Fallas recurrentes: La negación sistemática en Defensa del Consumidor

La persistencia de una falla en un producto o servicio evidencia un vicio que supera la simple reparación y habilita acciones legales superiores.
Un gato, persistentemente, empujando una fila de jarrones hacia el borde de una mesa, cada vez que caen y se rompen, el gato regresa al inicio de la fila y repite la acción. Representa: No reconocimiento de fallas recurrentes

El espejismo de la reparación gratuita

Observo un patrón, una coreografía casi ensayada en el gran teatro de las relaciones de consumo. El consumidor, con su producto flamante ahora fallado, se acerca al mostrador. Del otro lado, el representante de la empresa, con una sonrisa de manual, le ofrece la solución universal: el servicio técnico. La garantía, ese documento sagrado, se invoca como un mantra que promete la salvación. Y en la primera ocasión, tiene sentido. Un artefacto puede fallar, es una ley de la entropía aplicada a la electrónica de consumo.

El problema, la verdadera obra, comienza en el segundo acto. O en el tercero. Cuando el mismo auto, tras pasar por el taller oficial, vuelve a dejar de arrancar por idéntica razón. Cuando el celular, recién salido del servicio técnico, insiste en que su batería dura menos que un suspiro. Aquí es donde la garantía deja de ser una solución y se transforma, sutilmente, en una herramienta de dilación. La empresa no está arreglando un producto; está gestionando un problema. Y el problema es usted, el cliente insistente.

Cada ingreso al taller es una pequeña victoria para el proveedor. Gana tiempo. La garantía corre, el ánimo del consumidor decae. Se le ofrece una y otra vez la misma “solución”, como si la repetición pudiera, por arte de magia, alterar el resultado. Es una estrategia brillante en su simpleza. Se apela a la buena fe del cliente, a su creencia en que, esta vez sí, lo arreglarán de verdad. Pero la verdad incómoda es que, a menudo, la empresa ya sabe que la falla es inherente al diseño, un vicio de fábrica. Y reparar indefinidamente es más barato que reconocerlo y asumir las consecuencias: cambiar el equipo o devolver el dinero. Es un cálculo de negocios, no un desperfecto técnico.

La revelación del vicio oculto: cuando la pila no es el problema

En el lenguaje llano del derecho, a este fenómeno lo llamamos “vicio redhibitorio” o “vicio oculto”. Un nombre elegante para una verdad brutal: el producto nació fallado. No es que se rompió; es que ya estaba roto de una manera que no se podía ver a simple vista. La falla recurrente es la fiebre que delata la infección. Y la ley, a diferencia de algunos servicios técnicos, no se concentra en el termómetro, sino en la enfermedad.

Cuando un producto falla por segunda o tercera vez por el mismo motivo después de una reparación, legalmente ya no estamos ante una “falla”. Estamos ante la evidencia irrefutable de un vicio. El intento de reparación demostró no ser satisfactorio. La ley de Defensa del Consumidor es bastante clara al respecto. No obliga al consumidor a peregrinar eternamente al santuario del servicio técnico. Tras una reparación que no soluciona el problema de raíz, el tablero de juego cambia por completo.

El consumidor tiene ahora el poder de elegir el siguiente movimiento. Puede exigir la sustitución del producto por uno nuevo de idénticas características. Puede solicitar la devolución del dinero, con su debida actualización. O, si le tiene un cariño particular a su artefacto defectuoso, puede pedir una quita proporcional en el precio. Lo que no tiene que hacer es aceptar otra reparación. Insistir en ello por parte de la empresa no es un acto de buena voluntad, es un intento de desconocer la ley. Es seguir ofreciendo una aspirina para tratar una apendicitis, esperando que el paciente se canse y se vaya a su casa a sufrir en silencio.

Estrategias del campo de batalla: manual para el consumidor y la empresa

Aquí, las perspectivas se bifurcan y las recomendaciones, aunque dirigidas a ambos bandos, revelan la misma verdad desde ángulos opuestos.

Para el consumidor (el acusador): Su mejor arma es la obsesión metódica. Guarde todo. Absolutamente todo. La factura de compra es su partida de nacimiento. Cada orden de ingreso al servicio técnico es un capítulo de su historia. Anote fechas, nombres de quien lo atendió, números de reclamo. Si habla por teléfono, pida un mail que deje constancia de lo conversado. Construya un expediente más prolijo que el de la propia empresa. Cuando la falla se repita por segunda vez, su paciencia debe agotarse oficialmente. Es el momento de enviar una comunicación formal, una carta documento. En ella no pide otra reparación. Expone los hechos con frialdad quirúrgica y exige, a su elección, el cambio de la unidad, la devolución del dinero o la quita. No ruegue, no amenace, no se queje. Informe su decisión, amparada en la ley. Usted no está pidiendo un favor, está ejerciendo un derecho.

Para la empresa (el acusado): Su manual es, previsiblemente, más cínico. Continúe con el protocolo de la reparación infinita. Es rentable. La mayoría de los consumidores se rinden al segundo intento. Es una guerra de desgaste y usted tiene más recursos. Capacite a su personal para mostrar una empatía inquebrantable mientras niegan sistemáticamente cualquier opción que no sea “lo volvemos a revisar”. Documente cada interacción para demostrar su “voluntad de solucionar el problema”. Es un guion efectivo que funciona en un alto porcentaje de los casos. Solo debe saber que, cuando se enfrenta a un consumidor que conoce este manual y ha seguido los pasos del párrafo anterior, su estrategia se desmorona. En ese punto, seguir negando la evidencia no solo es inútil, sino que empieza a generar un pasivo mayor: el daño punitivo.

Más allá de la garantía: la frustración del fin y el daño punitivo

Existe un concepto legal que a las empresas les resulta particularmente indigesto: la “frustración del fin del contrato”. Suena académico, pero es simple. Usted no compró un auto para que viva en el taller mecánico. Lo compró para viajar, para ir a trabajar, para sentir esa vaga sensación de libertad. Si el auto pasa más tiempo esperando un repuesto que en la calle, el contrato, en la práctica, se ha frustrado. El objeto no cumple la finalidad para la que fue adquirido. Este principio es crucial, porque eleva el reclamo más allá de la simple falla. Ya no se discute si una pieza funciona o no; se discute si el producto, como un todo, sirve para algo.

Cuando un consumidor demuestra la falla recurrente y la frustración del fin, y la empresa aun así se atrinchera en la negación, entramos en el terreno más interesante del derecho del consumidor: el daño punitivo. Esta no es una compensación por el valor del producto. Es una multa. Es el sistema legal dándole una palmada en la espalda a la empresa y diciendo: “Esto que hiciste no solo fue un error, fue una conducta deliberada y despreciativa hacia tu cliente, y por ello vas a pagar extra”. El daño punitivo no busca reparar al consumidor, sino castigar al proveedor y disuadirlo de repetir esa conducta con otros. Es el reconocimiento de que la estrategia de desgaste y negación no puede salir gratis.

Por eso, cuando un caso de falla recurrente llega a una instancia de mediación o judicial, el foco a menudo se desplaza. Ya no importa tanto el diagnóstico del técnico, sino el registro de llamadas, los correos electrónicos ignorados, las promesas rotas. Se juzga el comportamiento, la indiferencia, el cálculo frío de dejar que el cliente se agote. Y es en ese momento que la empresa descubre, para su sorpresa, que a veces la reparación más cara es la que se negó a hacer desde el principio: la de reconocer que el cliente tenía razón.