Publicidad Comparativa Engañosa: Defensa y Acusación

El Delicado Arte de Comparar sin Ofender (al Juez)
La publicidad comparativa es ese terreno pantanoso donde la audacia creativa se encuentra, de frente y sin aviso, con la rigidez de un código legal. Es el intento, a veces torpe, a veces genial, de una empresa por gritar a los cuatro vientos que su producto es superior al del vecino. Nada de malo en ello, en principio. La competencia, nos dicen, es sana. El problema, como siempre, no está en el qué, sino en el cómo.
La ley, en su infinita y a menudo tediosa sabiduría, establece una regla que parece de jardín de infantes pero que corporaciones multimillonarias olvidan con una frecuencia alarmante: no se puede mentir. Más específicamente, la comparación debe ser sobre características esenciales, objetivas y verificables. No se puede comparar la velocidad de un auto con el color de otro. No se puede afirmar que una pila “dura más” sin especificar más que qué, bajo qué condiciones y según qué estudio independiente que no haya sido financiado por la misma empresa que vende la pila.
Aquí yace la primera verdad incómoda: la “creatividad” publicitaria no es un cheque en blanco. Cuando se decide nombrar o aludir inequívocamente a un competidor, se abandona el mundo de las metáforas y se ingresa al de los hechos. Y los hechos, a diferencia de los eslóganes, tienen la molesta costumbre de necesitar ser probados. La comparación no puede ser denigratoria, no puede generar confusión en el consumidor y, sobre todo, debe ser justa. Debe comparar, como diría un purista, peras con peras. Un modelo de auto de alta gama contra otro de la misma categoría, no contra una bicicleta con motor. Parece obvio, pero la cantidad de expedientes que demuestran lo contrario es una fuente inagotable de asombro y, por qué no, de trabajo.
Para el Acusador: Coleccionando Pruebas con Paciencia de Santo
Supongamos que usted es el competidor aludido. Ve en televisión, o en un cartel gigante en la autopista, cómo su producto es sutil o directamente ridiculizado en favor de otro. El primer impulso es la indignación. El segundo, llamar a un abogado. Lo felicito por el orden de sus prioridades. Sin embargo, su indignación, por más justificada que sea, tiene el mismo valor probatorio que un horóscopo: nulo.
El trabajo del acusador es demostrar un hecho negativo: que lo que dice el anunciante es falso o, más sutilmente, engañoso. Y esto requiere un esfuerzo metódico, casi científico. La afirmación “nuestro detergente quita más manchas” debe ser refutada. ¿Cómo? Con un informe de un laboratorio especializado que, siguiendo protocolos estandarizados, demuestre que tal afirmación es, en el mejor de los casos, una exageración optimista. Si la publicidad afirma “el 80% de los odontólogos lo recomienda”, su tarea es encontrar la forma de probar que esa encuesta no existe, fue mal realizada o, mi favorita, se hizo entre diez odontólogos de los cuales ocho eran parientes del dueño de la empresa.
La clave es la carga de la prueba. Aunque es el anunciante quien debe poder sostener sus dichos, el que acusa debe presentar elementos que pongan en duda razonable esa veracidad. Esto se traduce en un trabajo de hormiga: conseguir el producto competidor, someterlo a pruebas, documentar todo ante escribano público, buscar fallos anteriores, analizar el mensaje publicitario en busca de ambigüedades. Frases como “el mejor”, “el único”, “el más eficiente” son focos rojos. Son absolutos que raramente pueden probarse. Su tarea es desmontar esa fantasía con la herramienta más aburrida y efectiva de todas: la realidad documentada.
Para el Acusado: La Verdad (Objetiva) os Hará Libres
Ahora, pongámonos en los zapatos del anunciante. Su equipo de marketing, en un rapto de inspiración, creó una campaña comparativa brillante. Las ventas suben. Los teléfonos también suenan, pero ahora es el departamento legal del competidor. No entre en pánico. O bueno, entre en pánico un poco, pero después, respire hondo y busque la carpeta que su propio equipo legal debió haberle hecho preparar antes de lanzar la campaña.
La mejor defensa no es un buen ataque. Es una buena preparación. La defensa del acusado de publicidad engañosa se basa en una sola cosa: probar que dijo la verdad. Y no una verdad subjetiva o poética, sino la verdad fáctica, demostrable y certificada. Si usted afirmó que su auto acelera de 0 a 100 en un segundo menos que el competidor, más le vale tener los informes de un ingeniero mecánico, con pruebas realizadas en circuito y bajo condiciones controladas, que lo acrediten. Si dijo que su gaseosa tiene menos azúcar, necesita el análisis bromatológico que lo confirme, comparando su producto con el del competidor en las mismas condiciones.
El error más común es creer que la publicidad vive en una dimensión paralela donde las afirmaciones no necesitan respaldo. Es un error costoso. Su defensa no consistirá en argumentar sobre la “libertad de expresión comercial”, sino en desplegar sobre la mesa del juez un arsenal de pruebas técnicas irrefutables. Estudios de mercado, pruebas de laboratorio, certificaciones de terceros, estadísticas de fuentes independientes. Todo aquello que transforma un eslogan pegadizo en una afirmación verificable. Si no tiene esa carpeta, sus problemas recién comienzan. La ley no protege al audaz, protege al diligente. Y en publicidad comparativa, la diligencia se mide en la cantidad y calidad de la evidencia que usted pueda mostrar para respaldar su propia grandilocuencia.
Consecuencias: Más Allá de Pedir Perdón en Público
El desenlace de estos conflictos rara vez es un simple pedido de disculpas. El sistema legal, cuando se convence de que ha existido un engaño, no se caracteriza por su clemencia. Las consecuencias son concretas y, generalmente, dolorosas para el bolsillo del anunciante infractor.
La primera medida suele ser una orden judicial de cese de la publicidad. Una medida cautelar que saca de circulación el anuncio de forma inmediata, mientras el juicio de fondo continúa. Es el equivalente a que le saquen la pelota en medio del partido. Luego, si se confirma la infracción, vienen las sanciones más severas. Una de las más interesantes es la contrapublicidad: la obligación de publicar, con un costo similar al de la campaña original, un anuncio que rectifique la información engañosa. Imagínese el impacto de tener que financiar un spot televisivo en horario central para decirle a la gente que, en realidad, su producto no era tan superior como había pregonado.
Por supuesto, están las multas, que pueden alcanzar cifras considerables, diseñadas no solo para castigar sino para disuadir futuras tentaciones. Y finalmente, el reclamo por daños y perjuicios. El competidor afectado puede y debe reclamar una compensación por el desprestigio de su marca, la pérdida de ventas y cualquier otro daño que pueda cuantificar a raíz de la campaña desleal. En el fondo, este entramado legal no es más que un mecanismo para recordarle al mercado una verdad elemental: se puede competir con fiereza, pero no con trampas. Las reglas, por más que algunos intenten ignorarlas, existen. Y su cumplimiento no es una opción creativa, es una obligación cuya violación siempre, tarde o temprano, pasa factura.