El legado artístico de los Quiroga: una multa millonaria en Mendoza

La vocación artística y sus consecuencias judiciales
Parece que la necesidad humana de dejar una marca, de gritarle al universo «yo estuve aquí», a veces elige los lienzos más inoportunos y las técnicas más cuestionables. En este caso, el lienzo fue el Cañón del Atuel en San Rafael, un paisaje de una belleza que a todas luces no necesitaba mejoras. Los artistas, Silvio Guillermo Pérez, María Mercedes Quiroga y Yolanda Graciela Quiroga, oriundos de Carlos Casares, decidieron que a las formaciones rocosas milenarias les faltaba un toque personal. Con esmalte sintético blanco, material durable si los hay, plasmaron para la posteridad la frase: «Los Quiroga de Casares estuvieron aquí». Una declaración de presencia tan indeleble como, finalmente, costosa.
La justicia, que a veces tiene un particular sentido de la crítica de arte, no tardó en intervenir. Pero no estamos hablando de una simple multa de tránsito. El asunto escaló a una instancia judicial seria, donde los tres turistas enfrentaban una causa por «daño agravado», según lo estipulado en el artículo 184, inciso 5, del Código Penal. Para evitar que la situación pasara a mayores, con un juicio y una posible condena penal, las partes llegaron a un acuerdo. Se llama, en la jerga legal, suspensión de juicio a prueba, o ‘probation’. Es una salida alternativa que el sistema ofrece cuando considera que el daño puede ser reparado y que una pena de prisión sería desproporcionada. La condición, claro, es que los imputados cumplan con su parte del trato.
Y la parte del trato es, digamos, sustanciosa. La reparación del daño fue tasada en la para nada despreciable suma de $2.160.000. Una cifra que no es arbitraria, sino que surge de un cálculo de los costos necesarios para la remediación ambiental. Porque borrar esmalte sintético de una piedra porosa sin dañar la superficie original es una tarea compleja, casi quirúrgica, que requiere de profesionales y productos específicos. El dinero, que será abonado en cómodas pero implacables cuotas, no irá a las arcas generales del Estado, sino al Instituto de Sanidad y Calidad Agropecuaria Mendoza (Iscamen), la entidad que se encargará de supervisar la delicada operación de limpieza. Una lección de economía aplicada: el arte efímero puede tener costos permanentes.
El rastro digital: cuando la vanidad supera la prudencia
En la era pre-digital, quizás la hazaña de los Quiroga hubiese quedado como una anécdota local, un misterio para los guardaparques y una ofensa silenciosa para los amantes de la naturaleza. Pero vivimos en tiempos donde toda proeza, por más insensata que sea, debe ser documentada y compartida. Los protagonistas de esta historia, orgullosos de su intervención paisajística, no dudaron en sacarse fotos junto a su obra y subirlas a las redes sociales. Un acto de vanidad que se convirtió, en cuestión de horas, en una confesión pública con miles de testigos y un jurado popular enfurecido.
La viralización fue instantánea y lapidaria. Otros turistas y locales, al ver las imágenes, no tardaron en expresar su indignación. El repudio no fue solo un murmullo digital; se transformó en una investigación colectiva. Los propios usuarios de las redes se convirtieron en detectives, cruzando datos, perfiles y ubicaciones hasta dar con los nombres y el origen de los responsables. La Unidad Fiscal de San Rafael solo tuvo que recoger los frutos de esta cacería digital para formalizar la imputación. Es la paradoja de nuestra época: la misma tecnología que permite la autopromoción instantánea es la que garantiza una fiscalización social implacable. Querían dejar un rastro permanente y lo lograron, aunque no de la forma que imaginaban. Su firma en la roca se replicó en miles de pantallas, pero asociada a la condena y no al reconocimiento.
Anatomía de una sanción: más allá del dinero
La resolución del caso es un interesante estudio sobre el concepto de reparación. No se trata solo de poner la plata y seguir con la vida. La sanción tiene dos componentes que atacan el problema desde frentes distintos. Por un lado, el económico, que ya detallamos. Los $2.160.000 buscan, en teoría, restaurar el daño material. Es la parte tangible, la que paga los solventes y las horas de trabajo para que la piedra vuelva a ser solo una piedra. Pero hay otro componente, quizás más sutil y reflexivo: las 20 horas de tareas comunitarias.
Lo notable de este punto es que no deberán cumplirlas en el lugar del hecho, barriendo senderos en el Cañón del Atuel. La justicia determinó que las tareas se realizarán en Carlos Casares, su ciudad de residencia. Una decisión de una finura exquisita. El castigo no es solo limpiar o ayudar; es hacerlo en tu propio entorno, frente a tus vecinos, a la gente que te conoce. Es una forma de reparación moral y social. La falta se cometió lejos de casa, en el anonimato que da el ser turista, pero la penitencia se paga en el escenario de la vida cotidiana. Es un recordatorio constante, para ellos y para su comunidad, de que los actos tienen consecuencias que te siguen de vuelta al hogar, por más kilómetros que pongas de por medio. La sanción busca, además de la punición, generar una reflexión que trascienda el mero desembolso de dinero, que para algunos puede ser solo un trámite. Tener que explicarle al director de una escuela o de un comedor por qué estás pintando una pared gratis, eso, quizás, deja una marca más profunda que el esmalte sintético.
Una reflexión incómoda sobre el turismo y el sentido común
Sería fácil señalar a los Quiroga y catalogarlos como una anomalía, un caso aislado de falta de criterio. Pero la verdad, esa que suele ser incómoda, es que este episodio es apenas la punta visible de un iceberg mucho más grande. Es el síntoma de una forma de entender el turismo y la relación con el entorno que está peligrosamente extendida. La idea de que el paisaje es un escenario pasivo para nuestro disfrute, un fondo para la selfie perfecta, un lugar que se nos debe y al que no le debemos nada. Una visión que confunde visitar con poseer.
¿Qué proceso mental lleva a tres adultos, presumiblemente funcionales, a cargar un auto con latas de pintura antes de irse de vacaciones a un parque natural? No es un impulso del momento; requiere una planificación mínima. Es la manifestación de una desconexión profunda con el concepto de patrimonio común, de bien público. La creencia, probablemente no verbalizada, de que «esto no es de nadie» y, por lo tanto, es un poco mío como para dejarle mi autógrafo. La misma lógica del que tira un papel por la ventanilla del auto o del que se lleva una piedra de recuerdo de un sitio arqueológico.
Este caso, con su resonancia mediática y su costo millonario, funciona como una fábula moderna, una lección brutalmente práctica sobre civismo y respeto. La sanción no solo recae sobre Silvio, María Mercedes y Yolanda; es una advertencia para todos. Nos obliga a mirarnos en ese espejo y preguntarnos si entendemos la diferencia fundamental entre ser un viajero y ser un vándalo. La naturaleza tardó millones de años en esculpir el Cañón del Atuel. Los Quiroga, en una tarde, intentaron añadirle una posdata. Ahora, el sistema judicial y una pila de pesos les recuerdan que hay obras maestras que no admiten correcciones. Y que el afán de posteridad, cuando está mal encauzado, puede salir carísimo.












