Restaurantes y Alimentos en Mal Estado: La Responsabilidad Legal

La Obligación de Seguridad: Un Concepto Curiosamente Olvidado
Parece una revelación casi esotérica, pero todo proveedor de bienes o servicios tiene un deber primordial, una suerte de mandato cósmico consagrado en nuestra legislación terrenal: la obligación de seguridad. El artículo 5 de la Ley de Defensa del Consumidor (N° 24.240) y los principios generales del Código Civil y Comercial de la Nación son meridianamente claros: los productos y servicios deben ser suministrados en condiciones tales que, utilizados en forma previsible o normal, no presenten peligro alguno para la salud o integridad física de los consumidores. Resulta fascinante observar cómo algunos emprendedores gastronómicos parecen interpretar este pilar del derecho como una sugerencia decorativa, similar a la elección del color de las servilletas.
Servir un plato de comida o una bebida no es un mero acto de intercambio comercial. Es la celebración de un contrato tácito de confianza. El comensal, al sentarse a la mesa, no está simplemente comprando calorías; está depositando su bienestar físico en manos del establecimiento. Delega el control sobre la procedencia, manipulación y cocción de lo que va a ingerir. Cuando esa confianza se ve traicionada por un producto defectuoso —en este caso, un alimento en mal estado— no estamos ante un simple «mal rato» o un error de cocina. Estamos frente a la ruptura de la obligación de seguridad, el incumplimiento más grave en la relación de consumo. La ley no pide heroísmo, simplemente exige profesionalidad. Exige que el proveedor conozca y aplique las normas que rigen su actividad, como las contenidas en el Código Alimentario Argentino. Ignorarlas no es una excusa; es la confesión de una negligencia que tiene consecuencias jurídicas y, lo que es más importante, humanas.
La idea de que un alimento pueda causar un daño a la salud es, por definición, la antítesis de su propósito. El producto es intrínsecamente riesgoso o vicioso. El sistema legal no se pierde en sutilezas sobre si el chef tuvo un mal día o si el gerente intentó ahorrar unos pesos estirando la vida útil de un perecedero. La perspectiva es mucho más pragmática: se proveyó un producto que, en lugar de nutrir, enfermó. A partir de esa premisa, se despliega todo el aparato protectorio del derecho del consumidor.
El Nexo Causal: Demostrando lo Evidente
Para que la maquinaria legal se ponga en marcha, el consumidor afectado debe demostrar tres elementos que, en conjunto, forman una cadena lógica irrefutable: el daño sufrido (la intoxicación, la gastroenteritis, etc.), el defecto del producto (el alimento en mal estado) y el nexo de causalidad entre ambos (que fue precisamente ese alimento el que causó ese daño). Suena a una tarea titánica, digna de un detective forense. Y, a veces, los establecimientos demandados apuestan a que lo sea.
Sin embargo, la justicia suele tener una apreciación más sensata de la realidad. La prueba no requiere una certeza absoluta de laboratorio en cada caso. El nexo causal puede acreditarse por presunciones graves, precisas y concordantes. ¿Qué significa esto en criollo? Que si una persona cena en un lugar, consume un plato específico, y a las pocas horas presenta un cuadro clínico compatible con una intoxicación alimentaria, documentado por un certificado médico, la conexión es más que plausible. Si, además, otros comensales que consumieron lo mismo padecieron síntomas similares, la evidencia se vuelve abrumadora. El ticket o factura es la partida de nacimiento del reclamo, el documento que acredita la relación de consumo. Los testimonios de acompañantes, los mensajes de texto quejándose del malestar, todo suma a la pila de indicios. Afortunadamente, los tribunales suelen aplicar la teoría de las cargas probatorias dinámicas. Este principio, de una lógica aplastante, sostiene que quien está en mejores condiciones de probar un hecho, debe hacerlo. ¿Quién mejor que un restaurante para demostrar la trazabilidad de sus insumos, sus registros de control de plagas, la temperatura de sus heladeras o la capacitación de su personal? El silencio o la incapacidad del proveedor para aportar esta prueba de su propia diligencia juega, inevitablemente, en su contra. No se le pide al consumidor que instale un laboratorio en su casa; se le pide al profesional que demuestre que actuó como tal.
La Responsabilidad Objetiva: Cuando la Culpa No Importa
Aquí llegamos a una de las «verdades incómodas» más elegantes del derecho del consumidor, consagrada en el artículo 40 de la Ley 24.240. Se trata de la responsabilidad objetiva y solidaria de toda la cadena de comercialización. Para el consumidor damnificado, esto significa que no necesita probar la culpa o el dolo del restaurante. No es su problema si la culpa fue del cocinero, del gerente de compras que eligió un mal proveedor, o del propio proveedor que entregó mercadería en mal estado. La ley establece una garantía colectiva. El consumidor puede dirigir su reclamo contra el restaurante, el productor del insumo, el distribuidor, o contra todos ellos juntos. Todos son solidariamente responsables frente a la víctima.
La única forma en que un proveedor puede liberarse de esta responsabilidad es demostrando que la causa del daño le fue ajena: la culpa de la propia víctima (que, por ejemplo, dejó la comida en el auto al sol durante horas antes de consumirla) o el hecho de un tercero por el cual no debe responder. En el contexto de un alimento servido y consumido en el local, estas defensas son, por decir lo menos, de una dificultad probatoria extrema. El argumento de «no fue mi intención» es jurídicamente irrelevante. La ley no juzga intenciones, juzga resultados. Y el resultado, en este caso, fue un daño a la salud del consumidor. Este sistema de responsabilidad objetiva no es un capricho; es el reconocimiento de la asimetría de poder y conocimiento en la relación de consumo. Es una herramienta diseñada para reequilibrar la balanza, poniendo el foco en la protección de la parte más vulnerable.
Del Resarcimiento y el Daño Punitivo: Más Allá del Mal Rato
Una vez establecida la responsabilidad, la siguiente pregunta es: ¿qué se puede reclamar? La respuesta es una reparación integral del perjuicio. Esto se desglosa en varios rubros. Primero, el daño emergente: todos los gastos directos ocasionados por el hecho, como consultas médicas, medicamentos, estudios clínicos, transporte. Si el afectado tuvo que faltar al trabajo, también corresponde el lucro cesante, es decir, los salarios o ingresos que dejó de percibir. Luego, y de vital importancia, está el daño moral. Este no es un concepto abstracto. Es la compensación por el sufrimiento, la angustia, el dolor físico y la zozobra de sentirse enfermo y vulnerado por la negligencia de otro. No se trata del «precio del dolor», sino de una satisfacción sustitutiva y un reconocimiento a la entidad del padecimiento.
Pero la historia no termina ahí. Nuestra legislación contempla una figura formidable para casos de grave indiferencia hacia los derechos del consumidor: el daño punitivo. El artículo 52 bis de la LDC permite al juez aplicar una multa civil al proveedor que puede llegar a sumas considerables. Su finalidad no es enriquecer a la víctima, sino sancionar una conducta particularmente reprochable y disuadir al infractor y a otros de repetir la misma falta en el futuro. Servir comida en mal estado, omitiendo controles básicos de higiene y seguridad, es el ejemplo de manual para la aplicación de esta multa. Es la respuesta del sistema legal a un comportamiento que no solo daña a un individuo, sino que pone en riesgo la salud pública. Así, un consejo para el consumidor afectado sería documentar absolutamente todo con una rigurosidad obsesiva. Para el establecimiento, una reflexión más profunda: quizás, invertir en mantener la cadena de frío y en la calidad de los insumos sea, a largo plazo, una estrategia financiera infinitamente más inteligente que costear los gastos de un litigio y una potencial condena por daños punitivos. Una verdad tan obvia que resulta sorprendente tener que explicarla.