Piero Manzoni: el arte enlatado y sus conflictos legales

La obra ‘Mierda de Artista’ de Piero Manzoni desafió al mercado del arte al cotizar excremento a precio de oro, generando una tensión conceptual y legal.
Una fila de latas de conservas idénticas, perfectamente alineadas, pero cada una ligeramente abultada y con un pequeño agujero en la parte superior. Representa: Piero Manzoni causó conflictos legales por vender latas con sus propias heces como arte

La genialidad en una lata de 30 gramos

Corría el año 1961. Mientras el mundo se acomodaba en un flamante optimismo económico y la sociedad de consumo empezaba a mostrar su verdadera cara, un artista italiano, Piero Manzoni, observaba todo con un cierto… desapego. No le interesaba pintar paisajes ni retratos. Su materia prima era la estructura misma del mundo del arte, y se dispuso a realizar una de las intervenciones más lúcidas y perdurables del siglo XX.

La obra se materializó en una serie de 90 pequeñas latas de conserva, de apariencia industrial y pulcra. En su etiqueta, impresa con una tipografía sobria y elegante, se leía en varios idiomas: “Mierda de Artista. Contenido neto: 30 gramos. Conservada al natural. Producida y enlatada en mayo de 1961”. Debajo, la firma: Piero Manzoni. Un producto impecable, sellado, numerado y listo para ser distribuido. Un objeto que imitaba a la perfección la lógica del supermercado, pero destinado a las galerías y los museos.

Pero el golpe de gracia no era el contenido, sino el precio. Manzoni estipuló que cada lata se vendería por el valor equivalente a su peso en oro. De esta manera, ataba su obra a la fluctuación del mercado de metales preciosos, creando un sistema de valoración artística que era, al mismo tiempo, una parodia y un espejo del sistema real. Le ofrecía al mercado exactamente lo que pedía: un fetiche firmado, con un valor cuantificable y especulativo. Una genialidad tan simple que resultaba insultante.

El mercado del arte: un chiste contado en serio

El verdadero blanco de Manzoni no era el público general, sino el mecanismo interno del arte: los coleccionistas, los críticos y las galerías que construyen y sostienen el mito del artista. La lógica subyacente era de una simpleza aplastante. Si el mercado estaba dispuesto a pagar fortunas por cualquier cosa que un artista célebre hubiera tocado —un lienzo, un boceto, una servilleta garabateada—, entonces su creación más íntima, su propio residuo biológico, debía ser el objeto de mayor valor. Llevó la reverencia por la “mano del artista” a su conclusión más visceral y escatológica.

La reacción fue, previsiblemente, mixta. Pero lo más revelador es que las latas se vendieron. El mundo del arte, en lugar de sentirse ofendido, aceptó el desafío. Algunos compradores vieron la provocación; otros, una inversión astuta. Con el tiempo, el valor de las latas de “Merda d’artista” se disparó, superando con creces el precio del oro y convirtiendo la obra en un producto de lujo. La crítica de Manzoni fue tan precisa y efectiva que se convirtió en un ejemplo perfecto de aquello que señalaba. El chiste se había contado tan en serio que todos terminaron por creérselo, alimentando una burbuja de valor que hoy alcanza cifras de seis ceros.

¿Fraude o contrato conceptual? La delgada línea legal

Aquí es donde la cosa se pone interesante y el terreno se vuelve pantanoso. El conflicto que genera la obra no es tanto una batalla en un juzgado, sino una tensión permanente en el plano conceptual y contractual. Cuando un museo o un coleccionista privado adquiere una de estas latas, ¿qué está comprando exactamente? La etiqueta es explícita: “Mierda de Artista”. Pero, ¿y si no es así? Agostino Bonalumi, amigo de Manzoni, afirmó años después que las latas solo contenían yeso, una broma para demostrar la credulidad del sistema. Si esto fuera cierto, ¿estaríamos ante un caso de fraude?

La realidad es que demandar a la sucesión de Manzoni por publicidad engañosa sería el acto de autohumillación definitivo para un coleccionista. Sería admitir públicamente que no se ha entendido nada. La compra de la lata es un pacto de fe, un acuerdo para participar en el juego conceptual del artista. El objeto físico es secundario; lo que se adquiere es la idea, la provocación encapsulada. El valor no reside en el contenido, sino en la duda. Abrir la lata para verificar si hay heces o yeso destruiría instantáneamente la obra, porque su esencia es, precisamente, esa incertidumbre. Es una trampa legal y filosófica perfecta, un contrato que solo se puede romper aniquilando su objeto.

El legado: una idea que no necesita batería

Manzoni falleció en 1963, apenas dos años después de enlatar su idea, dejando a sus 90 pequeños soldados metálicos librar su batalla cultural. Y vaya si la libraron. Hoy, estas latas reposan en las colecciones de los museos más importantes del mundo, desde la Tate Modern de Londres hasta el Centro Pompidou de París. Son tratadas con el máximo cuidado, conservadas a temperatura controlada y manipuladas con guantes blancos. Se exhiben como reliquias sagradas de un santo profano.

La revelación final, tan obvia que duele, es que nunca importó lo que hay adentro de la lata. La pieza funciona como la caja del gato de Schrödinger: es, simultáneamente, una estafa y una obra maestra; contiene mierda y contiene yeso. Es ambas cosas y ninguna hasta que se abre, pero el acto de observar anula la obra. El genio de Manzoni no fue envasar un desecho, sino enlatar una pregunta y venderla a precio de oro.

Más que un auto de lujo o una joya, Manzoni vendió un concepto puro, una idea con la pila suficiente para seguir funcionando más de sesenta años después. Sigue generando las mismas preguntas incómodas sobre el valor, la fe, la especulación y lo absurdo de ponerle una etiqueta con un precio a la firma de alguien. Y a diferencia de otros bienes, su valor no ha hecho más que aumentar. Una lección de economía, filosofía y marketing, todo en un prolijo envase de 30 gramos.