Reparaciones Defectuosas: Derechos y Obligaciones del Proveedor

El Contrato Verbal y su Sorprendente Validez
Parece una revelación mística, pero el acuerdo de palabra para que un técnico venga a casa a reparar una pérdida de agua es, a los ojos de la ley, un contrato. No requiere de papeles sellados ni firmas ante escribano. La Ley de Defensa del Consumidor y el Código Civil y Comercial de la Nación son bastante claros al respecto: el consentimiento, manifestado incluso por medios informales como un intercambio de mensajes de WhatsApp, da nacimiento a un vínculo jurídico con consecuencias muy reales. En este tipo de contratación de servicios, rige lo que en la doctrina se conoce como una obligación de resultado. Esto significa que el proveedor no se compromete a hacer su mejor esfuerzo o a intentarlo con buena voluntad; se compromete a entregar un resultado concreto y eficaz. El caño debe dejar de perder. El circuito eléctrico debe funcionar. No hay espacio para la interpretación poética.
La conmovedora fe en la palabra dada, tan arraigada en las transacciones cotidianas, tiene un correlato legal implacable. Cuando el trabajo es deficiente, no estamos ante un simple infortunio, sino ante un incumplimiento contractual. El proveedor que deja una instalación peor que antes o cuya “solución” dura menos que un suspiro, no ha cumplido con su parte del trato. No importa si cobró barato, si tenía buenas intenciones o si el día estaba nublado. La obligación era de resultado, y el resultado no se obtuvo. Este es el punto de partida de cualquier reclamo. La ley no protege la impericia. Por el contrario, presume que quien ofrece un servicio profesional posee los conocimientos, herramientas y diligencia necesarios para ejecutarlo correctamente. Sostener lo contrario sería habilitar el noble arte de la improvisación a costa del patrimonio ajeno, una práctica que, curiosamente, los tribunales no suelen apreciar.
Es fundamental comprender que el presupuesto entregado, aunque sea un papel informal, es una pieza clave. El artículo 21 de la ley 24.240 establece los requisitos que debe contener y lo vuelve vinculante. Si el técnico presupuestó la reparación de una canilla y, en el proceso, inunda la cocina por negligencia, ha excedido los términos de su obligación y ha generado un nuevo daño por el cual debe responder. La informalidad del sector no es un escudo contra la responsabilidad, sino, muy a menudo, la soga con la que el proveedor negligente termina ahorcándose.
La “Garantía Implícita”: Un Concepto Incómodo para el Improvisado
Aquí yace una de las verdades más inconvenientes para quienes ejercen oficios con más audacia que preparación: toda reparación tiene garantía legal. No es opcional, no es un “extra” que el cliente deba negociar. Está ahí, impuesta por el artículo 23 de la Ley de Defensa del Consumidor. Salvo que se pacte un plazo mayor, la ley establece un mínimo de tres meses de garantía sobre cualquier reparación. Durante ese período, el prestador está obligado a corregir cualquier deficiencia relacionada con el trabajo realizado, sin costo alguno para el consumidor. Esto incluye no solo los materiales, si los proveyó, sino fundamentalmente su mano de obra.
Esta garantía opera de pleno derecho. Es decir, no necesita estar escrita en la factura (si es que se entregó una) ni ser mencionada verbalmente. Es una consecuencia directa de la ley. Cuando un consumidor llama al plomero a la semana de la reparación porque el problema resurgió, no está pidiendo un favor, está ejerciendo un derecho. La respuesta evasiva, el pedido de un nuevo pago o la sugerencia de que “eso ya es otra cosa” son, en la mayoría de los casos, posturas indefendibles en una instancia de mediación o judicial. La carga de la prueba sobre la ajenidad del nuevo desperfecto con el trabajo original recae, por principio, sobre quien tiene la idoneidad técnica: el proveedor. Es él quien debe demostrar, de forma convincente, que la nueva falla no tiene relación alguna con su intervención previa. Una tarea, por cierto, bastante compleja cuando la lógica y los hechos apuntan en dirección contraria.
El Daño Punitivo y Otros Fantasmas Procesales
Cuando la conducta del proveedor trasciende la mera impericia y se adentra en el terreno del desinterés absoluto o el abuso, la ley contempla herramientas más severas. Una de ellas es la figura del daño punitivo, establecida en el artículo 52 bis de la ley 24.240. No se trata de una indemnización para reparar un perjuicio material concreto, sino de una multa civil. Su objetivo es castigar al proveedor por una inconducta grave y, a la vez, disuadirlo a él y a otros de repetir ese comportamiento en el futuro. ¿Cuándo aplica? Cuando el proveedor, por ejemplo, ignora sistemáticamente los reclamos, se niega a cumplir la garantía, o causa un daño adicional y se desentiende con total desprecio por los derechos del consumidor.
No es un cheque en blanco. Su procedencia es de carácter restrictivo y debe ser evaluada por un juez. Sin embargo, su sola existencia debería ser un llamado a la reflexión para aquel proveedor que cree que “no contestar el teléfono” es una estrategia procesal válida. Además de esta multa, el consumidor tiene derecho a reclamar por los daños efectivamente sufridos. Esto incluye el daño emergente —el costo de contratar a otro profesional para que arregle el desastre, el valor de los materiales arruinados, la pintura del techo que se manchó por la filtración mal reparada— y, en ciertos casos, el lucro cesante, si el desperfecto impidió al consumidor desarrollar su actividad económica. La suma de estos conceptos puede transformar una reparación menor en una deuda considerable, un detalle que a menudo se pasa por alto en el fervor inicial del “lo arreglo por dos pesos”.
Estrategias de Supervivencia: Guía para Damnificados y Proveedores
Para el consumidor damnificado, la estrategia se resume en una palabra: documentar. La memoria es frágil y la justicia se basa en pruebas. Hay que sacar fotos del problema antes, durante y después de la fallida intervención. Se deben guardar todas las conversaciones, audios y presupuestos, por más informales que parezcan. El siguiente paso es la intimación fehaciente. Una carta documento, redactada con precisión, que detalle el incumplimiento y otorgue un plazo para subsanarlo bajo apercibimiento de iniciar acciones legales, tiene un peso psicológico y jurídico inmenso. No es una simple queja, es el primer acto formal del proceso. Si no hay respuesta, el camino es la mediación prejudicial obligatoria (o el sistema administrativo de Defensa del Consumidor, según la jurisdicción), donde un tercero imparcial intentará acercar a las partes. Es un camino que requiere paciencia, pero que se transita con mucha más solidez cuando el reclamo está respaldado por evidencia concreta.
Para el proveedor, la mejor defensa no es la negación, sino la profesionalidad. Un presupuesto escrito, claro y detallado (conforme al Art. 21 de la ley) no es burocracia, es un seguro. Delimita el alcance del trabajo y protege contra reclamos por problemas preexistentes o ajenos a la intervención. Tomar fotos del estado inicial de la zona de trabajo es otra práctica elemental de autoprotección. Entregar una factura o recibo no es solo una obligación fiscal, es la prueba de la existencia y las condiciones del servicio prestado. Y ante un reclamo, la peor estrategia es el silencio. Responder de manera formal, ofrecer una revisión, explicar técnicamente la postura propia, es siempre preferible a desaparecer. Ignorar el problema no lo soluciona; simplemente pospone la discusión para un ámbito —la mediación o un tribunal— donde la falta de colaboración inicial jugará decididamente en su contra. La diligencia y la buena fe no son virtudes morales opcionales; son deberes legales cuyo incumplimiento tiene un precio.