El Juicio de Alger Hiss: Anatomía de una Traición Elegante

El caso Alger Hiss demostró cómo el perjurio puede ser más escandaloso que el espionaje, especialmente cuando involucra a la élite y una calabaza.
Un gato gordo, con un collar de Soy inocente mordisqueando un ratón pequeño y flaco, con un sombrero de abogado. Representa: Juicio de Alger Hiss

Un Caballero y un Converso

Hay personajes que parecen tallados para la gloria. Alger Hiss era uno de ellos. Graduado de Harvard Law, asistente de un juez de la Corte Suprema, un diplomático de carrera impecable que estuvo en la Conferencia de Yalta y jugó un papel clave en la fundación de las Naciones Unidas. En 1948, era el respetado presidente de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional. Un hombre así, miembro distinguido de la élite de la Costa Este, no podía ser un traidor. Era, sencillamente, una imposibilidad lógica y estética.

Del otro lado del ring estaba Whittaker Chambers. Un hombre corpulento, de aspecto desaliñado, exmiembro del Partido Comunista y espía para la Unión Soviética durante los años 30. En 1948, era un editor de la revista Time, un converso al anticomunismo con el fervor de quien ha visto el abismo. Cuando Chambers, ante el Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), nombró a Hiss como parte de su antigua red de espionaje, la reacción inicial fue de incredulidad y desdén. ¿Quién le iba a creer a este personaje melodramático por sobre un caballero como Hiss? El propio Hiss se presentó ante el comité con la confianza de un hombre ofendido en su honor, negando categóricamente no solo haber sido espía, sino siquiera conocer bien a Chambers. Parecía una victoria fácil. El establishment contra el renegado. La respetabilidad contra la confesión incómoda.

Calabazas, Microfilms y Verdades Incómodas

Desafiado por la calma olímpica de Hiss, Chambers subió la apuesta. Repitió sus acusaciones en televisión, fuera del ámbito de la inmunidad parlamentaria. Hiss, casi obligado por su propio papel de víctima, lo demandó por difamación. Fue un error de cálculo monumental. Forzado a presentar pruebas para su defensa, Chambers desempolvó un viejo salvavidas. Llevó a los investigadores a su granja en Maryland y, de un huerto de calabazas, extrajo una calabaza ahuecada. Dentro había cinco rollos de microfilm. Dos de ellos contenían fotografías de documentos del Departamento de Estado, algunos con anotaciones manuscritas que parecían ser de Hiss. Eran los célebres “Pumpkin Papers”.

La aparición de la evidencia física cambió el eje del caso. Ya no era la palabra de un hombre contra la de otro. Ahora había documentos, fechas, y sobre todo, una máquina de escribir. El FBI se concentró en probar que los papeles mecanografiados entregados por Chambers habían sido escritos en una máquina Woodstock que había pertenecido a la familia Hiss. La defensa de Hiss argumentó que se la habían regalado a la hija de su empleada doméstica años antes de que los documentos fueran tipeados. Se desató una batalla forense, un peritaje técnico sobre el desgaste de los tipos de una vieja máquina de escribir, que se convirtió en el corazón de un drama sobre la lealtad y la traición. La verdad, al parecer, no residía en el alma de los hombres, sino en las imperfecciones del metal.

Del Perjurio y Otras Subtilezas Legales

Una de las grandes ironías del caso es que Alger Hiss nunca fue juzgado por espionaje. Para cuando Chambers hizo sus revelaciones, el delito ya había prescripto. La justicia, con su peculiar sentido del tiempo, no podía perseguir el pecado original. Pero sí podía perseguir la mentira. El gran jurado federal no acusó a Hiss de ser un espía soviético, sino de dos cargos de perjurio: por haber mentido al negar que le había entregado documentos a Chambers y por haber mentido al afirmar que no lo había visto después del 1 de enero de 1937. El juicio se convirtió en un referéndum sobre la honestidad de Hiss, no sobre su lealtad. Una distinción que, para el público, resultaba académica. Se juzgaba un detalle técnico, pero se condenaba moralmente un acto de traición a la patria.

El Veredicto: Una Cicatriz en la Memoria Colectiva

El primer juicio, en 1949, terminó con un jurado dividido. La sociedad estadounidense estaba tan fracturada como esos doce ciudadanos. La élite liberal y académica, en su mayoría, cerró filas en torno a Hiss, viéndolo como el mártir de una nueva era de histeria anticomunista, personificada en un joven y ambicioso congresista llamado Richard Nixon, quien había impulsado el caso desde el HUAC. Para los conservadores y una buena parte de la clase trabajadora, Hiss era el símbolo de una aristocracia arrogante y corrupta que jugaba con la seguridad del país.

El segundo juicio, que concluyó en enero de 1950, fue definitivo. Hiss fue declarado culpable de ambos cargos de perjurio y sentenciado a cinco años de prisión. Cumplió 44 meses. Hasta su muerte en 1996, a los 92 años, sostuvo su inocencia con una convicción inquebrantable, convirtiéndose en una causa célebre para generaciones de la izquierda. Sin embargo, la historia, esa disciplina tan poco sentimental, siguió aportando datos. La desclasificación en los años 90 de los archivos del proyecto Venona, que interceptaba comunicaciones soviéticas, reveló mensajes que identificaban a un agente con el nombre en clave “Ales” que, por su biografía y actividades, coincidía de manera abrumadora con Alger Hiss. Pero para muchos, los hechos llegaron tarde. La narrativa del mártir inocente ya estaba demasiado arraigada, era demasiado útil. El caso Hiss nos enseña que un veredicto judicial puede cerrar un capítulo legal, pero la batalla por la memoria histórica se libra en un terreno mucho más ambiguo, donde las convicciones a menudo pesan más que una pila de evidencia, por más alta que sea.