Alberto Fernández no logra evitar juicio por violencia de género

La Justicia rechaza la propuesta de reparación económica del expresidente Alberto Fernández en la causa por presunta violencia de género.
Un pequeño barco de papel (representando a Alberto Fernández) intenta desesperadamente navegar en un remolino (representando el juicio), pero es constantemente succionado hacia el centro. Representa: Alberto Fernández sin éxito en intento de evitar juicio por violencia de género (Nacional)

La elocuencia presidencial y sus consecuencias

Hay momentos que parecen encapsular una época. Mayo de 2023 nos regaló uno de esos. En el set de un programa de televisión, el entonces presidente Alberto Fernández, investido con toda la autoridad y el eco que le confería su cargo, decidió referirse a la abogada Silvina Martínez. No fue un debate de ideas, sino algo distinto. Con la calma de quien se sabe dueño del micrófono, deslizó una serie de comentarios que apuntaban no a los argumentos de la letrada, sino directamente a su persona y credibilidad. Insinuaciones sobre sus motivaciones, descalificaciones veladas sobre su criterio; un manual de estilo sobre cómo intentar anular a un interlocutor sin refutar un solo dato.

Lo que para el mandatario pudo ser una defensa vehemente o una simple catarsis pública, para la Justicia empieza a tomar otra forma. Aquellas palabras, emitidas al aire y multiplicadas por la infinita capacidad de repetición de los medios, no se las llevó el viento. Se convirtieron en la base de una denuncia por violencia de género. Una acusación que pone sobre la mesa una verdad incómoda: el discurso que emana del poder no es neutro. Tiene un peso específico, una capacidad de daño que no posee el ciudadano de a pie. Es la diferencia entre gritar en el desierto y hacerlo desde la cima de la montaña con un sistema de altoparlantes.

El laberinto legal de la palabra

El camino judicial de este asunto ha sido, como suele ocurrir, sinuoso. En una primera instancia, un fiscal consideró que no había delito que perseguir, interpretando las declaraciones presidenciales como parte del fragor del debate público y amparadas por la libertad de expresión. Un argumento clásico, casi un reflejo condicionado. Sin embargo, la Cámara Federal no compartió esa visión tan apacible. Revocó la decisión y ordenó que la investigación siguiera su curso, entendiendo que podría existir algo más profundo.

Aquí es donde el expediente se pone técnico, pero revela una verdad bastante simple. Se empezó a analizar el hecho bajo la lupa de la Ley 26.485, de Protección Integral a las Mujeres. Esta ley habla de distintos tipos de violencia, y una de ellas es la violencia simbólica. Un concepto que a veces suena etéreo pero que es brutalmente concreto: se trata del uso de patrones estereotipados, mensajes y valores que transmiten y sostienen la desigualdad y la discriminación. Es la violencia que no deja moretones en la piel, sino que busca socavar la legitimidad, la voz y la autoridad de una mujer en el espacio público. La Justicia ahora debe determinar si las palabras de un presidente, destinadas a desacreditar a una profesional, encajan en esa definición.

La reparación que no fue

Ante este panorama, la defensa del expresidente activó una estrategia conocida: la oferta de una “reparación integral”. En criollo, una propuesta económica para dar por terminado el asunto. Es un mecanismo legal válido, pensado para resolver conflictos de menor gravedad sin necesidad de llegar a juicio. Una forma de decir “hubo un daño, acá está el dinero, demos vuelta la página”. Se trata, en el fondo, de la creencia de que casi cualquier problema tiene un precio y puede ser transaccionado.

Pero esta vez la lógica del mercado encontró un límite. La fiscal Mariela Labozzetta, titular de la Unidad Fiscal Especializada en Violencia contra las Mujeres y Personas LGBTI+ (UFEM), rechazó la oferta. Su argumento fue contundente y de una claridad meridiana: la gravedad institucional del hecho impedía una salida económica. Consideró que, dado que las descalificaciones provinieron del Jefe de Estado en ejercicio, el caso adquiere una dimensión que excede lo personal. No se trata solo de una ofensa de un hombre a una mujer, sino del aparato simbólico del Estado siendo utilizado para, presuntamente, violentar a una ciudadana. Y eso, sostuvo la fiscalía, no se arregla con una pila de billetes. Es una cuestión de precedente y de salud republicana.

El poder, la investidura y la igualdad ante la ley

Con la vía de la reparación económica cerrada, a Alberto Fernández solo le queda el camino del juicio oral y público. Un escenario donde las jerarquías se desvanecen, al menos en teoría, y donde deberá dar explicaciones ya no como presidente, sino como imputado. Es un recordatorio, quizás necesario, de que la investidura presidencial es un traje que se usa por un tiempo limitado, pero la condición de ciudadano es permanente. Y con ella, la obligación de responder ante la ley.

Este caso se convierte, casi sin quererlo, en un reflejo de debates más amplios sobre los límites del poder y la responsabilidad por el discurso público. Durante décadas, se asumió que ciertas figuras gozaban de un cheque en blanco para decir prácticamente cualquier cosa, escudados en la inmunidad del cargo o en la efervescencia del debate político. Hoy, esa certeza parece resquebrajarse. La sociedad, y con ella la Justicia, comienza a observar con más atención no solo lo que se dice, sino quién lo dice y el impacto que esas palabras tienen.

El proceso judicial que se avecina no definirá únicamente la situación procesal de un expresidente. Sentará una posición sobre si el ejercicio del poder más alto de la Nación incluye la licencia para descalificar y menoscabar a una mujer en el debate público. Una pregunta cuya respuesta, sea cual sea, dejará una marca duradera en la forma en que entendemos la relación entre el poder, la palabra y la dignidad de las personas. Pasaron cosas, y parece que seguirán pasando.