Regina Galindo: el cuerpo como campo de batalla del arte

El arte que incomoda: un manual de instrucciones
En el vasto universo del arte contemporáneo, donde algunos eligen la delicadeza del óleo sobre lienzo para retratar paisajes apacibles, hay quienes, por alguna razón misteriosa, deciden que su propio cuerpo es un soporte mucho más interesante. Regina José Galindo pertenece a este segundo grupo, un club selecto de artistas que nos recuerdan que el arte no siempre está para decorar el living. A veces, está para clavar una astilla bajo la uña de la conciencia colectiva.
Su propuesta es de una simpleza casi insultante: usar su cuerpo como territorio para señalar lo que todos vemos pero preferimos no nombrar. Es una estrategia de shock, sí, pero no por el gusto de provocar, sino por una aparente falta de alternativas. Cuando la retórica se agota y las estadísticas se vuelven ruido de fondo, ¿qué queda? Para Galindo, queda la carne, el dolor, la vulnerabilidad. Queda transformar la denuncia en una experiencia física, un evento que no se puede archivar tan fácilmente como un recorte de diario.
La controversia que genera su obra es, en sí misma, una pieza de arte conceptual. El público, a menudo horrorizado, debate sobre los límites éticos de sus acciones, sobre si es ‘necesario’ llegar a tales extremos. Una discusión fascinante que convenientemente desvía la atención del verdadero núcleo del problema: la violencia real, la impunidad real, el dolor real que sus performances apenas logran reflejar. Su cuerpo no es el espectáculo; es el dedo que apunta a la herida purulenta de la sociedad.
La literalidad como cachetazo estético
La obra de Galindo no se anda con rodeos ni metáforas complejas. Su lenguaje es la literalidad. En ¿Quién puede borrar las huellas? (2003), caminó descalza desde un edificio emblemático hasta el palacio de gobierno, dejando un rastro de huellas con sangre humana. Un gesto para recordar a las víctimas de un conflicto armado, un acto de memoria tan directo que resulta brutal. No hay que decodificar nada, no hay que leer un texto curatorial de cinco páginas para ‘entender’. La sangre en el asfalto es bastante elocuente por sí misma. Parece que, a veces, la única forma de hablar de la violencia es ejercer una forma controlada y simbólica de la misma.
Esta crudeza es un recurso técnico deliberado. Al eliminar la distancia metafórica, Galindo obliga al espectador a confrontar el concepto en su forma más pura. No ‘representa’ el dolor, lo encarna. No ‘habla’ de la memoria, la camina. Este método es un cachetazo a la intelectualización del sufrimiento, a nuestra tendencia a convertir las tragedias en temas de debate académico mientras tomamos distancia emocional. Ella cierra esa brecha, nos tira el problema a los pies, manchando la vereda que pisamos todos los días.
Violencia de género: la revelación que nadie pidió
Cuando aborda la violencia de género, Galindo mantiene su sutil delicadeza. En Himenoplastia (2004), se sometió a una reconstrucción quirúrgica del himen, para luego exhibir públicamente el certificado médico. Una reflexión casi imperceptible sobre la obsesión cultural con la pureza femenina y el valor asignado al cuerpo de la mujer. En Perra (2005), se talló con un cuchillo dicha palabra en el muslo, en respuesta a los brutales feminicidios marcados por la saña y los mensajes de odio sobre los cuerpos de las víctimas. Un gesto mínimo, apenas una nota al pie sobre la deshumanización.
Lo notable es cómo estas acciones, que no son más que un pálido eco de la violencia que denuncian, generan un escándalo mayúsculo. La sociedad que tolera y normaliza la violencia contra las mujeres se rasga las vestiduras porque una artista decide marcar su propio cuerpo, bajo sus propios términos. Es una revelación maravillosa sobre nuestra hipocresía. El cuerpo femenino violentado en un callejón es una estadística; el cuerpo femenino intervenido en una galería de arte es una ofensa a la moral. Galindo, con la paciencia de una santa, simplemente nos muestra el absurdo en el que vivimos.
El cuerpo-objeto y el espectador cómplice
Técnicamente, el trabajo de Galindo explora la cosificación del cuerpo, pero con un giro. Ella se convierte voluntariamente en objeto, en un cuerpo inerte y vulnerable, para exponer cómo la sociedad convierte a otros en objetos sin su consentimiento. En Piedra (2013), permaneció durante horas desnuda y acurrucada en una pequeña cavidad rocosa, inmóvil, mientras la vida a su alrededor seguía como si nada. La gente pasaba, algunos miraban con curiosidad, otros con indiferencia. Nadie intervino. La performance no era solo su cuerpo inmóvil; era la reacción, o la falta de ella, del público.
Aquí yace una de las verdades más incómodas de su obra: el espectador nunca es inocente. Con nuestra presencia, con nuestra mirada, con nuestro silencio, nos volvemos parte de la pieza. Somos los transeúntes que ignoran al caído, la sociedad que mira para otro lado. Galindo no solo crea una imagen de la violencia, sino que recrea la dinámica social que la permite. Nos ofrece el rol de cómplice y, para nuestra desdicha, la mayoría lo aceptamos sin chistar.
Al final del día, la gran controversia en torno a Regina José Galindo tiene menos que ver con el arte y más con nuestra aversión a los espejos. Su cuerpo, lastimado, expuesto y politizado, no hace más que reflejar una realidad que preferiríamos no ver. Criticarla por ‘extrema’ es como culpar al termómetro por la fiebre. Es más fácil romper el espejo que enfrentar la imagen que nos devuelve. Una solución práctica, aunque decididamente inútil.