La orden de Preska: YPF, mails y la soberanía bajo la lupa

Una orden judicial en Nueva York exige al Estado argentino la entrega de comunicaciones internas vinculadas al caso de la expropiación de YPF.
Un gran buzón de correo (estilo buzón de correo postal) con las caras de Luis Caputo y Sergio Massa pintadas en la puerta, siendo vaciado por una mano gigante (sin rostro) que arroja el contenido a un agujero negro. Representa: La jueza Preska le ordenó al país que entregue los chats y mails de Luis Caputo y Sergio Massa

El martillo y el expediente: anatomía de una orden judicial

Hay una cierta belleza en la precisión implacable de la maquinaria judicial cuando se pone en marcha. Lejos del ruido mediático y de las simplificaciones urgentes, lo que la jueza Loretta Preska ha dispuesto no es un allanamiento digital a la vida privada de dos ministros, sino algo mucho más técnico, predecible y, por eso mismo, más profundo. La orden se inscribe en una fase procesal conocida en el sistema legal estadounidense como ‘discovery’ o ‘producción de prueba’. Es el momento en que las partes de un litigio se ven obligadas, bajo pena de desacato, a mostrar sus cartas. Y las cartas que los demandantes, el fondo Burford Capital, quieren ver son todas aquellas que puedan iluminar dos aspectos cruciales: la trama detrás de la expropiación de YPF en 2012 y, fundamentalmente, la capacidad y voluntad del Estado argentino para afrontar una sentencia de 16.100 millones de dólares.

Resulta fundamental entender que no estamos ante un capricho. Esto es la consecuencia directa, casi matemática, de una serie de decisiones tomadas hace más de una década. Cuando un Estado soberano decide intervenir en el mercado, expropiar el 51% de las acciones de una compañía sin lanzar la Oferta Pública de Adquisición (OPA) que la propia ley argentina y el estatuto de la empresa exigían, se expone a las reglas del juego que eligió ignorar. El juicio no es sobre la legitimidad política de recuperar el control de una empresa estratégica; es sobre el incumplimiento de una obligación contractual con el resto de los accionistas. Un detalle técnico, si se quiere, pero un detalle de miles de millones de dólares.

La orden de Preska es, en esencia, un ejercicio de contabilidad forense. Los demandantes, ahora acreedores por sentencia judicial, buscan activos. Y para encontrarlos, necesitan entender cómo piensa y opera el deudor. Por eso solicitan acceso a comunicaciones, no por un interés voyeurista en los chats de funcionarios, sino para trazar el mapa del dinero. Quieren saber qué se dijo en las reuniones, qué análisis se hicieron, qué estrategias se barajaron para manejar la deuda y dónde se podrían encontrar los bienes embargables. Es el procedimiento estándar que se le aplicaría a cualquier empresa en quiebra que se resiste a pagar. La particularidad, claro, es que la ‘empresa’ es un país.

Soberanía S.A.: cuando la inmunidad se archiva

El concepto de ‘soberanía’ es, probablemente, uno de los más invocados y, a la vez, peor comprendidos en el debate público. Se lo presenta como un escudo místico, una barrera infranqueable que protege al Estado de cualquier injerencia externa. Sin embargo, en el mundo de las finanzas internacionales y los contratos comerciales, la soberanía tiene sus cláusulas de letra chica. Una de ellas es la renuncia a la inmunidad jurisdiccional, una práctica habitual que el propio Estado argentino ha firmado en innumerables ocasiones para poder emitir deuda o atraer inversiones. Al aceptar someterse a tribunales extranjeros, como los de Nueva York, para resolver disputas contractuales, el Estado se baja voluntariamente del pedestal de la soberanía y se sienta en el banquillo de los acusados como un particular más.

La defensa argentina ha intentado, una y otra vez, argumentar que sus acciones fueron ‘actos de gobierno’ soberanos, protegidos por dicha inmunidad. Pero la justicia estadounidense ha sido consistente en su réplica: la expropiación y el incumplimiento de la OPA fueron actos de naturaleza comercial que perjudicaron a inversores, y por lo tanto, son justiciables. La jueza Preska no está juzgando una política de Estado; está ejecutando una sentencia por un daño económico concreto. La orden de presentar documentos es la manifestación práctica de esa pérdida de inmunidad. El velo del ‘secreto de Estado’ se corre cuando las obligaciones comerciales no se cumplen. Es una verdad incómoda: la soberanía no es un cheque en blanco, sino una responsabilidad que, cuando se gestiona con impericia, termina generando una pila de deudas y expedientes en tribunales ajenos.

Los 44 nombres y el fantasma de 2012

La lista de 44 funcionarios y exfuncionarios de quienes se solicitan comunicaciones puede parecer, a primera vista, un tiro de escopeta. Incluye a figuras del gobierno que orquestó la expropiación en 2012, como el entonces ministro de Economía, Axel Kicillof, y a los responsables actuales del timón económico, como Luis Caputo y, hasta hace poco, Sergio Massa. ¿Cuál es la lógica? Es simple y metódica. Para reconstruir la historia del incumplimiento y la posterior gestión de sus consecuencias, los demandantes necesitan conectar los puntos a través del tiempo.

Las comunicaciones de los funcionarios de 2012 son la ‘prueba del crimen’, por así decirlo. Permiten establecer la intencionalidad, el conocimiento de las obligaciones que se estaban violando y la estrategia detrás de la decisión. Son la base sobre la que se construyó el caso y se ganó el juicio. Por otro lado, las comunicaciones de los funcionarios actuales son la ‘hoja de ruta del cobro’. Burford Capital necesita saber qué planes tiene o tuvo el gobierno para pagar, si se están moviendo activos para protegerlos de un embargo, qué discusiones internas existen sobre la negociación de la deuda. No buscan el chat personal de Caputo con su familia; buscan el memo interno donde se analiza la viabilidad de usar las reservas del Banco Central para otra cosa que no sea pagarles a ellos. Es una radiografía del aparato estatal en su función de administrador de la escasez.

La inclusión de nombres actuales en un caso que se originó hace más de una década es la prueba más clara de que las consecuencias de las decisiones políticas tienen una vida útil muy larga. El auto que se chocó en 2012 sigue generando gastos de taller, y los mecánicos de hoy, aunque no fueran los conductores de ayer, son los responsables de encontrar la manera de pagar la factura.

Del dicho al hecho digital: las consecuencias de un clic

Vivimos en una era en la que cada decisión, cada borrador de decreto, cada análisis de riesgo y cada conversación relevante entre funcionarios deja un rastro digital. Un mail, un mensaje en una plataforma de comunicación interna, un documento compartido en la nube. Estos registros son la nueva correspondencia oficial, el nuevo archivo de la nación, pero con una diferencia sustancial: son infinitamente más fáciles de buscar, copiar y presentar como prueba en un tribunal a miles de kilómetros de distancia.

La orden de Preska pone sobre la mesa una reflexión sobre la fragilidad de la palabra empeñada y la permanencia de la palabra escrita, o mejor dicho, tipeada. Aquello que en 2012 pudo ser celebrado como un acto de afirmación soberana, hoy se traduce en una obligación procesal de entregar la bitácora de esa decisión. Demuestra que en el entramado financiero global, no existen los atajos. Cada acción genera una reacción, y la contabilidad creativa tiene un límite. Tarde o temprano, la realidad, esa insistente acreedora, golpea la puerta con una orden judicial en la mano.

Más allá del resultado final de esta compulsa, el episodio sirve como un recordatorio severo. Las políticas públicas no se agotan en el discurso ni en su publicación en el Boletín Oficial. Tienen consecuencias tangibles, duraderas y, a menudo, costosas. El juicio por YPF no es una conspiración de fondos buitre ni una afrenta imperialista. Es el resultado previsible y documentado de haber firmado un contrato, no haberlo cumplido y haber creído, quizás con genuina convicción, que las reglas no aplicaban. La orden de la jueza Preska simplemente oficializa lo que ya era una obviedad: la era en la que las decisiones de un gobierno eran inescrutables para el resto del mundo ha terminado. Hoy, todo queda registrado. Y a veces, un juez te pide que entregues la copia.