El Arte de Militarizar Zonas Desmilitarizadas

El Tratado: Ese Papel Inconveniente
Uno tiende a pensar en un tratado de paz, o en cualquier acuerdo que establezca una zona desmilitarizada (ZDM), como un documento casi sagrado. Tinta sobre papel que sella el fin de un conflicto y promete un futuro más tranquilo. La realidad, por supuesto, es bastante menos poética. Un tratado es, en esencia, un contrato. Y como todo contrato, está sujeto a interpretación, a la búsqueda de sus zonas grises y, eventualmente, a su flagrante violación cuando una de las partes decide que los beneficios de incumplir superan los costos de respetar la firma. La base de todo el derecho de los tratados, el principio pacta sunt servanda —los pactos deben cumplirse—, es el pilar de este sistema. Un pilar que, como se ve a menudo, tiene la solidez del yeso frente a un martillo neumático llamado ‘interés nacional’.
Una ZDM es, en su definición más pura, un pedazo de tierra o mar donde los Estados firmantes se comprometen a no estacionar personal militar, ni instalar fortificaciones, ni realizar maniobras. Simple. Claro. Hasta que deja de serlo. El primer campo de batalla, mucho antes de que se mueva un solo vehículo, es el diccionario. ¿Qué constituye ‘personal militar’? ¿Un policía con entrenamiento de combate y fusil de asalto cuenta? El Estado que lo despliega dirá que es una ‘fuerza de seguridad interior’, indispensable para combatir el contrabando. ¿Qué es una ‘instalación militar’? ¿Una antena de comunicaciones de ‘doble uso’? ¿Un puerto dragado para recibir barcos de gran calado, que casualmente pueden ser fragatas? Se argumentará que es para ‘desarrollo comercial’. La creatividad léxica no conoce límites cuando hay que justificar lo injustificable. Este laburo de reinterpretación es el primer paso en la elegante danza de la transgresión.
La belleza de este proceso radica en su previsibilidad. Nadie simplemente invade una ZDM con tanques de la noche a la mañana; eso es burdo y genera titulares muy feos. Primero se envían ‘observadores’, luego se construye una ‘estación científica’, después se la dota de ‘personal de seguridad’ para protegerla y, para sorpresa de absolutamente nadie, un día esa estación tiene el perímetro de una base y el personal usa uniforme. Cada paso se justifica individualmente como una medida razonable y no militar, hasta que la suma de las partes revela un hecho militar consumado. Para cuando la otra parte y la comunidad internacional quieren reaccionar, ya no están discutiendo sobre un tratado, sino sobre una realidad material en el terreno, un ‘nuevo statu quo’ mucho más difícil de revertir que una simple declaración.
Consejos para el Acusado: El Ofendido Soberano
Si a uno le toca estar del lado que decide que una ZDM es más útil con unas cuantas botas sobre el terreno, la estrategia legal y discursiva es un arte refinado. No se trata de tener razón, sino de construir una narrativa lo suficientemente verosímil como para que los aliados puedan mirar para otro lado sin pasar demasiada vergüenza. El manual del perfecto transgresor incluye varios capítulos:
1. La Soberanía como coartada universal: El argumento maestro. ‘Este es mi territorio soberano y tengo el derecho inalienable y la obligación de proteger a mis ciudadanos’. Se invoca la Carta de las Naciones Unidas, especialmente el derecho a la legítima defensa, aunque la amenaza sea una construcción abstracta o, mejor aún, la propia existencia del vecino. Es un argumento potente porque apela a un principio que todos los Estados defienden celosamente: el de no meterse en los asuntos internos de los demás.
2. La Semántica Creativa: Como ya se mencionó, es fundamental negar la naturaleza militar de las acciones. No son soldados, son ‘agentes de protección civil’. No es una base, es un ‘centro logístico multipropósito’. No es un radar militar, es una ‘estación de monitoreo meteorológico avanzado’. El objetivo es enredar cualquier discusión técnica en un debate terminológico interminable. Mientras los abogados del otro lado buscan definiciones en diccionarios y manuales militares, el hormigón en la pista de aterrizaje se sigue secando.
3. El Cambio Fundamental de Circunstancias (rebus sic stantibus): Este es el as bajo la manga para juristas. Se argumenta que las condiciones que existían cuando se firmó el tratado han cambiado tan radicalmente que su cumplimiento se ha vuelto imposible o injusto. ‘Cuando firmamos esto no existía la amenaza del terrorismo transnacional / ciberataques / etc.’. Es una doctrina legal real, aunque de aplicación muy restrictiva. Pero en el tribunal de la opinión pública, suena sofisticado y le da un barniz de legalidad al asunto.
4. La Culpa es del Otro: Si todo lo demás falla, la defensa del patio de colegio. ‘Ellos empezaron’. Se acusa al otro Estado de haber violado el tratado primero, quizá de formas más sutiles e indemostrables. ‘Sus actividades de inteligencia en la zona’ o ‘su retórica hostil’ son presentadas como la verdadera primera agresión, convirtiendo la propia militarización en una ‘respuesta defensiva y proporcionada’.
Consejos para el Acusador: El Detective Decepcionado
Ahora, si uno está en la vereda de enfrente, viendo cómo el jardín pactado se llena de yuyos con uniforme, el trabajo es más ingrato pero no imposible. Requiere paciencia, rigurosidad y una alta tolerancia a la frustración. La estrategia del acusador se basa en arrinconar al otro contra la evidencia y el texto del acuerdo.
1. La Evidencia es Reina: La opinión no importa, los hechos sí. Hay que invertir en la capacidad de obtener y presentar pruebas irrefutables. Fotos satelitales de alta resolución que muestren la construcción de barracas. Interceptaciones de comunicaciones que hablen de ‘unidades’ y ‘despliegues’. Informes de inteligencia. Testimonios de desertores o locales. El objetivo es que la negación del acusado se vuelva ridícula. Hay que presentar un expediente tan gordo y detallado que ignorarlo sea un acto de ceguera voluntaria.
2. La Letra Clara del Tratado (in claris non fit interpretatio): El contraataque a la semántica creativa. ‘Donde la ley es clara, no cabe interpretación’. Se debe martillar sobre el texto exacto del tratado, una y otra vez. ‘El Artículo 4, inciso B, prohíbe explícitamente la presencia de CUALQUIER personal armado, sin importar cómo se lo quiera llamar’. Se deben rescatar las actas de negociación del tratado para demostrar que la intención original de las partes era precisamente evitar el tipo de ambigüedades que el acusado ahora intenta explotar.
3. La Materialidad de la Violación: Hay que demostrar que no se trata de un incidente aislado o un error, sino de una política de Estado deliberada y sistemática. No es un camión que se perdió y cruzó la línea. Es una violación ‘grave’ y ‘material’ del tratado, un concepto jurídico que puede habilitar al Estado perjudicado a suspender o dar por terminado el acuerdo. Es mostrar que la otra parte no está jugando al mismo juego.
4. Activar los Mecanismos y Elevar el Costo: Los tratados suelen incluir sus propios mecanismos de solución de controversias: comisiones de verificación, consultas obligatorias. Hay que activarlos todos. Y si no funcionan, escalar. Llevar el caso a organizaciones regionales, al Consejo de Seguridad de la ONU, o si la jurisdicción lo permite, a la Corte Internacional de Justicia. La meta no es tanto obtener una victoria judicial (que puede tardar años), sino elevar el costo político y diplomático de la transgresión. Hacer que el incumplimiento le genere al otro más dolores de cabeza que beneficios.
La Realidad: Un Teatro para la Tribuna
Después de todo el despliegue de argumentos legales, pruebas y acusaciones cruzadas, llegamos a la verdad incómoda. El resultado de estas disputas rara vez depende de la solidez de los argumentos jurídicos. La balanza no se inclina por el abogado más elocuente ni por la evidencia más contundente, sino por factores que tienen poco que ver con el derecho: el poder duro, las alianzas estratégicas y la voluntad política. Un Estado con un asiento permanente en el Consejo de Seguridad puede permitirse una flexibilidad interpretativa que un país pequeño ni soñaría. Un Estado respaldado por una superpotencia puede mover sus piezas con una impunidad que otros no tienen.
La Corte Internacional de Justicia puede emitir fallos impecablemente razonados y jurídicamente vinculantes. Pero no tiene policía, ni ejército, ni forma alguna de obligar a un Estado a que ponga el auto en reversa y se retire de una zona que ha decidido ocupar. Su poder es inmenso en lo moral y simbólico, pero nulo en lo coercitivo. El fallo se convierte en una herramienta más de presión política para el Estado ganador, y en un ‘papel sin valor’ para el perdedor, que lo desestimará como ‘parcial’ o ‘politizado’. El derecho internacional funciona sobre la base de la buena fe y el consentimiento, y cuando estos desaparecen, el sistema muestra sus costuras.
Al final del día, la militarización de una zona desmilitarizada no es tanto una crisis legal como una declaración política. Es una forma de decir ‘las reglas han cambiado porque yo digo que han cambiado’. Y la ‘solución’ más común no es un retorno al statu quo anterior, sino la lenta y dolorosa negociación de un nuevo acuerdo. Un acuerdo que, en muchos casos, termina por legalizar la violación original, ajustando las fronteras de la ZDM o creando nuevas excepciones. El transgresor, si jugó bien sus cartas y aguantó la presión, termina consolidando su ganancia. El derecho se adapta a los hechos consumados, no al revés. Y así, el ciclo de la diplomacia y la fuerza continúa, en un teatro donde todos conocen su papel, fingen sorpresa ante el guion y aplauden al final, esperando que la próxima función no sea en su propio territorio.












