Daños por Servicios de Limpieza: La Responsabilidad Ineludible

La responsabilidad del proveedor de servicios de limpieza por daños o sustracciones es objetiva y está regulada por la ley de defensa del consumidor.
Un gato (representando al proveedor) vestido con un uniforme de limpieza, caminando tranquilamente por una mesa (la propiedad del cliente) y empujando con su cola una pila de objetos de valor (joyas, dinero) hacia el borde, a punto de caer al suelo. El gato mira hacia otro lado, indiferente. Representa: Un proveedor de servicios de limpieza del hogar causa daños a la propiedad o roba objetos de valor durante la prestación del servicio sin asumir responsabilidad alguna.

La sorprendente idea de que un contrato obliga a las partes

Parece una escena extraída de una comedia de enredos. Uno contrata un servicio de limpieza, deposita una confianza casi primitiva al abrir las puertas de su hogar y, al regresar, descubre que un objeto de valor sentimental se ha transformado en un rompecabezas de mil piezas en el suelo. O peor, que un objeto de valor económico ha decidido, por arte de magia, desmaterializarse. La respuesta del proveedor, a menudo entregada con la serenidad de quien recita el pronóstico del tiempo, es un encogimiento de hombros acompañado de un lacónico: “No nos hacemos responsables”. Un mantra empresarial que, por su repetida enunciación, algunos parecen creer que adquiere fuerza de ley.

Permítanme desvelar una verdad incómoda para estos emprendedores del deslinde: un contrato de servicios, incluso uno acordado por WhatsApp, no es una mera sugerencia. Es un acto jurídico que genera obligaciones. En el ámbito del derecho argentino, este acuerdo se encuadra como una locación de servicios o un contrato de obra, regulado por el Código Civil y Comercial de la Nación. Pero más importante aún, cuando el servicio es provisto por una empresa a un particular para su propio uso, nos sumergimos de lleno en las aguas, a veces turbulentas, de la Ley de Defensa del Consumidor (Nº 24.240). Y aquí es donde el castillo de naipes de la irresponsabilidad se derrumba.

El contrato de limpieza no solo implica una obligación de resultado —dejar el ambiente limpio—, sino que lleva implícito un deber de seguridad, consagrado en el artículo 5 de dicha ley. Este deber impone al proveedor la obligación de que el servicio se preste en condiciones tales que no presente peligro alguno para la salud o integridad física —y patrimonial— de los consumidores. Romper un jarrón no es solo un acto de torpeza; es un incumplimiento flagrante de este deber de seguridad. La sustracción de un bien, por supuesto, trasciende esta esfera para entrar en el terreno penal, pero la responsabilidad civil del proveedor permanece intacta, y de hecho, se agrava.

La premisa de que un proveedor puede unilateralmente “no hacerse responsable” es, en el mejor de los casos, una expresión de deseos; en el peor, una manifestación de ignorancia supina de las normas que rigen su propia actividad comercial. El derecho no opera sobre la base de declaraciones autocomplacientes, sino sobre un plexo normativo diseñado, precisamente, para equilibrar la asimetría inherente a la relación de consumo.

Cuando la culpa no importa: la revelación de la responsabilidad objetiva

Aquí llegamos a uno de los pilares del derecho del consumidor, un concepto que parece desafiar la lógica de bar pero que es la base de la protección: la responsabilidad objetiva. El artículo 40 de la Ley 24.240 es de una claridad meridiana. Si el daño al consumidor resulta del vicio o riesgo de la cosa o de la prestación del servicio, responderán el productor, el fabricante, el importador, el distribuidor, el proveedor, el vendedor y quien haya puesto su marca en la cosa o servicio. No hay que leer la letra chica, porque no la tiene. La norma establece una cadena de responsabilidad solidaria, donde el consumidor puede dirigir su reclamo contra cualquiera de los partícipes.

¿Qué significa “objetiva”? Significa que no es necesario para el consumidor embarcarse en la odisea procesal de probar la culpa o el dolo del proveedor o de su empleado. No necesita instalar cámaras para demostrar que el operario actuó con negligencia. Le basta con acreditar dos cosas: el daño sufrido (el objeto roto o desaparecido) y la relación de causalidad entre ese daño y el servicio prestado (que el daño ocurrió mientras el personal de limpieza estaba en su domicilio). La carga de la prueba, para eximirse, se invierte. Es el proveedor quien debería demostrar la ruptura del nexo causal: que el daño fue causado por la propia víctima, por un tercero por quien no debe responder, o por un caso fortuito o fuerza mayor. Un argumento, huelga decir, de una dificultad probatoria considerable.

Además, el Código Civil y Comercial, en su artículo 1753, establece que el principal (la empresa de limpieza) responde objetivamente por los daños que causen los que están bajo su dependencia. La excusa “fue mi empleado, no la empresa” es jurídicamente irrelevante de cara al consumidor. La empresa eligió a ese empleado, lo capacitó (o no), lo supervisó (o no) y lo envió al domicilio del cliente. Es, por tanto, garante de su accionar.

El arte de probar lo evidente: consejos para no fracasar en el intento

Si bien la ley protege al consumidor, esta protección no es un cheque en blanco. La justicia requiere hechos, no lamentos. Para el consumidor afectado, la estrategia es la documentación metódica. Antes de la llegada del servicio, un inventario rápido o unas fotos panorámicas de las habitaciones con objetos de valor a la vista no son actos de paranoia, sino de prudencia procesal. Si el daño ocurre, las fotos inmediatas del objeto roto son cruciales. Si se trata de una sustracción, la denuncia policial es un paso ineludible. La comunicación con la empresa debe ser fehaciente: un correo electrónico detallado, un mensaje de WhatsApp guardado, y si la negativa persiste, una carta documento. Este es el primer paso para preconstituir la prueba. El siguiente, es la instancia de mediación de consumo (COPREC o su equivalente provincial), un camino rápido y gratuito para intentar un acuerdo antes de la vía judicial.

Para el proveedor acusado, el consejo es menos popular pero más efectivo: asumir la realidad jurídica. La mejor defensa es la prevención. Realizar una selección rigurosa del personal, solicitar antecedentes, y, fundamentalmente, contratar un seguro de responsabilidad civil. No es un gasto, es una inversión en viabilidad comercial. Ante un reclamo, la negación sistemática y el silencio son pésimos consejeros. Investigar internamente el hecho, dar una respuesta fundada al cliente y, si la responsabilidad es evidente, ofrecer una reparación justa, puede evitar un litigio costoso donde las probabilidades de éxito son escasas y el riesgo de una condena por daño punitivo, muy alto.

Del daño material al daño moral: más allá del objeto roto

El reclamo del consumidor no se agota en el simple valor de reposición del bien dañado o sustraído. La ley contempla una reparación integral, un concepto que abarca diversas facetas del perjuicio. El daño emergente es lo más obvio: el costo de reparar o reemplazar el objeto. Su cuantificación requiere prueba, como facturas de compra, tasaciones o presupuestos de reparación. No basta con decir “el jarrón era de mi abuela y valía una fortuna”; hay que aportar elementos que permitan al juez determinar un valor económico, por más difícil que sea.

Menos frecuente pero posible es el lucro cesante, si se prueba que el objeto dañado era indispensable para una actividad lucrativa del consumidor. Pero el terreno más fértil en estos casos es, sin duda, el daño moral. Este no es un invento para “sacar más plata”. Es la indemnización por la aflicción, la angustia y la zozobra espiritual que genera el hecho. La violación de la intimidad del hogar, la sensación de inseguridad, la frustración ante la falta de respuesta del proveedor; todo ello constituye una lesión a los sentimientos que es jurídicamente resarcible. Los tribunales han reconocido consistentemente que la paz y la seguridad en el propio hogar son bienes jurídicos de alta estima, y su vulneración genera un daño moral autónomo.

Finalmente, llegamos a la figura más temida por los proveedores negligentes: el daño punitivo. Regulado en el artículo 52 bis de la Ley 24.240, es una multa civil que se impone al proveedor no para reparar un daño al consumidor, sino para sancionar una conducta particularmente grave y para disuadir su repetición en el futuro. ¿Qué constituye una conducta grave? Precisamente, el incumplimiento deliberado de las obligaciones legales o contractuales, la indiferencia ante los reclamos del consumidor, el trato indigno (art. 8 bis). La actitud de “no me hago cargo” es el ejemplo paradigmático que habilita a un juez a aplicar esta sanción, cuya suma puede ser considerable y se destina al consumidor. Es la respuesta del ordenamiento jurídico a la prepotencia y al desprecio por los derechos ajenos. Una verdad incómoda que demuestra que, a veces, la irresponsabilidad sale muy cara.