Daños en Peluquerías: Responsabilidad y Defensa del Consumidor

La responsabilidad civil de salones de belleza por daños al cliente. Análisis del deber de información, prueba del daño y las herramientas de defensa legal.
Un gato con un peinado extravagante, hecho con un cepillo de púas y mirando con sorpresa su reflejo en un espejo. El gato tiene una erupción roja y abultada en la piel. Representa: Un salón de belleza o peluquería utiliza productos que causan reacciones alérgicas o daños en el cabello de un cliente sin advertir sobre los riesgos o realizar pruebas previas.

La promesa rota: Cuando la belleza termina en el juzgado

Uno entra a una peluquería buscando una mejora, una renovación. Una promesa, tácita pero potentísima, de que va a salir de ahí sintiéndose mejor. Y la mayoría de las veces es así. Pero a veces, esa promesa se hace trizas. Y no hablo de un mal corte de pelo, que ya es un drama menor. Hablo de quemaduras en el cuero cabelludo, de reacciones alérgicas que desfiguran, de cabello que se quiebra y se cae a mechones por un producto mal aplicado o, peor, por un producto sobre el cual nadie te advirtió nada. Ahí es cuando la silla del estilista se transforma, casi sin escalas, en el banquillo de un potencial demandado.

Lo que el cliente y el profesional a veces olvidan es que, detrás del trato amable y la charla trivial, hay un contrato. No está escrito, no hay firmas, pero es un contrato de servicios en toda regla. Y como si fuera poco, es una relación de consumo. Esto lo cambia todo. Porque en el momento en que cruzamos esa puerta, se activa un paraguas legal enorme y con bastante peso: la Ley de Defensa del Consumidor. Y esta ley, en su artículo 5, impone un deber de seguridad. ¿Qué significa esto? Significa que el proveedor, en este caso el salón de belleza, debe garantizar que el servicio que presta no va a causar un daño al consumidor. Parece una obviedad, pero en los tribunales, las obviedades hay que probarlas.

Junto a este deber de seguridad, camina de la mano el deber de información, consagrado en el artículo 4 de la misma ley. El profesional tiene la obligación de informar al cliente de manera clara, detallada y veraz sobre las características del servicio y, fundamentalmente, sobre los riesgos que implica. ¿El producto contiene amoníaco? ¿Puede generar alergias? ¿Requiere una prueba de sensibilidad previa? Esa información no es un extra, no es una cortesía. Es una obligación legal. La omisión de esa información es, en sí misma, una falta que genera responsabilidad.

La realidad, claro, es que casi nadie lo hace. Uno se sienta, confía. El profesional, apurado por el siguiente turno, asume que todo va a estar bien. Es una cadena de confianza y presunciones que funciona perfectamente hasta que deja de funcionar. Y cuando se rompe, el estruendo es judicial. El cliente no solo tiene el pelo arruinado; tiene la confianza destrozada y una pila de problemas que no esperaba. De repente, esa búsqueda de belleza se convierte en la recolección de pruebas para un futuro juicio, una transición que a nadie le causa gracia. Y acá empieza mi trabajo. Porque transformar esa desazón, esa angustia y ese pelo quemado en un expediente judicial con posibilidades de éxito… eso, créame, es otro tipo de arte.

El laberinto probatorio: ¿Cómo se demuestra el desastre?

Aquí es donde la cosa se pone realmente seria. Porque en el derecho, tener razón y poder probarla son dos universos paralelos que no siempre se tocan. El cliente llega al estudio con un relato cargado de angustia, me muestra fotos en el celular, a veces trae hasta un mechón de pelo en una bolsita. Y mi primera tarea, antes de hablar de leyes y artículos, es bajar todo eso a la tierra fría y dura de la prueba. ¿Qué necesitamos para que un juez nos crea?

Primero, documentar el daño de inmediato. Las fotos son cruciales. Fotos del antes, si existen, y fotos del después, muchísimas y desde todos los ángulos. Fotos del cuero cabelludo irritado, de la caída del cabello, del desastre en su máxima expresión. Y hay que hacerlo rápido, porque el cuerpo, por suerte para la vida y por desgracia para los juicios, tiende a sanar.

Segundo, la consulta médica. No al día siguiente, no la semana que viene. El mismo día o al día siguiente. Un dermatólogo es la figura clave. Necesitamos un certificado médico que describa las lesiones (dermatitis por contacto, alopecia química, quemadura de primer grado, lo que sea) y que, idealmente, establezca un nexo causal con el tratamiento recibido. La frase mágica es “lesiones compatibles con la aplicación de producto químico X”. Sin eso, estamos construyendo sobre arena.

Tercero, la prueba del servicio. El ticket o factura es oro puro. Si no lo hay, un resumen de tarjeta de crédito, un mensaje de WhatsApp confirmando el turno, cualquier cosa que demuestre que ese día, a esa hora, el cliente estuvo en ese lugar. Los testigos también suman: la amiga que la acompañó, el familiar que la vio llegar llorando con el pelo destrozado. Todo sirve para construir el relato fáctico.

Y del otro lado, ¿qué hace el salón? Un profesional astuto intentará defenderse diciendo que la clienta tenía una sensibilidad preexistente, que el daño se lo causó ella en su casa, que no siguió las indicaciones post-tratamiento. Por eso es tan importante la consulta médica inmediata. Y aquí entra en juego una herramienta procesal fascinante: la teoría de las cargas probatorias dinámicas. En criollo, significa que quien está en mejores condiciones de probar algo, debe hacerlo. ¿Quién sabe qué producto usó, qué componentes tenía y qué protocolo siguió? El profesional. Entonces, muchos jueces, con esa “sensibilidad social” que a veces les brota, le invierten la carga de la prueba. Le dicen al salón: “demuéstreme usted que hizo todo bien, que informó del riesgo, que realizó una prueba de toque”. Si el salón no tiene un miserable consentimiento informado firmado por la clienta, o una ficha donde conste que se le advirtió del riesgo y se negó a la prueba, su situación se complica enormemente. La ausencia de prueba de su debida diligencia se convierte en una prueba en su contra. Es una belleza de construcción jurídica que, en la práctica, ha salvado más de un reclamo.

El arsenal legal: De la mediación al daño punitivo

Una vez que tenemos el caso armado con pruebas más o menos sólidas, empieza el camino. Un camino que rara vez es corto. Lo primero suele ser el reclamo directo. Una carta documento bien redactada, seria, donde se intima al salón a ofrecer una reparación por los daños causados. A veces, si del otro lado hay alguien razonable (o bien asesorado), el conflicto muere acá, con un acuerdo económico que evita males mayores para ambas partes. Pero seamos honestos, no es lo más común.

Si la carta documento es ignorada, el siguiente paso suele ser la vía administrativa. La denuncia ante Defensa del Consumidor (o el organismo que haga sus veces, como el COPREC). Es un trámite gratuito, más ágil que la justicia ordinaria. Se busca una audiencia de conciliación. ¿Ventajas? Es rápido y no tiene costo. ¿Desventajas? Las multas que pueden aplicar al comercio no van al bolsillo del consumidor, y si el proveedor no se presenta o no ofrece un acuerdo satisfactorio, la vía se agota y volvemos al punto de partida, aunque con un dictamen administrativo que puede sumar como antecedente.

Fracasado esto, entramos en la justicia de verdad. El primer escalón es la Mediación Prejudicial Obligatoria. Es una audiencia con un mediador, un abogado imparcial, donde las partes intentan llegar a un acuerdo. Es la última oportunidad de resolver el entuerto sin un juicio. Aquí ya se ven las cartas. Se negocian números. Se mide la fuerza del otro. Si hay acuerdo, se firma y tiene el mismo peso que una sentencia. Si no hay acuerdo, se cierra la etapa y queda expedita la vía judicial. El famoso “a juicio”.

Y en el juicio, ¿qué pedimos? Acá se desglosa el daño en varios rubros. Primero, el daño emergente: el costo de los médicos, los medicamentos, las cremas, los tratamientos capilares reparadores que, irónicamente, suelen ser carísimos. Todo con su debida factura, por supuesto. Segundo, el lucro cesante. Este es más difícil. Hay que probar que, debido al daño estético, la persona perdió un ingreso concreto. Una modelo, una actriz, alguien cuya imagen es su herramienta de trabajo, podría reclamarlo. Para el resto de los mortales, es una batalla cuesta arriba. Tercero, y el corazón de casi todos estos reclamos, el daño moral. Es el sufrimiento, la angustia, la vergüenza, el no querer salir de casa, el mirarse al espejo y no reconocerse. Es un daño intangible, y su cuantificación en dinero es uno de los ejercicios más discrecionales y, a veces, arbitrarios que tiene un juez. Depende de la sensibilidad del magistrado, de la contundencia de la prueba, de la pericia psicológica si la hubiera. Es el rubro que define si el juicio valió la pena.

Finalmente, está la estrella, el concepto que todos los clientes aprenden a amar: el daño punitivo. Previsto en el artículo 52 bis de la Ley de Defensa del Consumidor, es una multa civil que se le impone al proveedor no para reparar el daño a la víctima (que ya está cubierto por los otros rubros), sino para castigar una conducta especialmente grave y para disuadirlo de que vuelva a repetirla en el futuro. Es una herramienta con un fin preventivo, social. Para que proceda, no basta con el daño; tiene que haber un menosprecio grave por los derechos del consumidor, una negligencia grosera, una indiferencia total. Omitir deliberadamente la información sobre un producto agresivo, por ejemplo. Los jueces son bastante reacios a aplicarlo, o lo hacen por montos más bien simbólicos. Pero cuando lo otorgan, y por un monto considerable, las sentencias se vuelven ejemplares. Es el sistema diciéndole al mercado: “Así no”.

Consejos desde la trinchera: Estrategias para no morir en el intento

Después de tantos años en esto, una aprende a mirar más allá del Código y a entender la dinámica humana detrás de cada expediente. Y desde esa experiencia, puedo dar algunos consejos que no están en los libros. Son consejos de supervivencia, fríos, estratégicos.

Para el cliente damnificado:

Primero, sea realista. Un juicio es una maratón, no una carrera de velocidad. Va a consumir tiempo, energía y dinero, incluso si tiene justicia gratuita. El resultado nunca está garantizado al cien por ciento. Su abogado puede ser el mejor, pero no hace milagros sin pruebas. Su principal objetivo, muchas veces, debería ser alcanzar un acuerdo razonable en la mediación. Un mal arreglo es casi siempre mejor que un buen juicio.

Segundo, sea su propio escribano. Documente todo. Guarde cada ticket, cada receta, cada mensaje. Escriba una cronología de los hechos mientras los tiene frescos en la memoria. El día de mañana, ese simple papel será el guion de su demanda y su principal ayuda memoria cuando tenga que declarar.

Tercero, no magnifique el daño. La tentación de exagerar para obtener más dinero es grande, pero es un error fatal. Un perito médico o psicológico se da cuenta enseguida, y un juez que percibe que le están mintiendo puede volverse en su contra en todos los rubros, incluso en los que sí tiene razón. La credibilidad es un capital que, una vez perdido, no se recupera.

Para el dueño del salón de belleza:

Primero, la prevención es el mejor negocio. Implementar protocolos no es burocracia, es un seguro anti-juicios. Un pequeño formulario de una carilla que el cliente completa en su primera visita, donde declara si tiene alergias o condiciones preexistentes. Una ficha donde se anota cada servicio, cada producto y, fundamentalmente, donde queda constancia de que se le ofreció al cliente una prueba de toque para un químico nuevo y este la aceptó o la rechazó. Ese simple papel, firmado, puede valer decenas de miles, o cientos de miles de pesos en un futuro.

Segundo, contrate un buen seguro de responsabilidad civil profesional. Es un costo fijo que le puede salvar el negocio. Asegúrese de que la póliza cubra este tipo de siniestros y de conocer los límites de la cobertura. Confiar en que “a mí nunca me va a pasar” es la receta perfecta para el desastre.

Tercero, cuando llegue el reclamo, no esconda la cabeza. Ignorar una carta documento es lo peor que puede hacer. Se interpreta como desinterés y mala fe, y predispone mal a cualquiera que tenga que decidir el caso después. Asesórese de inmediato. A veces, una llamada a tiempo, una oferta de hacerse cargo de los gastos médicos o de un tratamiento reparador, puede desactivar una bomba que, si explota en un tribunal, le va a costar infinitamente más caro, no solo en dinero, sino en reputación.

Al final del día, esto se reduce a una tensión entre la confianza y la negligencia. El sistema legal intenta ponerle reglas a esa tensión. La ley, en su texto, es protectora, casi paternalista con el consumidor. Pero llevar esa protección del papel a la realidad de una indemnización depositada en una cuenta bancaria es un viaje largo y sinuoso. Un viaje por el auto judicial, los peritos que se demoran, las audiencias que se suspenden, y la paciencia que, como el cabello dañado, a veces también se quiebra en el camino.