Marilina Ross: arte y exilio bajo la represión estatal

La carrera de la artista Marilina Ross fue interrumpida por la censura y la persecución política, forzándola al exilio durante la última dictadura.
Un delicado jarrón de porcelana (Marilina Ross) siendo aplastado por un rodillo industrial gigante. Representa: Marilina Ross sufrio el embate de la maquinaria represiva del estado durante la dictadura argentina

El arte como síntoma de un problema

En la efervescencia cultural de principios de los años 70, la figura de Marilina Ross emergía con una potencia innegable. Su talento era versátil, moviéndose con soltura entre la actuación y la música. Pero fue un papel en particular, el de ‘La Raulito’ en 1975, el que la catapultó a un nivel de reconocimiento masivo. La película, dirigida por Lautaro Murúa, retrataba a un personaje marginal, real, que vivía bajo sus propias reglas. La interpretación de Ross fue tan visceral y conmovedora que trascendió la pantalla, convirtiendo al personaje y a la actriz en un símbolo de cierta rebeldía anónima y resiliencia.

Visto con la distancia del tiempo, resulta evidente que este tipo de éxito era problemático. No para el público, que la adoraba, sino para el establishment que comenzaba a gestar uno de los períodos más oscuros de la historia del país. Una artista que le ponía voz y cuerpo a los desclasados, que generaba una empatía tan profunda con historias que no encajaban en el molde de la familia y la propiedad, era, en esencia, un mal ejemplo. No hacía falta que su arte fuera un panfleto; bastaba con que fuera un espejo honesto de una realidad incómoda. Y los espejos, para un sistema que basa su poder en la distorsión, son objetos de alto riesgo.

La lógica impecable de la censura

La respuesta del poder no se hizo esperar, aunque no llegó en forma de un decreto oficial. La metodología de la represión cultural de la época era más sutil y, por ello, más perversa. El nombre de Marilina Ross, junto con el de tantos otros artistas, escritores y periodistas, fue incluido en las ‘listas negras’. Estos listados, cuya autoría formal nadie se adjudicaba pero que todos sabían que provenían de los servicios de inteligencia y de grupos parapoliciales como la Triple A, eran una condena civil. Significaban el fin de cualquier posibilidad de trabajo en medios de comunicación, teatros o productoras vinculadas al Estado, que eran casi todas.

De un día para el otro, el teléfono dejó de sonar. Los proyectos se cancelaban sin explicación. Las puertas se cerraban con una cordialidad helada. Era una forma de aniquilación profesional ejecutada con una frialdad burocrática. El objetivo era claro: aislar, asfixiar económicamente y empujar al silencio o al olvido. Para un artista, cuyo oficio depende de la comunicación con el público, era el equivalente a ser enterrado en vida. La maquinaria no necesitaba mancharse las manos directamente; simplemente creaba un vacío a tu alrededor hasta que la única opción era desaparecer.

Cuando el escenario se vuelve demasiado chico

La presión ambiental, sin embargo, escaló a un nivel más directo y personal. Las amenazas veladas dieron paso a advertencias explícitas. Un llamado anónimo, un auto sospechoso estacionado permanentemente frente a tu casa, el comentario ‘casual’ de alguien que te sugería ‘cuidarte’. El aire se volvió irrespirable. El país entero se había convertido en un escenario hostil donde ya no había lugar para ella. La persecución dejó de ser una cuestión meramente profesional para convertirse en un riesgo tangible para su integridad física.

Ante este panorama, la decisión de abandonar el país dejó de ser una opción para convertirse en una necesidad. El exilio, que para muchos suena a una aventura romántica, es en realidad un acto de supervivencia. Es el reconocimiento de que el espacio que habitás se ha vuelto letal. En 1976, con el terrorismo de Estado ya institucionalizado, Marilina Ross partió a España. No era una huida, sino una retirada estratégica. Un modo de preservar la vida y, con ella, la posibilidad de seguir creando, aunque fuera lejos del suelo y la gente que inspiraban su arte.

El exilio: una pausa no solicitada en la carrera

Instalada en España, Ross continuó con su carrera, como era de esperarse. Tenía pila para seguir. Logró trabajar en cine y televisión, y hasta grabó discos que, de alguna manera, se las ingeniaban para cruzar el océano y circular de forma clandestina en su tierra natal. Pero el exilio es, por definición, una fractura. Es continuar la melodía en otro tono, en otra clave, con la conciencia permanente de una ausencia. La carrera no se detuvo, pero fue desviada de su curso natural. Fue una continuación forzada, un ‘como si’, mientras el corazón y el pensamiento seguían puestos en el quilombo que había quedado atrás.

El regreso, con la vuelta de la democracia en 1983, tampoco fue un simple ‘borrón y cuenta nueva’. Fue un reencuentro con un país herido y con los pedazos de una vida artística que había sido brutalmente interrumpida. Lo verdaderamente notable es cómo capitalizó esa experiencia. Canciones como ‘Puerto Pollensa’, que se convirtió en un himno, encapsulan esa melancolía del destierro y la esperanza del retorno. Al final del día, el aparato represivo logró su objetivo a corto plazo: la silenció y la expulsó. Pero fracasó estrepitosamente en el largo plazo. El intento de borrarla solo le otorgó una capa más profunda de significado a su obra, convirtiéndola en un testimonio viviente de la resiliencia del arte frente a la barbarie. Una verdad de Perogrullo que los autoritarios, en su soberbia, parecen destinados a olvidar una y otra vez.