Venta Engañosa de Seguros Vinculados a Préstamos

La vinculación obligatoria de seguros a productos de crédito constituye una práctica comercial que puede vulnerar los derechos del consumidor financiero.
Un gran globo inflado con la forma de un cerdito (que representa el préstamo), siendo pinchado por un alfiler diminuto (el seguro), que esconde una aguja hipodérmica gigante. Representa: Venta engañosa de seguros vinculados a préstamos

El Descubrimiento del Siglo: El Seguro que Nadie Pidió

Uno se acerca a una entidad financiera con la noble intención de endeudarse por un auto, o quizás por las próximas tres décadas para comprar una propiedad. Se atraviesa el laberinto de papeles, se sonríe con paciencia al oficial de crédito y, finalmente, se obtiene el ansiado préstamo. Meses después, revisando el resumen de cuenta con la misma alegría con que se revisa una multa de tránsito, aparece un débito misterioso. Un cargo por un seguro. Un seguro de vida, de incendio, de desempleo, o alguna otra creativa cobertura que uno no recuerda haber solicitado con particular entusiasmo. Es el momento de la epifanía, la revelación que sacude los cimientos de nuestra confianza en el sistema: nos han vendido algo que no pedimos, como guarnición ineludible del plato principal.

A esta maravilla de la ingeniería comercial se la conoce como ‘venta atada’. Es un concepto de una simpleza conmovedora. Para obtener el producto A (el préstamo que uno necesita), es condición indispensable adquirir el producto B (el seguro que el banco quiere vender). Parece mentira que, en pleno siglo XXI, todavía debamos explicar que obligar a alguien a comprar algo que no quiere, para poder acceder a algo que sí necesita, es, como mínimo, una práctica éticamente cuestionable. Pero el mercado tiene su propia moral, una que se imprime en la letra chica de contratos de veinte páginas que nadie, en su sano juicio, lee con detenimiento.

La lógica detrás de esta operatoria es, desde la perspectiva de la entidad, impecable. Se genera un ecosistema financiero perfecto, un circuito cerrado donde el dinero fluye armoniosamente de vuelta a sus arcas. No solo se gana con los intereses del préstamo, sino también con la jugosa comisión del seguro, que casualmente es ofrecido por una compañía ‘amiga’ o, directamente, parte del mismo grupo económico. Un verdadero prodigio de sinergia empresarial. El consumidor, por su parte, queda atrapado en una póliza que suele ser más cara que las opciones de mercado, pero se entera tarde, cuando ya puso la firma y la operación está en marcha. Es el precio de la conveniencia, o más bien, de la conveniencia impuesta.

La Incómoda Verdad de la Normativa Vigente

Lo más fascinante de este panorama es que no estamos hablando de un vacío legal o de un territorio sin ley. Todo lo contrario. Existe un andamiaje normativo diseñado, en teoría, para proteger al eslabón más débil de la cadena: el consumidor. La Ley de Defensa del Consumidor, ese texto a veces ignorado con olímpico desdén, es bastante clara al respecto. Prohíbe de forma explícita subordinar la adquisición de un producto a la compra de otro. Una idea tan revolucionaria que tuvo que ser escrita en una ley: no se puede forzar una venta. Parece obvio, pero la obviedad es, a menudo, la primera víctima de la práctica comercial.

Pero hay más. La propia autoridad de contralor del sistema financiero, el regulador monetario, ha emitido comunicaciones y normativas específicas sobre este punto. Estas reglas establecen algo que debería ser de sentido común: si bien el banco (el acreedor) tiene todo el derecho de exigir que el bien que garantiza el préstamo —sea un auto o una casa— esté asegurado, y que la vida del deudor también lo esté, no tiene el derecho de imponer la compañía aseguradora. Se trata de una distinción sutil pero fundamental. Una cosa es exigir una garantía de cobertura, y otra muy distinta es monopolizar la provisión de esa cobertura. La normativa consagra, entonces, un derecho que muchos desconocen poseer: la libertad de elección.

El ‘Derecho a Elegir’: Un Privilegio, No una Molestia

Este ‘derecho a elegir’ es el verdadero corazón del asunto. El deudor tiene la potestad de buscar en el mercado una compañía de seguros de su preferencia, solicitar una cotización y presentar esa póliza alternativa al banco. Siempre y cuando esa póliza cumpla con los requisitos mínimos de cobertura que la entidad financiera exige —y que debe informar de manera clara y transparente—, el banco está obligado a aceptarla. Así de simple. Así de frecuentemente ignorado.

¿Por qué, entonces, casi nadie ejerce este derecho? La respuesta yace en la brillante estrategia de la desinformación. El proceso se presenta como un camino burocrático, lento y lleno de obstáculos. Se le dice al cliente que ‘para simplificar’ o ‘para acelerar el trámite’, lo mejor es tomar el seguro que el banco ofrece. Se omiten los detalles, se entierran las alternativas bajo una pila de papeles y se apela al cansancio del solicitante. Qué engorroso, ¿verdad? Tener que dedicar tiempo a comparar precios y coberturas para elegir lo que más le conviene a uno. Mucho más sencillo y rápido es aceptar, con una sonrisa de resignación, la primera y única oferta que nos ponen sobre la mesa. El sistema no prohíbe elegir; simplemente, lo hace parecer un privilegio inalcanzable, una molestia innecesaria. El consentimiento, en estas condiciones, no es más que una formalidad viciada, una firma obtenida gracias a una cuidadosa omisión de información crucial.

Estrategias de Supervivencia en la Jungla Financiera

Navegar estas aguas turbulentas requiere de algo más que buenas intenciones. Exige una dosis de pragmatismo y una metódica preparación. Para el consumidor, el ‘acusador’ en esta obra, la estrategia se basa en tres pilares de una solidez granítica.

Primero, la documentación. Hay que convertirse en un archivista obsesivo. Cada papel, cada correo electrónico, cada folleto publicitario es una pieza de evidencia. El contrato del préstamo, la póliza del seguro impuesto, los resúmenes de cuenta donde figura el débito, todo debe ser guardado como si fuera el mapa de un tesoro. En el mundo legal, lo que no está escrito, simplemente no existe. Segundo, la comunicación formal. Las llamadas telefónicas son evanescentes. Las promesas verbales se las lleva el viento. Es imperativo formalizar el reclamo por un medio que deje constancia fehaciente, como una carta documento. Un texto claro, exponiendo los hechos y citando el derecho a elegir, tiene un peso que ninguna conversación puede igualar. Tercero, y fundamental, no asumir la propia ignorancia como una debilidad. El consumidor no tiene por qué ser un experto en finanzas ni en derecho. La obligación de informar de manera clara, precisa y detallada recae sobre el proveedor. El famoso argumento de ‘pero usted firmó’ pierde toda su fuerza cuando esa firma se obtuvo en base a información incompleta o engañosa.

Para la entidad financiera, la ‘acusada’, la mejor defensa, irónicamente, es un buen ataque de transparencia. Se podrían considerar algunas ideas revolucionarias. Por ejemplo, la prevención mediante la claridad: informar activamente al cliente sobre su derecho a elegir otra aseguradora, por escrito y en un lenguaje comprensible. Podría, incluso, salvarles dinero en futuros litigios. Otra idea audaz sería revisar los procesos comerciales internos. Analizar si la estructura de comisiones de los empleados no está, de hecho, incentivando estas prácticas de venta atada. A veces, el problema no es un par de agentes descarriados, sino una política institucional no escrita. Finalmente, la negociación inteligente. Cuando llega un reclamo bien fundamentado, desatar una batalla legal no siempre es la jugada más astuta. Reconocer el ‘malentendido’, cancelar la póliza no deseada y permitir al cliente presentar una alternativa puede ser una muestra de eficiencia y una forma elegante de limitar los daños. Sin embargo, esto requiere una visión a largo plazo que a menudo choca con la burocracia trimestral. Al final del día, el sistema prospera en estas zonas grises, y entender las reglas del juego es el primer paso para no convertirse en una víctima de ellas.