Deudas en Inmuebles: Reclamos del Comprador al Vendedor por Servicios

El comprador de un inmueble asume deudas de servicios no declaradas por el vendedor y la posterior acción de repetición para recuperar el monto abonado.
Un gran globo lleno de aire (la propiedad) con una pequeña fuga (la deuda). Un hombre (el comprador) intenta tapar la fuga con un trozo de cinta adhesiva. Otro hombre (el vendedor) se aleja, con las manos en los bolsillos y silbando despreocupadamente. Representa: El comprador de una propiedad descubre que el inmueble tiene una deuda de servicios impaga que el dueño no declaró. El comprador paga la deuda y le reclama el dinero al vendedor.

El escenario de siempre: La sorpresita después de la firma.

Uno firma la escritura y siente ese alivio que solo da terminar un trámite monumental. El brindis, las llaves en la mano, los planes para pintar el living. Una semana después, llega la primera factura de un servicio a tu nombre y, debajo del monto del mes, una cifra con varios ceros que te pone los pelos de punta: deuda anterior. Una deuda que, por supuesto, el sonriente vendedor que te dio la mano con tanta efusividad “olvidó” mencionar. Ahí empieza otro capítulo, uno que no estaba en el folleto. La primera llamada es a la empresa de servicios. La respuesta es un manual de desinterés corporativo: “La deuda es del suministro, señor. Si no se paga, cortamos el servicio”. Y lo hacen. No les importa si usted se llama Pérez y el deudor era González. El cable que entra a su casa es el mismo, y ahí tienen la sartén por el mango. Así que uno, para no vivir a la luz de las velas o calentar agua en una pava sobre un mechero, paga. Paga la deuda de otro. Con una bronca que carcome, pero paga. Y en ese preciso instante, sin saberlo, acaba de comprar un problema. Se ha convertido en acreedor de su vendedor. Felicitaciones, ahora tiene que iniciar el largo y sinuoso camino de reclamarle a alguien que, probablemente, ya se gastó la plata y no tiene el más mínimo interés en atenderle el teléfono. Esto no es una cuestión de mala suerte, es casi una constante. Una falla del sistema que se apoya en la buena fe de las partes, un concepto que en los papeles suena hermoso pero que en la práctica… bueno, en la práctica hay que contratar un abogado. El nudo del asunto no es tanto la existencia de la deuda, sino el desamparo inicial del comprador y la inercia de un sistema que prefiere solucionar las cosas a posteriori, con una pila de papeles y años de por medio, en lugar de prevenirlas. La ley presume la buena fe, pero la experiencia te enseña a desconfiar por sistema. Es el punto de partida de casi cualquier consulta en el estudio: “Doctora, pagué una deuda que no era mía, ¿ahora qué?”. Y uno respira hondo, porque sabe que la respuesta es larga y no siempre es la que el cliente quiere escuchar.

La situación es, en el fondo, una obra de arte de la incongruencia. Tenemos un Código Civil y Comercial que es un prodigio de la técnica, lleno de principios nobles como la buena fe, la equidad, la prohibición del enriquecimiento sin causa. Y sin embargo, en la realidad cotidiana, una empresa prestadora de un servicio básico puede ponerte entre la espada y la pared, obligándote a sanear el incumplimiento de un tercero para poder ejercer tu derecho a una vida digna en tu propia casa. Es una extorsión elegante, legalizada por la costumbre y por la comodidad de las grandes empresas. No es que la ley las ampare para hacer esto, no nos confundamos. La ley es clara respecto a quién es el deudor. Pero la práctica, el día a día, construye sus propias reglas. La amenaza del corte es más rápida y efectiva que cualquier intimación judicial que el proveedor le pueda cursar al verdadero deudor. Entonces, eligen el camino corto. Eligen al que tienen a mano, al nuevo propietario que tiene todo por perder. El comprador, entonces, se subroga tácitamente en los derechos del acreedor original, que es la empresa de servicios. Paga y se pone en sus zapatos para ir contra el vendedor. Suena simple, ¿no? Un mero reemplazo. Pero la justicia no es una ciencia exacta, y lo que en un manual se explica en un párrafo, en un tribunal puede llevar cinco años de idas y vueltas, de escritos, de pruebas, de audiencias. Uno ve llegar al cliente con su carpeta llena de facturas y comprobantes de pago, con una fe casi conmovedora en que la justicia es solo cuestión de presentar el papel correcto. Y parte de nuestro trabajo, el más ingrato, es explicarle que sí, que tiene razón, pero que tener razón es solo el principio. El principio de un camino largo.

La letra fría de la ley y las deudas que viajan con la casa.

Para entender este embrollo, hay que meterse en el barro de los tecnicismos. Y el concepto clave aquí es la diferencia entre obligaciones personales y obligaciones propter rem. Dicho en criollo: deudas que persiguen a la persona y deudas que persiguen a la cosa. La mayoría de las deudas por servicios —luz, gas, agua, internet, cable— son, por naturaleza, personales. Esto significa que el obligado al pago es la persona que firmó el contrato con la empresa, el titular del servicio. Si Juan Pérez vendió el inmueble, la deuda de luz generada durante su titularidad es de Juan Pérez. La empresa debería iniciarle acciones legales a él. Simple, lógico, justo. Pero, como ya dijimos, la realidad opera con otra lógica: la del poder fáctico. La empresa tiene una palanca de presión formidable sobre el inmueble mismo: el corte de suministro. Y la usa. Es su método, y es brutalmente efectivo.

Ahora, del otro lado de la vereda están las obligaciones propter rem, o ambulatorias. Estas son las que “viajan” con la cosa, sin importar quién sea el dueño. El ejemplo de manual son las expensas comunes en la propiedad horizontal. La deuda de expensas no es del señor Pérez; es del departamento. Si Pérez vende y debe expensas, el consorcio le puede reclamar al nuevo dueño, y si no paga, puede ejecutar el departamento. La propiedad misma es la garantía de esa deuda. Por eso, no hay escribano en su sano juicio que autorice una escritura de compraventa sin tener a la vista el certificado de libre deuda de expensas. Es un documento sagrado, un pasaporte indispensable para que la operación se concrete. Lo mismo ocurre con los impuestos inmobiliarios (como el ABL o el Inmobiliario provincial) y las tasas municipales. Son deudas que gravan al inmueble y lo persiguen. El Estado no pregunta quién era el dueño cuando se generó la deuda; le reclama al dueño actual.

Entonces, ¿qué pasa con las deudas de servicios? No son propter rem, pero en la práctica funcionan como si lo fueran. El comprador, para evitar un mal mayor, paga una obligación personal de un tercero. Al hacerlo, el derecho le da una herramienta: la acción de repetición. Esto se fundamenta en un principio general del derecho que prohíbe el enriquecimiento sin causa. El vendedor se enriqueció (o, mejor dicho, evitó un empobrecimiento) a costa del comprador, que pagó una deuda que no le correspondía. El comprador tiene derecho a que le devuelvan ese dinero. Es lo que se conoce como “pago por tercero”. El artículo 881 del Código Civil y Comercial establece que el tercero que paga puede reclamar al deudor el valor de lo que ha dado en pago. La ley le da la razón al comprador. El problema, como siempre, no es de fondo, sino de forma. De tiempos. De costos. De la probabilidad de que el vendedor sea insolvente o simplemente ilocalizable. La verdad de la milanesa es que tener el derecho no es lo mismo que tener el dinero de vuelta en el bolsillo.

El Vía Crucis del Reclamo: Papeles, Mediación y la “Sensibilidad Social” del Juez.

Una vez que el comprador pagó y tiene el comprobante en su poder, empieza la odisea del recupero. El primer paso, el más civilizado, es una carta documento. Un texto formal, redactado por un abogado, intimando al vendedor a que, en un plazo perentorio de 48 o 72 horas, devuelva la suma abonada, bajo apercibimiento de iniciar acciones legales. Es el primer aviso formal, el que deja constancia fehaciente del reclamo. En un porcentaje altísimo de los casos, la carta documento es recibida y olímpicamente ignorada. O, peor aún, contestada con otra carta documento negando todo, con argumentos a veces irrisorios. “Desconozco la deuda”, “eso se arregló en el precio”, “usted sabía”. Pura cháchara para ganar tiempo.

Fracasada la vía epistolar, el siguiente escalón es la mediación prejudicial obligatoria. En la mayoría de las jurisdicciones, no se puede iniciar un juicio de este tipo sin pasar antes por una mediación. Se sortea un mediador, se fija una audiencia y las partes, con sus respectivos abogados, se sientan a una mesa. La idea es noble: intentar un acuerdo para evitar un juicio. En la realidad, es un trámite. Un ritual. El vendedor, si aparece, puede que ofrezca pagar la mitad de la deuda en doce cuotas. Una oferta insultante que solo busca desgastar. La mayoría de las veces, la mediación se cierra “sin acuerdo”, y esa acta de cierre es la llave que abre la puerta de los tribunales. Ya perdimos meses, pagamos honorarios de mediador, y estamos exactamente en el mismo lugar, pero con más papeles.

Y entonces, sí, la demanda. Un juicio por “cobro de pesos” o “repetición de pago indebido”. Se presenta el escrito, se adjunta la prueba (la escritura, las facturas con la deuda, el comprobante de pago) y se espera. Se espera que el juzgado le dé curso, que se notifique al demandado, que el demandado conteste. El vendedor puede defenderse diciendo que el comprador sabía de la deuda y que el precio de venta lo reflejaba (algo muy difícil de probar si no está en la escritura), o simplemente puede no presentarse, ser declarado “en rebeldía”. Aquí entra a jugar la famosa “sensibilidad social” de los jueces. Afortunadamente, en estos casos, la jurisprudencia es bastante unánime. Los jueces entienden la situación de abuso por parte de las empresas de servicios y el enriquecimiento injusto del vendedor. Suelen fallar a favor del comprador. Citan la buena fe contractual, la doctrina de los actos propios (el vendedor no puede ir contra su propio acto de vender un inmueble supuestamente libre de cargas). El fallo, el “auto judicial”, probablemente nos dé la razón. Pero puede tardar dos, tres, cuatro años. Y una vez que tenemos la sentencia a nuestro favor, empieza otro juicio dentro del juicio: la ejecución de la sentencia. Hay que encontrarle bienes al vendedor para embargar. Si no tiene un sueldo en blanco, una cuenta bancaria con fondos o un auto a su nombre, la sentencia favorable es un cuadro para colgar en la pared. Un triunfo moral que no paga las cuentas. El proceso, en sí mismo, es el verdadero castigo para el que tiene la razón.

Consejos de trinchera: Cómo no terminar en este enredo.

Después de años en los pasillos de tribunales, uno aprende que el mejor juicio es el que se evita. Las recomendaciones morales no sirven de nada. Lo que sirve es la estrategia fría, el cálculo de riesgos. La prevención es la única vacuna efectiva contra estos dolores de cabeza. Así que, aquí van algunos consejos basados en el realismo de la práctica, no en la pureza de la teoría.

Para el comprador: Su principal arma no es un juicio futuro, es la negociación previa a la firma. La clave es la retención de fondos en la escritura. Es una cláusula simple pero poderosísima. Se pacta con el vendedor y se deja asentado ante el escribano que una parte del precio (un monto razonable para cubrir posibles deudas, por ejemplo, un uno o dos por ciento del valor) no se le entrega al vendedor en el acto. Ese dinero queda en depósito en la escribanía, o en poder del comprador, por un plazo de 60 o 90 días. Ese es tiempo suficiente para que lleguen las facturas de servicios y salten las deudas ocultas. Si aparece una deuda, se paga con ese fondo retenido y se le rinden cuentas al vendedor. Si no aparece nada, vencido el plazo, se le entrega el dinero. Es la solución más limpia y efectiva. Claro, requiere que el vendedor acepte. Si se niega en redondo sin una buena razón, ya es una señal de alerta. La otra herramienta es exigirle al vendedor que haga manifestaciones explícitas en la escritura. Que declare bajo juramento que no existen deudas de servicios, impuestos, tasas ni ninguna otra que pueda afectar al inmueble, haciéndose responsable por cualquier reclamo futuro y pactando una multa en caso de que su declaración sea falsa. Esto no evita el problema, pero fortalece enormemente la posición en un futuro juicio. Ya no es solo un reclamo por repetición, es un incumplimiento contractual manifiesto.

Para el vendedor: La honestidad es la mejor estrategia de negocios. Suena a cliché, pero es la pura verdad. Ocultar una deuda de, digamos, cincuenta mil pesos, puede terminar costándole trescientos mil entre capital, intereses, costas y los honorarios de su propio abogado. Es un pésimo negocio. Si tiene deudas y no las puede pagar antes de la venta, lo más inteligente es blanquearlo. “Mire, comprador, debo esto de luz y esto de gas. Se lo descuento del precio y usted se hace cargo”. Se deja asentado en la escritura y listo. Transparencia. Todos saben a qué atenerse. Es una negociación comercial, no hay nada de qué avergonzarse. Intentar pasarse de listo en una operación inmobiliaria es jugar con fuego. Hoy en día, dejar un rastro de incumplimiento es muy fácil, y las consecuencias, a la larga, siempre son más caras que la deuda original. La reputación también es un activo.

En definitiva, la moraleja de esta historia recurrente es que el sistema legal provee las herramientas para resolver el conflicto una vez que ya explotó. Tenemos la acción de repetición, el principio de buena fe, la prohibición del enriquecimiento sin causa. Pero todas son soluciones lentas, caras y desgastantes. La verdadera inteligencia jurídica, tanto para el comprador como para el vendedor, reside en la prevención. En usar los mecanismos que ofrece la práctica notarial, como la retención de fondos, para desactivar la bomba antes de que estalle. Porque en el mundo real, una cláusula bien puesta en una escritura vale más que la mejor de las sentencias judiciales obtenida cinco años después.