Disputas por el Pago de Comisiones de Intermediación

El derecho a la comisión del intermediario se genera por el resultado útil de su gestión, no por la mera presentación de las partes. La prueba es clave.
Dos perros, uno grande y rechoncho, otro pequeño y flaco, tirando cada uno de un hueso idéntico y ya roído, con expresiones de frustración. Representa: Disputas por el pago de comisiones de intermediación

El Origen de Todo Malentendido: El Contrato Verbal

Parece existir una fe conmovedora, casi mística, en el poder de la palabra empeñada y el apretón de manos. Una tradición ancestral que sobrevive a la era digital, a los contratos inteligentes y a la abrumadora evidencia de que la memoria humana es, en el mejor de los casos, una editora creativa de la realidad. Las disputas por comisiones de intermediación rara vez nacen de complejas disquisiciones doctrinarias sobre la naturaleza del corretaje. Nacen, con una regularidad pasmosa, de la audaz decisión de no escribir nada. Dejar los términos de una relación comercial —el porcentaje, la base de cálculo, las condiciones para el pago, las exclusiones— librados al éter de una conversación de café.

El Código Civil y Comercial de la Nación, en su infinita sabiduría, consagra el principio de libertad de formas para los contratos. Un gesto de confianza en la madurez de los contratantes. Sin embargo, lo que la ley otorga como libertad, la realidad procesal lo transforma en una pesadilla probatoria. Alegar la existencia de un contrato verbal de corretaje es el equivalente jurídico a describir un fantasma. Todos pueden sentir su presencia, pero nadie puede aportar una foto nítida. El intermediario que reclama su comisión sin un papel firmado se embarca en una cruzada heroica: la de reconstruir un acuerdo a partir de fragmentos, indicios y la siempre volátil prueba de testigos. Deberá demostrar no solo que existió un encargo, sino cuáles eran sus términos precisos. ¿La comisión era del 3% o del 5%? ¿Sobre el valor final de la operación o sobre un monto fijo? ¿Se pagaba a la firma del boleto o contra la escritura? Cada una de estas preguntas, resueltas en dos líneas de un contrato escrito, se convierte en el centro de un debate judicial que consume tiempo, recursos y una pila de paciencia.

La carga de la prueba, ese pilar fundamental del derecho procesal, recae implacablemente sobre quien alega el hecho constitutivo de su derecho. En criollo: si usted quiere cobrar, usted debe probar que tiene derecho a hacerlo. No basta con haber presentado a las partes. No basta con haber estado allí. Debe probar que se le encomendó una tarea específica, con una remuneración pactada, y que dicha tarea fue cumplida. Sin un instrumento escrito, el reclamo se apoya en un andamiaje de presunciones y pruebas indirectas, como emails o mensajes de WhatsApp, que si bien son válidos, deben ser interpretados por un juez que, créame, ha visto demasiadas veces este mismo auto chocado contra el mismo muro de la informalidad.

La “Gestión Útil”: El Verdadero Generador del Derecho

Aquí reside el núcleo de la cuestión, la verdad incómoda que muchos prefieren ignorar. La comisión no es una propina por la amabilidad. No se paga por el esfuerzo, por las horas invertidas, por los kilómetros recorridos ni por la cantidad de reuniones organizadas. La ley y la jurisprudencia son unánimes: la comisión se devenga por el resultado útil de la gestión del intermediario. Esto significa que la intervención del corredor debe haber sido la causa eficiente, el nexo causal directo y determinante, para que el negocio principal se concrete.

Este concepto distingue la obligación del corredor, que es una obligación de resultado, de una mera obligación de medios. No se le paga para que “intente” vender un inmueble o “trate” de conseguir un inversor. Se le paga porque, gracias a su intervención, el inmueble se vendió o el inversor apareció y cerró el trato. Si las partes, luego de ser presentadas por un corredor, negocian por su cuenta y cierran el negocio por carriles completamente distintos, o si la operación se frustra por motivos ajenos a la voluntad de las partes, el derecho a la comisión se vuelve, como mínimo, discutible. El intermediario debe demostrar que su labor fue el catalizador indispensable del acuerdo. Una simple presentación no es sinónimo de resultado útil.

La jurisprudencia ha sido pródiga en delinear los contornos de esta “utilidad”. Se considera cumplida la condición cuando el acuerdo entre las partes ha llegado a un punto de concreción tal que pueden compelerse mutuamente a su cumplimiento. Por ejemplo, la firma de un boleto de compraventa con las cláusulas esenciales del negocio. Incluso si una de las partes se arrepiente después de manera injustificada, la comisión puede ser debida, porque el trabajo del corredor ya produjo su fruto: un negocio jurídicamente concluido. La disputa, entonces, no debería ser si el corredor “trabajó”, sino si su trabajo produjo el resultado específico que la ley exige.

El Arsenal Probatorio: De Testigos Dudosos a Mails Decisivos

Superada la etapa de los lamentos por la ausencia de un contrato escrito, la batalla se traslada al campo de la prueba. Es aquí donde la previsión —o la falta de ella— define ganadores y perdedores. Para el intermediario (acreedor), el objetivo es construir un relato coherente y documentado de su causalidad eficiente. El oro probatorio está en la correspondencia digital: emails donde se coordinan reuniones, se envían propuestas, se discuten términos y se confirma la participación del corredor en cada etapa. Los mensajes de WhatsApp, debidamente peritados para asegurar su autenticidad, también son una herramienta poderosa. Un “principio de prueba por escrito”, como un borrador de contrato o una oferta donde se menciona su comisión, puede ser el ancla de todo el reclamo. Los testigos son un complemento, pero su valor es relativo; la memoria es frágil y la imparcialidad, un bien escaso. Un testigo que es amigo o empleado de una de las partes será escuchado con una dosis saludable de escepticismo.

Para el comitente (deudor), la estrategia no es simplemente negar, sino demostrar una narrativa alternativa. Probar que el negocio se cerró por la intervención de otro intermediario, o por negociaciones directas que se iniciaron mucho antes o después de la intervención del reclamante. Documentar que el corredor abandonó la gestión o que su propuesta fue rechazada y la operación final se realizó en términos sustancialmente diferentes. El silencio es un pésimo consejero. Si se considera que la comisión no es debida, hay que poder probar por qué. La defensa eficaz no es un “no le debo”, sino un “no le debo porque el negocio lo cerré gracias a ‘B’ y aquí están los emails que lo prueban”. La pasividad es una invitación a que la versión del otro, por más débil que sea, se convierta en la única verdad del expediente.

Estrategias Procesales: Más Allá de la Razón, la Práctica

Antes de lanzarse a la aventura de un juicio, existe un paso previo cuya omisión es un acto de negligencia profesional: la carta documento. Para el intermediario que busca cobrar, es una herramienta con triple función. Primero, constituye en mora al deudor de manera fehaciente, un requisito indispensable para el reclamo de intereses. Segundo, interrumpe el curso de la prescripción, dándole aire para preparar una eventual demanda. Tercero, y quizás lo más importante, es una prueba contundente de la existencia del reclamo en una fecha cierta. Es la formalización de la disputa, el paso del murmullo a la letra de molde.

Para quien recibe la carta documento, la respuesta es igualmente crucial. Ignorarla es un error táctico grave. El silencio puede ser interpretado judicialmente como una admisión tácita de los hechos invocados por la otra parte. La respuesta, también por carta documento, debe ser inmediata, clara y precisa, negando categóricamente los hechos y el derecho invocado y, si es posible, fijando la propia posición. Este intercambio epistolar inicial muchas veces define el curso posterior de la contienda. Es el primer round, y presentarse con la guardia baja suele anticipar un mal resultado.

Si la vía extrajudicial fracasa, el proceso judicial exige una rigurosidad absoluta. La demanda no es un desahogo emocional, sino una pieza técnica donde cada afirmación fáctica debe estar vinculada a una prueba específica que se ofrece. “Digo que acordamos una comisión del 3% y ofrezco como prueba el email de fecha ‘X’”. La contestación de la demanda sigue la misma lógica: una negativa genérica es inútil. Se debe negar cada hecho y cada documento, y oponer la propia versión de los hechos con su correspondiente respaldo probatorio. Al final del día, el juez no fallará a favor de quien tiene “razón” en un sentido abstracto, sino a favor de quien logró probar sus afirmaciones de acuerdo a las reglas del juego procesal. Es una verdad incómoda, pero es la única que importa dentro de un tribunal. Quizás, solo quizás, todo este despliegue de estrategia, tiempo y dinero podría haberse evitado con un simple contrato. Pero celebrar la sencillez de la prevención nos privaría de estas fascinantes, y rentables, complejidades.