Incentivos Fiscales Inaplicables por Falta de Reglamentación

La Ley: Una Declaración de Buenas Intenciones
El ciclo es tan predecible que ya ni siquiera sorprende. El Congreso, en un acto de aparente generosidad y visión de futuro, sanciona una ley. El objetivo es noble: promover un sector estratégico de la economía. El mecanismo, atractivo: una serie de beneficios fiscales para quienes inviertan, contraten o produzcan en dicho sector. Se prometen desgravaciones en el Impuesto a las Ganancias, amortizaciones aceleradas, cómputo de créditos fiscales de IVA, exenciones en débitos y créditos bancarios. Un verdadero paraíso fiscal para el emprendedor valiente. La ley se publica, los medios la celebran, y los empresarios empiezan a hacer números. Parece que, por una vez, el Estado está de nuestro lado.
Pero los que llevamos un tiempo en este oficio sabemos que hay que leer la letra chica. Y en la letra chica, casi siempre al final, en las disposiciones transitorias, se encuentra la frase mágica: “El Poder Ejecutivo Nacional reglamentará la presente ley en un plazo de XX días”. Esa oración, tan inocua en apariencia, es la llave de todo. Es el interruptor que puede dejar el sistema a oscuras indefinidamente. Porque una ley tributaria que concede un beneficio, pero sujeta su aplicación a una reglamentación futura, es una promesa, no un derecho. Es una declaración de buenas intenciones, un brindis al sol. Es el equivalente jurídico a decir “después te pago”.
Aquí es donde el principio de legalidad, ese pilar sagrado del derecho tributario que reza nullum tributum sine lege (no hay tributo sin ley), nos juega una mala pasada. El mismo principio exige que los elementos esenciales del tributo estén definidos por ley, pero ¿qué pasa con los beneficios? La doctrina y la jurisprudencia han construido un análogo: nullum beneficium sine regulatione. O, para ser más claros, sin el formulario, la resolución general de AFIP o el decreto que diga cómo se pide el beneficio, este simplemente no existe en el mundo real. La ley es el alma; la reglamentación, el cuerpo. Y estamos rodeados de almas en pena.
El Purgatorio Reglamentario: Cuando ‘Vigente’ no Significa ‘Útil’
Es fundamental entender una distinción técnica que es el corazón de este problema: la diferencia entre vigencia y operatividad. Una ley está ‘vigente’ desde su publicación en el Boletín Oficial (o cuando la propia ley lo indique). A partir de ese momento, es parte del ordenamiento jurídico. Pero que esté vigente no significa que sea ‘operativa’, es decir, que pueda aplicarse y producir efectos por sí misma. Cuando la ley supedita su aplicación a una acción posterior del Poder Ejecutivo —la famosa reglamentación—, su operatividad queda en suspenso. La norma está en un limbo, un purgatorio del que solo puede salir por obra y gracia de un funcionario que decida firmar el decreto o la resolución correspondiente.
Este estado de cosas tiene consecuencias devastadoras para la seguridad jurídica. Un inversor que planifica un desembolso de capital basándose en un régimen promocional sancionado por ley, se encuentra con que su cálculo económico es una fantasía. Los flujos de fondos proyectados, que contemplaban un ahorro impositivo, se desmoronan. La decisión de inversión, que parecía racional, se vuelve un salto de fe. El Estado, que debería ser un garante de reglas claras y estables, se convierte en un factor de incertidumbre. Es una invitación a la parálisis. El mensaje implícito es: “Invierta bajo su propio riesgo, porque la ayuda que le prometimos puede no llegar nunca”.
Estrategias de Supervivencia en la Selva Fiscal
Frente a este escenario, el contribuyente se encuentra en una encrucijada. ¿Qué hacer? Las opciones son pocas y ninguna es ideal. Analicemos el tablero de ajedrez.
Para el contribuyente (el acusado de querer usar un derecho):
1. La Vía Kamikaze: Consiste en aplicar el beneficio de todas formas. Se presenta la declaración jurada computando la desgravación, argumentando que la ley es lo suficientemente clara como para ser auto-operativa y que la falta de reglamentación es una mora inconstitucional del Ejecutivo. Es una postura valiente y con sólidos fundamentos dogmáticos. El problema es que la AFIP, con una probabilidad del 100%, la impugnará. Esto derivará en una determinación de oficio, ajuste de impuestos, intereses resarcitorios y, muy probablemente, una multa que puede llegar al 70% del impuesto omitido. El contribuyente deberá entonces iniciar una larga batalla legal, primero en el Tribunal Fiscal de la Nación y luego, posiblemente, en la justicia federal hasta llegar a la Corte Suprema. Es un camino de años y con un costo en honorarios de abogados y contadores que puede superar el beneficio original. Ganar es posible, pero hay que tener una pila de recursos y paciencia.
2. La Vía Conservadora: Pagar el impuesto sin el beneficio y luego iniciar una acción de repetición. El contribuyente cumple con la postura del Fisco, paga la totalidad del tributo ‘bajo protesto’ y luego demanda al Estado para que le devuelva lo pagado en exceso, argumentando el derecho al beneficio. Esta vía evita las multas y los intereses punitivos, lo cual es una gran ventaja. La desventaja es que el Estado se financia con tu plata durante todo el tiempo que dure el juicio. La devolución, si llega, será en una moneda devaluada, a pesar de los intereses que fije la sentencia. Es la opción del que prefiere la úlcera al infarto.
3. La Vía Realista: No hacer nada. Se asume que el beneficio no existe, se paga el impuesto completo y se sigue con la vida. Es la opción más común, la que elige el 99% de los mortales. Implica una renuncia tácita a un derecho otorgado por ley, pero garantiza la paz mental y la supervivencia del negocio. Es el triunfo silencioso de la inacción estatal.
Para el Fisco (el acusador con todo el tiempo del mundo):
Su estrategia es simple y brutalmente efectiva: la negación. Ante cualquier intento del contribuyente de aplicar el beneficio, su respuesta es unívoca: “La ley no está reglamentada”. No necesita más argumento. No entra en debates sobre la intención del legislador ni sobre la mora del Ejecutivo. Su rol, dirá, es aplicar las normas vigentes y operativas. Y una ley sin reglamento no es operativa. Punto. Su posición es cómoda, económica y, en la mayoría de los casos, ganadora en la instancia administrativa. El peso de la prueba y el costo del litigio recaen enteramente sobre el contribuyente.
Verdades Incómodas: ¿Inoperancia o Estrategia Fiscal?
Llegados a este punto, uno podría pensar que esta omisión reglamentaria es un simple descuido, un producto de la burocracia o la inoperancia. Sería un pensamiento caritativo, pero ingenuo. En muchos casos, la falta de reglamentación no es un olvido, sino una decisión política deliberada. Constituye una herramienta de política fiscal no escrita. El gobierno de turno obtiene el rédito político de anunciar un régimen de fomento, satisfaciendo a un sector o a la opinión pública. Pero al ‘olvidarse’ de reglamentarlo, evita el costo fiscal que implicaría su aplicación efectiva. Es la cuadratura del círculo: se obtiene el aplauso sin poner un peso.
Esta práctica, por más extendida que esté, es una corrosión silenciosa del Estado de Derecho. La seguridad jurídica, que es la base de cualquier economía previsible, se vuelve una quimera. ¿Cómo puede una empresa planificar a largo plazo si las reglas del juego pueden ser alteradas no por una nueva ley, sino por la simple inacción de un funcionario? La inversión requiere confianza, y la confianza se construye sobre la certeza de que las leyes se cumplen, tanto por los ciudadanos como, y especialmente, por el propio Estado. Cuando el Estado incumple la obligación que él mismo se impuso por ley, el mensaje es desolador.
La conclusión es amarga, pero necesaria. Un incentivo fiscal en el papel es poco más que propaganda. La verdadera prueba de la voluntad estatal no está en la sanción de la ley, sino en la publicación de su decreto reglamentario. Mientras tanto, el contribuyente debe aprender a navegar estas aguas turbulentas con una dosis saludable de escepticismo. Debe entender que, en materia fiscal, las promesas solo son reales cuando vienen acompañadas del formulario de la AFIP correspondiente. Todo lo demás es, como suele decirse, puro cuento. Un cuento bien escrito, sancionado por el Congreso, pero cuento al fin.












