Renovación Automática de Suscripción: Derechos del Consumidor

La renovación automática de servicios y la dificultad para cancelar constituyen una práctica abusiva que vulnera los derechos fundamentales del consumidor.
Un pulpo con tentáculos que se aferran a una billetera, sacando billetes sin parar. Representa: Un servicio de streaming renueva automáticamente una suscripción sin el consentimiento expreso del usuario dificultando la cancelación y generando cargos recurrentes no deseados en la tarjeta.

La Arquitectura de la Inercia: Un Contrato de Adhesión

Resulta fascinante la coreografía corporativa que presenta la renovación automática de una suscripción como un beneficio para el usuario. Se nos vende la idea de una «continuidad sin interrupciones», una comodidad que nos libera de la tediosa tarea de decidir, mes a mes, si un servicio aún nos aporta valor. Sin embargo, detrás de esta fachada de conveniencia se esconde una de las estructuras más eficientes para la extracción de rentas pasivas: la inercia del consumidor. La premisa de que esta renovación ocurre «sin consentimiento» es, en un sentido estrictamente formal, imprecisa. El consentimiento se otorgó, por supuesto. Se encuentra sepultado, como una reliquia arqueológica, en la cláusula 17.b.iii de unos términos y condiciones que nadie ha leído, ni leerá jamás, y que fue aceptada con un clic apresurado para poder ver el final de temporada de esa serie de la que todos hablan. Este es el corazón del asunto: el llamado «contrato de adhesión».

No estamos ante una negociación entre iguales, como la que podría tener lugar en la compra de un auto usado. Aquí, una de las partes redacta la totalidad del acuerdo y la otra, el consumidor, solo tiene dos opciones: aceptar todo o no acceder al servicio. El ordenamiento jurídico, afortunadamente, no es ingenuo. Reconoce esta asimetría de poder y, por ello, interpreta estos contratos con un criterio particular. El Código Civil y Comercial de la Nación es explícito al respecto: las cláusulas ambiguas se interpretan en contra del predisponente, es decir, de la empresa que las redactó. Más aún, aquellas cláusulas que desnaturalizan las obligaciones del consumidor o amplían los derechos del proveedor de forma sorpresiva o desproporcionada se tienen por no escritas. Es una revelación obvia pero necesaria: ese consentimiento inicial, obtenido en condiciones de manifiesta desigualdad informativa, es legalmente débil y no constituye un cheque en blanco para cargos perpetuos.

La estrategia no es ilegal en su concepción inicial —la renovación automática puede ser lícita— sino en su ejecución. Se apela a un diseño de experiencia de usuario (UX) deliberadamente sesgado. El proceso de alta es un tobogán: fluido, intuitivo, lleno de refuerzos positivos. El proceso de baja, en cambio, es una carrera de obstáculos diseñada por un sádico. Menús ocultos, preguntas capciosas, confirmaciones múltiples y, como broche de oro, la obligación de llamar a un número de teléfono que nadie atiende. Esta arquitectura no es casual; es una decisión de negocio. Una decisión que monetiza la frustración y que se apoya en la suposición de que el costo de cancelar (en tiempo y salud mental) será mayor que el pequeño cargo mensual que se desliza, casi invisible, en el resumen de la tarjeta.

El Laberinto de la Baja: Violaciones a la Normativa Vigente

La Ley de Defensa del Consumidor (N° 24.240) y sus normativas complementarias son elocuentes, aunque parezca que algunas empresas necesiten un curso intensivo de lectoescritura. El principio fundamental es que la rescisión de un contrato debe poder realizarse por el mismo medio por el que se contrató el servicio. Si me suscribí con tres clics desde mi sillón a las dos de la mañana, debo poder darme de baja con tres clics desde el mismo sillón a cualquier hora. Esto no es una sugerencia de buenas prácticas, es una obligación legal explícita, reforzada por resoluciones que datan de hace casi dos décadas y que culminaron con la reciente implementación del «botón de baja» visible y accesible en las páginas web y aplicaciones. Ignorar esto no es un descuido, es una contravención.

La dificultad para cancelar es, en sí misma, una práctica abusiva y una violación al trato digno que consagra el artículo 8 bis de la ley. Someter al consumidor a un peregrinaje digital, a laberintos de clics y a esperas telefónicas interminables, es una forma de coacción. La empresa, en los hechos, le está diciendo al cliente: «Tu derecho a irte existe en teoría, pero en la práctica, te costará tanto que preferirás seguir pagando». Esto choca de frente con el espíritu y la letra de la ley. Cualquier cláusula que imponga al consumidor requisitos excesivos o que dificulte la rescisión es nula de pleno derecho. Es decir, legalmente inexistente. No importa que figure en el contrato que uno «aceptó». La ley está por encima de cualquier acuerdo privado, especialmente cuando ese acuerdo es, en realidad, una imposición.

Consentimiento Tácito vs. Deber de Información: Una Tensión Calculada

Aquí yace otra de las verdades incómodas del modelo de negocio. Las empresas se escudan en un supuesto «consentimiento tácito» para cada renovación. Argumentan que, si el usuario no cancela, es porque desea continuar. Es una lógica perversa que invierte la carga de la prueba y la responsabilidad. El consentimiento, para ser válido, debe ser informado. Y el deber de información (Art. 4, LDC) no se agota con un texto kilométrico al momento de la suscripción. Es un deber continuado. La empresa tiene la obligación de notificar al usuario, de manera fehaciente y con antelación razonable, que su suscripción está por renovarse y que se procederá a un nuevo cargo. Este aviso debe incluir el monto exacto y la fecha del débito, y debe recordar, una vez más, el procedimiento sencillo para cancelar.

La ausencia de esta notificación clara y previa vicia cualquier renovación posterior. Pretender que el consumidor mantenga un registro mental de las fechas de vencimiento de cada uno de los servicios a los que está suscripto es, sencillamente, absurdo. Es una carga desproporcionada que la ley no ampara. La información debe ser cierta, clara y detallada. Un cargo recurrente que aparece sorpresivamente en el resumen de la tarjeta no cumple con ninguno de estos requisitos. Es una emboscada financiera. La jurisprudencia ha sido consistente en este punto, castigando a las empresas que hacen de la opacidad su principal herramienta de retención de clientes. La buena fe contractual, un pilar de nuestro sistema legal, exige transparencia y lealtad, dos virtudes que parecen estar ausentes en estos modelos de negocio.

Estrategias Procesales: Guía de Supervivencia para Proveedores y Consumidores

Para las empresas que han hecho de estas prácticas un arte, un consejo no solicitado: regularizar su situación no es solo una cuestión de ética, sino de matemática pura. El costo de una sanción por daño punitivo, figura contemplada en el artículo 52 bis de la Ley 24.240, puede superar con creces los beneficios obtenidos por estos cobros indebidos. El daño punitivo no busca reparar un perjuicio, sino castigar una inconducta grave y disuadir su repetición. Y pocas cosas son tan graves como una estrategia empresarial sistemática para violar la ley en detrimento de miles de consumidores. La implementación de un «botón de baja» visible y funcional, el envío de notificaciones de renovación claras y la capacitación del personal de atención al cliente no son gastos, son una inversión para evitar un futuro judicial complicado y una pila de multas.

Para el consumidor que se encuentra atrapado en este bucle de cargos no deseados, el camino no es la resignación. La ley provee herramientas. Primero: documentar todo. Sacar capturas de pantalla del laberíntico proceso de cancelación, guardar los correos electrónicos enviados y los números de reclamo. Los resúmenes de tarjeta de crédito son la prueba del débito. Segundo: reclamo formal. Enviar un correo electrónico a la empresa, con un lenguaje claro y firme, intimando a la cancelación inmediata del servicio y al reintegro de los importes cobrados indebidamente desde que se intentó la baja o, si no se puede probar, desde el último cargo. Es útil citar el artículo 10 ter de la LDC y la obligación de la baja por el mismo medio de contratación. Tercero: la vía administrativa. Si la empresa no responde o se niega, el siguiente paso es el COPREC (Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo). Es un procedimiento gratuito, online y relativamente rápido, donde un conciliador buscará un acuerdo entre las partes. La mayoría de las veces, ante la citación formal, las empresas prefieren resolver el problema antes que escalarlo.

En esta instancia, es muy probable que ofrezcan el reintegro de lo cobrado y confirmen la baja. Es importante no aceptar menos que la devolución total de los cargos posteriores al intento de cancelación. Si, y solo si, esta vía no prospera, queda abierta la instancia judicial. Si bien puede parecer un camino largo, los juzgados de consumo suelen ser expeditivos y la jurisprudencia es abrumadoramente favorable al consumidor en estos casos. El sistema no es perfecto, pero tiene los anticuerpos para combatir estas prácticas. Solo requiere de un consumidor informado y dispuesto a no dejar que la inercia, esta vez la suya, le gane la pulseada.