El Sínodo Cadavérico del Papa Formoso (897)

El escenario de lo inevitable
Hay una cierta elegancia en la brutalidad cuando esta se presenta con las formas de la ley. El llamado Sínodo Cadavérico no fue un rapto de locura colectiva ni un exceso de fervor religioso. Fue, por el contrario, el punto culminante de una lógica de poder tan predecible como un eclipse. Para entenderlo, hay que despojarse de la sorpresa y aceptar que en ciertos teatros de operaciones, la moral es simplemente un decorado. El pontificado, en las postrimerías del siglo IX, no era tanto un cargo espiritual como el trofeo en una contienda entre facciones aristocráticas que veían en el solio pontificio el control remoto definitivo. La ciudad sagrada era un campo de batalla de intereses familiares, un quilombo monumental donde las alianzas se hacían y deshacían con una velocidad pasmosa.
En este tablero se movía Formoso. Un tipo de una ambición considerable, con una carrera eclesiástica marcada por acusaciones previas, excomuniones y rehabilitaciones. Un jugador astuto, pero que finalmente apostó al caballo equivocado, o al menos, al caballo que no controlaba el establo local. Su gran pecado, el que puso en marcha el auto hacia el precipicio, fue buscar apoyo en un poder externo, un monarca del norte, para contrarrestar la asfixiante influencia de la facción ducal que dominaba la península. Al coronar a este emperador extranjero, Formoso firmó su sentencia. No importaba que ya estuviera muerto cuando la ejecutaron. Para la casa ducal reinante, encabezada por una matriarca implacable y su hijo, el emperador rival, el acto de Formoso era una traición que invalidaba su propia legitimidad. No podían permitir que las decisiones de un Papa “enemigo” tuvieran validez. La solución no era meramente política, debía ser total. Debía ser retroactiva.
Así, la idea de juzgar a un cadáver deja de parecer un disparate para revelarse como una necesidad estratégica. No se trataba de castigar a un hombre, sino de borrar su existencia jurídica. Si Formoso era declarado un usurpador, un Papa ilegítimo, entonces todos sus actos, nombramientos y, crucialmente, la coronación de su protector, se desvanecían como si nunca hubieran ocurrido. El poder local restauraba su control, reafirmaba su candidato y enviaba un mensaje inequívoco a cualquiera que osara desafiarlos. El sínodo fue la herramienta, no la causa. Una pieza de teatro burocrático de una frialdad absoluta, concebida para ajustar cuentas y reescribir la historia reciente a favor de los vencedores. Lo macabro fue, simplemente, un efecto secundario bienvenido para la tribuna.
La puesta en escena del rencor
La ejecución de este plan requería una puesta en escena a la altura de su ambición. Nueve meses después de su muerte, el cuerpo de Formoso fue exhumado de su tumba. El proceso de descomposición, naturalmente, había hecho lo suyo, pero eso no detuvo a los organizadores. El cadáver fue vestido con las vestiduras papales, una ironía que seguramente no pasó desapercibida, y fue sentado en el trono de la basílica principal. El Papa reinante, Esteban VI, un hombre que le debía su propia carrera a una ordenación de Formoso y que ahora actuaba como títere de la facción ducal, presidió el juicio. El acusado, por razones obvias, guardaba un silencio sepulcral. Para darle un barniz de legalidad, se designó a un joven diácono para que respondiera en nombre del muerto, una tarea para la cual la historia no registra que se presentaran muchos voluntarios.
Las acusaciones fueron una mezcla de tecnicismos canónicos y viejos rencores. Se le imputó haber violado las leyes de la Iglesia al ambicionar y obtener el papado siendo ya obispo de otra diócesis, un pecado de “traslación” que, convenientemente, muchos otros habían cometido sin tanto escándalo. Se le acusó de perjurio, resucitando viejas disputas de décadas anteriores. Y, por supuesto, se le recriminaron sus acciones políticas como pontífice. Esteban VI interrogaba al cadáver con una furia performática, mientras el diácono, aterrado, balbuceaba defensas insostenibles. Era un diálogo de lo absurdo, pero cada palabra estaba calculada. No importaba la verdad, solo la conclusión. El veredicto, como era de esperar, fue culpable. El papado de Formoso fue declarado nulo y sin efecto, ab initio. Todo lo que había hecho, cada decreto, cada ordenación, fue anulado.
Consecuencias de una farsa jurídica
Con el veredicto en la mano, comenzó el ritual de la degradación. Al cadáver le arrancaron las vestimentas pontificias. Luego, con una precisión simbólica, le cortaron los tres dedos de la mano derecha que usaba para impartir la bendición. Esos dedos, que habían consagrado a obispos y coronado a un emperador, ahora eran el foco de la venganza. Era la anulación física de su poder. El cuerpo mutilado fue después arrastrado por las calles de la ciudad, una humillación pública definitiva, y finalmente arrojado al río principal. La facción dominante había ganado. O eso creían.
Pero la brutalidad del espectáculo tuvo un efecto no deseado. Generó una ola de repulsión entre la población, que vio en el acto no justicia, sino una profanación sacrílega. La calculada frialdad del acto se percibió como una locura desmedida. Para colmo de males, un terremoto sacudió la ciudad poco después, dañando la misma basílica donde se había celebrado el juicio. Para un pueblo con una pila de supersticiones, la señal fue clara: el cielo no aprobaba. La posición de Esteban VI se volvió insostenible. El rencor que había canalizado se volvió contra él. En cuestión de meses, una revuelta popular lo depuso, fue encarcelado y, finalmente, estrangulado en su celda. El titiritero había corrido la misma suerte que la marioneta de carne muerta a la que había juzgado. La victoria fue efímera y el precio, altísimo.
El eco de un esqueleto en el trono
La historia, sin embargo, se deleita con las volteretas. La caída de Esteban VI no fue el final, sino el comienzo de un ciclo de anulaciones y reafirmaciones que revela la verdadera naturaleza del poder. Su sucesor inmediato, Teodoro II, gobernó apenas veinte días, pero los usó para anular formalmente el Sínodo Cadavérico. Convocó un concilio propio, rehabilitó a Formoso y, en un acto de reparación simbólica, recuperó su cuerpo, que unos pescadores habían encontrado en las redes del río, y le dio un entierro honorable con todos los paramentos papales. El péndulo había oscilado hacia el otro extremo. Su sucesor, Juan IX, fue aún más lejos. Convocó dos sínodos para condenar perpetuamente el juicio póstumo, quemó las actas del proceso y prohibió explícitamente cualquier juicio futuro a una persona fallecida. Parecía que la razón y un mínimo de decoro habían prevalecido. Parecía que se había cerrado el capítulo.
Pero nada está cerrado para siempre cuando el poder vuelve a cambiar de manos. Años más tarde, el papado cayó en manos de Sergio III, uno de los clérigos que había participado activamente como juez en el Sínodo Cadavérico original. Fiel a sus convicciones o, más probablemente, a sus viejas alianzas políticas, Sergio III revirtió las anulaciones y reafirmó la validez del juicio a Formoso. Volvió a declarar nulas sus ordenaciones, sumiendo a la Iglesia en un caos administrativo y teológico sobre la validez de una generación entera de clérigos. Este ir y venir de veredictos, esta guerra de memorias y legados, es la verdadera lección. El juicio a Formoso no fue una anomalía grotesca en una historia por lo demás ordenada. Fue la manifestación más transparente de una verdad incómoda: que la ley, incluso la divina, es a menudo una herramienta maleable en manos de hombres con agendas muy terrenales. El esqueleto en el trono no es solo una imagen macabra; es un recordatorio perpetuo de que la justicia, a veces, no es más que la opinión del tipo que se sienta en la silla más alta, aunque para ello tenga que exhumar a su predecesor.












