Rechazo de Siniestro: El Arte de la Exclusión Ambivalente

El Contrato de Seguro: Un Acto de Fe (Casi Siempre Unilateral)
Uno suscribe una póliza de seguro bajo una premisa casi infantil: la de transferir un riesgo a una entidad que, a cambio de un pago periódico y puntual, asumirá las consecuencias económicas de un evento desafortunado. Es un pacto de caballeros, un acuerdo de buena fe. O al menos, eso es lo que el marketing nos ha enseñado a creer. La realidad, por supuesto, es una construcción jurídica mucho más compleja y, a menudo, menos noble. El contrato de seguro es el ejemplo paradigmático de un contrato de adhesión. Esto no es una opinión, es una categoría legal. Significa que una de las partes, la aseguradora, redacta la totalidad de las cláusulas y la otra, el asegurado, simplemente adhiere con su firma. No hay negociación, no hay debate sobre el punto 4.b.ii. Uno acepta el pliego de condiciones en su totalidad o busca otra ventanilla. Esta disparidad de poder negocial no es un detalle menor; es la piedra angular sobre la que se edifica todo el sistema de protección al consumidor.
El legislador, en un rapto de lucidez, anticipó este desequilibrio. Por ello, tanto el Código Civil y Comercial de la Nación como la Ley de Defensa del Consumidor (Ley 24.240) establecen un principio rector: las cláusulas ambiguas, oscuras o abusivas se interpretan en el sentido más favorable al consumidor. Este principio, conocido como in dubio pro consumidor, no es una sugerencia amable, es un mandato imperativo. Cuando una compañía invoca una cláusula de exclusión para rechazar un siniestro, esa cláusula debe ser clara, expresa, inequívoca y de interpretación restrictiva. No puede ser una redacción críptica que permita múltiples interpretaciones, convenientemente la que exonera de pago a la entidad. La ley asume, correctamente, que quien tuvo la oportunidad de redactar el contrato con todo el tiempo y los recursos a su favor, tiene la obligación de hacerlo con una claridad meridiana. La sorpresa al momento del siniestro no es una contingencia del negocio, es, con frecuencia, el resultado de un diseño contractual deliberado.
La «Letra Chica» como Estrategia de Negocio
Ah, la letra chica. Ese universo literario de tipografía diminuta donde reside la verdadera voluntad de la aseguradora. El rechazo de un siniestro rara vez se fundamenta en una causa evidente y estipulada a toda página. Más bien, se apoya en interpretaciones forzadas de exclusiones de cobertura redactadas con una ambigüedad digna de un tratado de filosofía posmoderna. Frases como «daños consecuenciales no directos», «vicios propios preexistentes» o «eventos de características similares a…» son herramientas de una flexibilidad asombrosa. Permiten a la compañía moldear la realidad del siniestro hasta que encaje, como por arte de magia, en uno de esos supuestos de no pago. Es aquí donde el derecho interviene para poner un poco de orden. La jurisprudencia es contundente al respecto: las cláusulas de exclusión son una excepción a la regla general, que es la cobertura. Como toda excepción, deben ser probadas y aplicadas de manera restrictiva.
Una cláusula que, por su redacción, genera confusión o deja un margen de duda sobre su alcance, es, por definición, una cláusula inoponible al asegurado. La obligación de informar, consagrada en el artículo 4° de la Ley de Defensa del Consumidor, no se satisface con entregar un librillo de 50 páginas. Implica un deber activo de proveer información cierta, clara y detallada sobre todas las condiciones del servicio, especialmente aquellas que limitan los derechos del consumidor. Si un ciudadano promedio, con una comprensión lectora razonable, no puede entender sin lugar a dudas qué está y qué no está cubierto, la cláusula es legalmente inválida en su aplicación. La aseguradora no puede beneficiarse de su propia falta de claridad. Pretender lo contrario sería convalidar que la pericia en la redacción opaca es un activo empresarial legítimo, una idea que repugna a los principios más básicos de la buena fe contractual que exige el artículo 9 del Código Civil y Comercial.
Desarmando la Negativa: Carga de la Prueba y Otros «Detalles»
Frente a una carta documento que comunica el rechazo del siniestro, el asegurado suele experimentar una parálisis inicial. La prosa legalista, la cita de artículos de la póliza y el tono terminante están diseñados para disuadir. Sin embargo, es fundamental entender un aspecto técnico procesal clave: la carga de la prueba. Cuando una aseguradora alega una exclusión de cobertura para no pagar, es ella —y no el asegurado— quien tiene la obligación de probar fehacientemente que los hechos del siniestro encuadran de manera indubitable en la causal de exclusión invocada. El asegurado solo debe probar la ocurrencia del siniestro y la existencia del contrato de seguro. El resto, la justificación del no pago, corre por cuenta y riesgo de la compañía.
Este «pequeño detalle» cambia por completo el panorama. La compañía no puede simplemente afirmar que «el daño fue por falta de mantenimiento». Debe demostrarlo con peritajes, informes técnicos y evidencia concluyente que no deje margen a la duda razonable. Si la causa del siniestro es ambigua o existen múltiples factores concurrentes, el principio pro consumidor vuelve a inclinar la balanza. Ante la duda, se debe estar por la obligación de pago. El proceso para hacer valer este derecho usualmente inicia con una respuesta formal mediante carta documento, rechazando los argumentos de la aseguradora y emplazándola al pago. Si esta vía fracasa, el siguiente paso es la instancia de mediación prejudicial obligatoria (como el COPREC a nivel nacional), un espacio donde muchas veces las compañías, enfrentadas a la perspectiva de un juicio con pronóstico adverso y la posible imposición de daños punitivos, reconsideran su posición. El litigio judicial es la última instancia, pero una en la que el consumidor con un caso sólido tiene una pila de herramientas legales a su favor.
Recomendaciones desde la Trinchera: Para Asegurados y Aseguradoras
Para el asegurado que recibe una negativa injustificada, la recomendación es la templanza y la acción metódica. Primero: no acepte una negativa verbal. Exija siempre la comunicación por un medio fehaciente, como una carta documento. Segundo: documente todo. Guarde la póliza, los comprobantes de pago, las denuncias, las fotos del siniestro, los presupuestos de reparación, los correos electrónicos. Cada papel es una munición. Tercero: busque asesoramiento legal especializado de inmediato. El tiempo es un factor crítico y un profesional sabrá cómo responder a la intimación de la compañía, preservando sus derechos y preparando el terreno para una eventual reclamación formal. No intente navegar estas aguas en soledad; el lenguaje de las pólizas está diseñado para confundir al profano.
Para las aseguradoras, el consejo es más una reflexión incómoda. Podrían, por ejemplo, considerar la revolucionaria idea de redactar pólizas que un ser humano pueda comprender. Podrían también internalizar que el contrato de seguro no es una apuesta donde se gana si el cliente pierde, sino un servicio basado en la confianza y el cumplimiento de la palabra empeñada. La Ley de Defensa del Consumidor introdujo la figura del daño punitivo (art. 52 bis) precisamente para esto: para sancionar económicamente a quienes, con un grave menosprecio por los derechos del consumidor, obtienen un beneficio indebido. Rechazar un siniestro de manera infundada, especulando con que el asegurado se cansará y abandonará el reclamo, es la definición misma de esa conducta. Quizás, solo quizás, cumplir con la ley y con el contrato no sea una carga onerosa, sino la estrategia de negocio más sostenible a largo plazo. Un concepto que, al parecer, todavía necesita madurar en ciertos directorios.