Sandra Paula Fernandez: el arte que incomoda al sistema

El arte como archivo de lo insoportable
Vivimos en una cultura que consume tragedias a la velocidad de un scroll. Las noticias sobre violencia de género se apilan, se vuelven ruido de fondo, una estadística más que se lee con el café de la mañana. En este panorama, la obra de Sandra Paula Fernandez funciona como un freno de mano. Su mérito no es la invención, sino la compilación. Fernandez no crea mundos fantásticos; por el contrario, nos ancla a la realidad más cruda con la precisión de un contador forense.
Proyectos como “Inventario” son un claro ejemplo de su metodología. La artista se sumerge en archivos, hemerotecas y registros oficiales para rescatar del olvido los nombres, las edades y las circunstancias de mujeres asesinadas. No hay metáforas complejas ni dobles lecturas esotéricas. La obra es el dato. Un nombre bordado en una tela es, simplemente, un nombre que ya no puede decirse a sí mismo. Esta acumulación de casos individuales, presentados en serie, transforma la anécdota en sistema. Deja de ser “un caso aislado” para convertirse en la evidencia de una estructura. Resulta que cuando uno pone un crimen al lado de otro, y de otro, y de otro, la imagen que se forma es la de un patrón. Una revelación bastante obvia, pero que al parecer necesitamos que el arte nos recuerde.
Su trabajo es un laburo de hormiga, meticuloso y terrible. No busca la belleza en el sentido tradicional, sino la contundencia. Es el tipo de arte que no está pensado para combinar con las cortinas del living, sino para generar un quilombo en la conciencia del espectador. Se niega a ser un simple objeto de contemplación pasiva.
La subversión de la aguja y el hilo
El medio es el mensaje, decían. Y en el caso de Fernandez, esta afirmación es literal. Su elección de técnicas textiles no es casual ni meramente estética. El bordado, el tejido, la costura, son disciplinas históricamente relegadas al ámbito doméstico, asociadas a la paciencia, a lo “femenino”, a una labor silenciosa y decorativa. La artista se apropia de este lenguaje para hacerlo decir exactamente lo contrario de lo que se esperaba de él. La aguja que antes unía telas para crear algo bello o útil, ahora perfora la superficie para dejar una cicatriz, una marca, el registro de una herida social.
En series como “La trayectoria de los restos”, la delicadeza del hilo contrasta violentamente con la brutalidad de la historia que narra. Es un gesto de una potencia simbólica inmensa: usar la herramienta de la domesticidad para denunciar el terror que a menudo se gesta en ella. El acto de bordar, repetitivo y lento, se convierte en un ritual de duelo y en un acto político. Cada puntada es una forma de insistir, de no olvidar, de dedicarle tiempo a quien le fue arrebatado. Es una resistencia silenciosa pero implacable contra la amnesia colectiva.
Cuando la obra te mira a vos
Una de las claves del trabajo de Fernandez es su capacidad para desbordar el espacio expositivo. Sus obras no siempre se quedan esperando al espectador en la pulcra asepsia de una galería. A menudo salen a la calle, se insertan en el espacio público, se convierten en intervenciones que interpelan directamente al transeúnte. No piden permiso. Se instalan y obligan a mirar.
Esta estrategia es fundamental para entender por qué generan tanto debate. Una obra dentro de un museo es una elección; uno decide entrar a verla. Una pieza artística en medio de una plaza es una imposición. Te la cruzás yendo al trabajo, volviendo a casa. Te obliga a tomar una posición: la mirás, la ignorás, te indignás. Lo que no podés hacer es no verla. Al visibilizar la violencia de género en el mismo espacio donde la vida cotidiana transcurre, Fernandez rompe la burbuja que nos permite pensar que “eso” les pasa a otros, en otro lado. No, pasa acá. Y su obra es el recordatorio.
La belleza como vehículo de la denuncia
Sería un error pensar que estas obras son solo un panfleto o una acumulación de datos sin trabajo formal. Hay una dimensión estética innegable en el trabajo de Fernandez. Sus piezas a menudo poseen una belleza extraña, una composición cuidada y una prolijidad técnica que atrae la mirada. Y esa es, precisamente, la trampa. La estética funciona como un caballo de Troya. Uno se acerca atraído por la forma, por el color, por la aparente delicadeza del bordado, y solo cuando está lo suficientemente cerca, lee. Y al leer, el contenido te golpea.
Esta belleza no es un endulzante para hacer la tragedia más digerible. Al contrario, su función es hacer que el mensaje sea más penetrante e inolvidable. El contraste entre la perfección formal y el horror del contenido genera un cortocircuito en la percepción del espectador. La obra se vuelve memorable no solo por lo que dice, sino por cómo lo dice. Es una estrategia calculada para que la denuncia no se pierda en un mar de imágenes crudas a las que ya nos hemos vuelto inmunes. La belleza asegura que el golpe duela más.
Una verdad que ya sabíamos
En última instancia, el gran aporte de Sandra Paula Fernandez no es descubrir la pólvora. No nos revela una verdad oculta que nadie conocía. Todos sabemos que la violencia existe. Lo que su obra logra, con una eficacia demoledora, es quitarnos la posibilidad de hacernos los distraídos. Sistematiza, ordena y visibiliza la escala del problema de una manera que un noticiero jamás podrá. Toma las historias individuales que la sociedad se esfuerza por mantener separadas y las une, mostrando el hilo rojo que las conecta a todas.
Su arte es un espejo. Un espejo que refleja una imagen que preferiríamos no ver: la de una sociedad que produce y tolera una cantidad abrumadora de violencia. El debate que genera no es sobre si su trabajo es “lindo” o “feo”, sino sobre la realidad que expone. Y esa es, quizás, la función más elevada a la que puede aspirar el arte: no dejar que nos acostumbremos al horror.












