Tania Bruguera: Arte, performance y detención por un micrófono

El arte de colocar un micrófono
Hay ideas que, por su simpleza, rozan la genialidad o la ingenuidad más absoluta. A fines de 2014, la artista Tania Bruguera tuvo una de esas ideas: llevar un micrófono y un pequeño podio a la emblemática Plaza de la Revolución de La Habana y ofrecerle a quien quisiera un minuto de tiempo para decir lo que se le antojara. Un minuto. Sesenta segundos de libertad de expresión sin filtro en el corazón simbólico del poder. La performance, titulada ‘El susurro de Tatlin #6’, estaba programada para el 30 de diciembre, en un clima de supuesta distensión tras el anuncio del restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos.
Uno podría pensar que un micrófono abierto es un gesto inofensivo, casi un juego. Sin embargo, el aparato estatal no lo vio así. Antes de que un solo ciudadano pudiera acercarse al micrófono, antes siquiera de que el podio tocara el suelo de la plaza, Bruguera fue detenida. No solo ella; también un número considerable de activistas, periodistas y ciudadanos que pensaban participar o cubrir el evento corrieron la misma suerte. El cargo, predecible hasta el aburrimiento, fue algo en la línea de ‘incitación al desorden público’. De pronto, un objeto de arte conceptual se transformaba en una amenaza a la seguridad nacional. Una revelación, cuanto menos, eficiente.
Un minuto de anarquía (o de realidad)
Para entender la lógica detrás de esta acción, hay que familiarizarse con el concepto de ‘Arte Útil’ o ‘Arte de Conducta’ que Bruguera profesa. Para ella, el arte no es un cuadro colgado en una pared ni una escultura en un pedestal. No es un objeto para ser contemplado pasivamente. Es una herramienta. Un dispositivo social que se inserta en la realidad para alterarla, para provocar una reacción, para exponer los mecanismos que operan bajo la superficie de lo cotidiano. El arte debe tener una aplicación práctica, debe funcionar, incluso si su función es simplemente demostrar cómo funciona el poder.
‘El susurro de Tatlin #6’ ya tenía un antecedente. Se había realizado en 2009 durante la Bienal de La Habana, en el Centro de Arte Wifredo Lam. En aquel entorno controlado, la obra funcionó como una catarsis supervisada. Pero llevarla a la calle, a un espacio cargado de una historia política monumental, era cambiar las reglas del juego. Era sacar el arte del laboratorio y probarlo en el mundo real, con consecuencias reales. Bruguera no estaba creando una metáfora de la censura; estaba construyendo una máquina para que la censura se manifestara en toda su gloria burocrática.
La performance que no fue, pero que fue
Y aquí reside la verdad más incómoda y, a la vez, más obvia de todo el asunto: la detención de Bruguera no fue el fracaso de la performance. Fue su culminación. Su éxito más rotundo. El verdadero material de la obra no era la voz de los ciudadanos, sino el silencio impuesto por la fuerza. La pieza artística no era el minuto de libertad, sino el complejo operativo de seguridad desplegado para impedir ese minuto. El Estado, con su despliegue de poder, sus autos policiales y sus detenciones preventivas, se convirtió en el actor principal de la obra de Bruguera. Sin saberlo, o sabiéndolo demasiado bien, interpretó el papel que el guion de la artista le había reservado.
El gobierno cubano, en su afán por demostrar control, terminó por ofrecer la evidencia más contundente de la tesis de la artista. Gastó una pila de recursos y capital político para detener a una mujer con un micrófono, validando cada una de las premisas implícitas en la propuesta. La obra no necesitaba ocurrir; su prohibición era el verdadero espectáculo. El ‘Arte Útil’ demostró su utilidad: sirvió para que el sistema se retratara a sí mismo con una claridad que ningún discurso podría haber logrado.
El eco de una torre que nunca existió
El título de la obra es, en sí mismo, una lección de historia y una ironía de altísimo calibre. Hace referencia al ‘Monumento a la Tercera Internacional’ de Vladimir Tatlin, un proyecto faraónico de 1919 para la recién nacida Unión Soviética. Iba a ser una torre de hierro, vidrio y acero, más alta que la Torre Eiffel, un símbolo radiante de la utopía comunista. Por supuesto, nunca se construyó. Quedó como el boceto de un futuro que jamás llegó.
Bruguera toma ese sueño monumental y fallido y lo contrapone con su gesto mínimo: un susurro. Un susurro en una plaza diseñada para discursos estruendosos. La grandilocuencia de la utopía revolucionaria de Tatlin frente a la realidad de un minuto de libertad individual que resulta intolerable. La torre que aspiraba al cielo frente al micrófono que apenas se levanta del suelo. La ironía es demoledora. La obra no solo dialoga con su presente político inmediato, sino con el fantasma de las utopías del siglo XX.
Al final, el susurro que fue acallado se convirtió en un grito que dio la vuelta al mundo. Las autoridades, en su intento por borrar la obra, la inscribieron en la historia. Demostraron, con una eficacia que Bruguera solo podría haber soñado, que el espacio para la disidencia era inexistente. Y así, la performance se completó. No como un evento en una plaza, sino como un hecho político cuya onda expansiva demostró que, a veces, el arte más poderoso no es el que se ve, sino el que se prohíbe.












