresa oficialmente al padrón anual. A partir de ese momento, y durante un año, vivirá con la posibilidad de ser convocado para integrar un jurado en un juicio penal.

Esta es la culminación del ideal: la democratización de la justicia. La participación directa del ciudadano en las decisiones que definen la libertad de otro. Es, sin duda, un avance cívico que fortalece la legitimidad de las sentencias. Pero también es una transferencia de una responsabilidad abrumadora. Se le pide a una docena de personas, seleccionadas al azar y sin preparación específica, que se abstraigan de sus prejuicios, entiendan complejas argumentaciones legales y técnicas, y emitan un veredicto que cambiará vidas para siempre. El sistema les entrega las pruebas y una pila de instrucciones, confiando en que la sabiduría colectiva hará el resto. Es el peso de la toga sobre hombros que no la buscaron, un deber cívico que llega sin aviso y exige una entereza extraordinaria. No hay margen para el error cuando la justicia, literalmente, queda en tus manos.