Demanda por Secuelas Estéticas: La Cicatriz y su Precio

Las secuelas estéticas permanentes tras un accidente constituyen un daño indemnizable cuya valoración depende de factores objetivos y subjetivos.
Un espejo roto, reflejando una imagen distorsionada y permanentemente agrietada. Representa: Demanda por secuelas estéticas permanentes

La Verdad Incómoda sobre la Belleza y el Dinero

Llevo una pila de años viendo cómo la gente entra a mi oficina con una historia grabada en la piel. Una cicatriz, una quemadura, una asimetría que no estaba ahí antes del accidente. Vienen buscando justicia, que en el idioma de los tribunales se traduce, casi siempre, en dinero. Es curioso cómo la sociedad venera la apariencia hasta que tiene que ponerle un precio. En ese preciso instante, todos se vuelven filósofos sobre la belleza interior y la fortaleza del espíritu.

El daño estético es, en términos legales, una criatura autónoma. No es lo mismo que el daño psicológico, aunque suelen ir de la mano como dos primos melancólicos. El daño estético es la alteración objetiva de la figura. Es la cicatriz en la cara, la cojera evidente, la marca que te obliga a elegir remeras de manga larga en pleno verano. El daño psicológico es la angustia, la fobia social o la depresión que esa marca te genera. Ambos, por supuesto, tienen su propio renglón en la cuenta final.

La ley reconoce que modificar la fachada de una persona sin su consentimiento es un perjuicio. No se trata de si eras modelo de pasarela o no. Se trata de que tu cuerpo era de una manera y, por la acción u omisión de un tercero, ahora es de otra. Es la pérdida de una normalidad que dabas por sentada. La gente tiende a pensar que esto es un reclamo superficial, un capricho de vanidosos. Qué simpleza. Es una batalla por el derecho a la propia imagen, a la integridad corporal que es, en esencia, la vasija que contiene todo lo demás.

Para el Reclamante: El Arte de Probar lo Evidente

Si sos quien carga con la secuela, tenés que entender una regla de oro: tu dolor es real, pero para un expediente, no existe hasta que se prueba. Tu palabra, tus sensaciones, valen poco y nada sin un soporte técnico que las valide. La justicia no opera con empatía, opera con evidencia. Así que tu primer trabajo es convertirte en un obsesivo archivista de tu propio perjuicio.

Lo primero es la prueba fotográfica. El celular que usás para trivialidades es ahora tu principal herramienta legal. Necesitás fotos de alta calidad de la lesión desde el día uno. Fotos de cerca, de lejos, con distintas luces, en distintos momentos. Y, si es posible, fotos de cómo eras antes. Hay que mostrarle al juez, que no te conoce, el antes y el después. El contraste es lo que impacta.

Luego, la prueba pericial médica. Este es el corazón de tu reclamo. Un médico legista o un especialista en cirugía plástica describirá la secuela con una frialdad que asusta, pero que es necesaria. Hablará de centímetros, de coloración, de textura, de retracción y de si es “permanente e indeleble”. Esa descripción objetiva es la que fundamenta la demanda. Sin un informe pericial contundente, tu reclamo es una casa sin cimientos.

Finalmente, no subestimes el impacto psicológico. Un informe de un psicólogo o psiquiatra que conecte la secuela con tu estado de ánimo, con tu cambio de hábitos, con tu nueva reticencia social, añade una capa de profundidad (y de valor) al caso. Demuestra que la herida no solo está en la piel, sino que se ha metido adentro. Es la incómoda verdad: tu sufrimiento personal no le importa a nadie, hasta que un profesional lo certifica por escrito en un lenguaje que un juez pueda citar en su fallo.

Para el Acusado: Navegando la Tormenta de la Empatía (y los Cheques)

Ahora, si estás del otro lado del mostrador, si sos quien provocó el daño o su aseguradora, tu perspectiva es radicalmente diferente. Tu primer impulso puede ser minimizarlo. “No es para tanto”, “Con el tiempo se borra”, “Hay cosas peores”. Error. Acabás de declarar la guerra. Negar la entidad del daño de la víctima solo alimenta su convicción y la del juez en su contra.

Tu estrategia no es la negación, es el control de daños. Necesitás tu propio perito, lo que se conoce como “perito de control”. Este profesional analizará los mismos elementos que el perito de la otra parte, pero con una mirada crítica. ¿La cicatriz es realmente tan visible? ¿Las fotos no estarán exageradas con la luz o el ángulo? ¿El informe psicológico no atribuye a la cicatriz problemas que ya venían de antes? Tu trabajo no es negar la existencia de la marca, es cuestionar la magnitud de sus consecuencias y, por ende, su precio.

Un punto clave es la posibilidad de reparación o mejora. Si una cirugía estética de bajo riesgo y alta probabilidad de éxito puede mejorar significativamente la secuela, y la víctima se niega a realizarla sin un motivo válido, eso puede jugar a tu favor para reducir la indemnización. Se argumenta que la víctima tiene el deber de “no agravar el daño”. Es un terreno delicado, porque a nadie se le puede obligar a entrar a un quirófano, pero es una carta que se debe jugar.

Al final, tu rol es un baile sutil entre el reconocimiento del perjuicio ajeno y la defensa de tus intereses económicos. Se trata de aceptar la realidad de la lesión, pero discutiendo su valuación con argumentos técnicos y no con descalificaciones. Es la diferencia entre una defensa inteligente y una torpeza que te puede costar muy cara.

La Sentencia: Cuando el Juez se Convierte en Crítico de Arte

Después de los peritos, las fotos y los alegatos, todo queda en manos de una persona: el juez. Y aquí es donde la ciencia jurídica se mezcla con algo parecido a la crítica de arte. No hay una tabla de Excel que diga “cicatriz de 5 cm en la mejilla de mujer de 25 años = X pesos”. El magistrado debe ponderar una serie de factores en un ejercicio de sana crítica que tiene mucho de subjetivo.

¿Qué mira un juez? Mira todo. La edad de la víctima (no es lo mismo una cicatriz a los 20 que a los 70). El sexo (aunque suene anacrónico, la jurisprudencia suele valorar más el perjuicio estético en mujeres). La profesión u ocupación (no es lo mismo para un actor que para un programador que trabaja desde casa). La ubicación y visibilidad de la secuela (una marca en la cara no se valora igual que una en la espalda). Y, por supuesto, la permanencia y la imposibilidad de una mejoría sustancial.

El juez lee los informes, mira las fotos, y en la soledad de su despacho, le pone un número al impacto que esa marca tendrá en el resto de la vida de una persona. Considera la “pérdida de chance”, que es la frustración de oportunidades futuras, ya sean laborales, sociales o afectivas. Es una tarea ingrata y compleja, un intento de traducir un dolor permanente a una suma de dinero finita.

El cheque que se firma al final del juicio no borra nada. La cicatriz sigue ahí, el recuerdo del accidente también. El dinero es apenas un bálsamo, una compensación imperfecta que ofrece el sistema para reconocer una pérdida que es, por definición, irreparable. Es el precio que la sociedad le pone a la normalidad perdida, un frío consuelo financiero para una herida que nunca termina de cerrar.