Negativa a Devolver Producto Defectuoso: Derechos y Obligaciones

La negativa a aceptar un producto defectuoso vulnera la garantía legal obligatoria y los derechos del consumidor a la reparación, cambio o devolución del dinero.
Un gato gordo y satisfecho, recostado sobre un montón de cajas de cartón rotas. Representa: Negativa a devolver producto defectuoso

Asisto, con una mezcla de fatiga profesional y curiosidad antropológica, al eterno drama del producto fallado. Es una obra que se repite en todos los escenarios comerciales, con actores que rara vez se desvían de su guion preestablecido. De un lado, el consumidor, cuya expresión transita de la desilusión a la indignación. Del otro, el vendedor, súbitamente afectado por una amnesia selectiva sobre las normativas más elementales que rigen su propia actividad. El objeto en el centro del conflicto —un teléfono que no enciende, una licuadora que no licúa, un auto con un ruido que no estaba en el folleto— es apenas el catalizador. Lo que realmente se discute aquí no es un simple desperfecto técnico. Es la validez de un pacto. Alguien pagó por una cosa que debía funcionar y no funciona. Parece simple. Sorprendentemente, para muchos no lo es.

El error fundamental es creer que la compraventa concluye con la entrega del dinero y el producto. Qué visión tan cándida. Ese es, en realidad, el comienzo de una relación jurídica que se extiende en el tiempo, protegida por un paraguas que muchos parecen considerar opcional o decorativo. La negativa a aceptar la devolución o reparación de un bien defectuoso no es una simple discusión comercial; es el incumplimiento flagrante de un contrato no escrito, pero legalmente vinculante. Un contrato que obliga al vendedor a garantizar que lo que vende es apto para su uso. No es un favor, no es ‘buena onda’. Es la ley.

La Garantía Legal: Ese Contrato Invisible que Todos Firman

Permítanme revelar una verdad que, por alguna razón, sigue siendo un secreto para una porción significativa del comercio: todo producto nuevo vendido a un consumidor final tiene una garantía legal obligatoria. No importa si el vendedor lo menciona, si lo escribe en letra minúscula o si directamente lo ignora con la esperanza de que el cliente haga lo mismo. La garantía existe. Por lo general, es de un mínimo de seis meses. Si un vendedor anuncia con orgullo ‘¡Tres meses de garantía!’, no está ofreciendo una promoción; está confesando su ignorancia o, peor aún, su intención de no cumplir la ley en su totalidad.

Esta garantía cubre lo que los abogados, en un arrebato de poesía, llamamos ‘vicios ocultos’. No se refiere a que el producto tenga secretos oscuros, sino a defectos de fabricación que no eran aparentes en el momento de la compra y que impiden su uso normal. Si uno compra un par de zapatos y la suela se despega a la semana, no es mala suerte. Es un vicio oculto. El producto era defectuoso desde el principio. El vendedor, y solidariamente el fabricante o importador, es responsable. No hay espacio para la interpretación. No es una cuestión de ‘políticas de la empresa’. La política de la empresa no puede estar por encima de la ley, por más que algunos gerentes parezcan creer lo contrario.

La garantía no es un seguro que el consumidor compra aparte. Está incluida en el precio. Es el costo implícito de hacer negocios en una sociedad civilizada. Pretender que el consumidor asuma la pérdida de un producto que nació fallado es, esencialmente, una estafa maquillada de procedimiento comercial.

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Frente a la negativa, el impulso natural es la frustración. Pero la frustración no repara electrodomésticos ni devuelve dinero. La acción metódica, sí. El primer paso es abandonar la comunicación verbal. Las palabras se las lleva el viento, especialmente el que sopla dentro de locales comerciales con políticas de devolución ‘creativas’. Todo debe quedar por escrito.

El consumidor debe convertirse en un archivista obsesivo. El ticket de compra es el documento fundacional; hay que guardarlo como si fuera un tesoro. ¿El producto falla? Se documenta. Fotos, videos, una descripción detallada del problema. El siguiente paso es la comunicación formal. Un correo electrónico claro y conciso al servicio de atención al cliente es un buen comienzo. Si la respuesta es el silencio o una negativa, se escala. La carta documento es el instrumento por excelencia. Tiene un efecto casi mágico. Es el momento en que la charla informal se convierte en un antecedente legal. Obliga al receptor a tomarse el asunto en serio, porque ahora hay un registro fehaciente e innegable del reclamo.

El consumidor tiene que saber qué pedir. La ley establece una secuencia lógica. Primero, el servicio técnico. El vendedor tiene derecho a intentar reparar el producto. Debe hacerlo en un plazo razonable y sin costo alguno. Si tras la reparación el problema persiste o si el producto no puede ser reparado, el escenario cambia. El consumidor adquiere el poder de elegir, y esta es la parte que los vendedores convenientemente olvidan: puede exigir el cambio del producto por uno nuevo de idénticas características, o bien la devolución íntegra del dinero. La elección, llegados a este punto, es del consumidor, no del vendedor.

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Ahora, una palabra para el comerciante que se encuentra del otro lado del mostrador, sintiendo la presión. Primero, una revelación que podría cambiar su perspectiva: cumplir la ley es un excelente negocio. Un cliente satisfecho, incluso uno al que se le tuvo que cambiar un producto fallado, es un cliente que probablemente vuelva. Un cliente estafado es un publicista negativo muy motivado y, a menudo, gratuito.

El costo de reemplazar un producto o devolver el dinero es casi siempre inferior al costo de una mediación, un juicio, las multas de defensa del consumidor y el daño reputacional. Internet tiene una memoria prodigiosa para las malas experiencias. Capacitar al personal es fundamental. El empleado de primera línea que responde con un ‘no se aceptan devoluciones’ por orden de un superior mal informado está encendiendo una mecha que puede terminar en una explosión regulatoria y financiera.

La solución es simple: tener una política de devoluciones que no solo cumpla, sino que refleje la ley. Aceptar el hecho de que los productos, a veces, fallan. Y cuando lo hacen, la responsabilidad no es del cliente que tuvo la ‘mala suerte’ de comprarlo, sino del que lo puso en el mercado. Asumir esa responsabilidad con profesionalismo no es una debilidad, es una muestra de seriedad comercial. Es, en definitiva, entender cómo funciona el sistema. Oponerse es como intentar detener la marea con un tenedor: agotador, inútil y, al final, uno termina empapado.

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Este conflicto, en apariencia trivial, es un microcosmos de tensiones sociales más amplias. Es la manifestación de la asimetría de poder. Una persona contra una estructura empresarial. Por eso existe el derecho del consumidor: para nivelar un campo de juego que, por naturaleza, está inclinado. No se trata de ‘sobreproteger’ a una parte, sino de reconocer que una de ellas tiene más información, más recursos y, por lo tanto, más responsabilidad.

En el fondo de cada negativa a hacerse cargo de un producto defectuoso anida una dosis de esa ‘viveza criolla’ tan celebrada en algunos círculos y tan corrosiva para el tejido social. Es la creencia de que las reglas son para los demás y que siempre hay un atajo, una forma de transferir el propio costo a otro. Es una apuesta a corto plazo que ignora el daño a largo plazo en la confianza, que es el verdadero capital de cualquier economía funcional. Una sociedad donde cada compra es una apuesta riesgosa es una sociedad estancada en la desconfianza mutua.

La próxima vez que se encuentre en esta situación, ya sea como el portador de la queja o como el receptor de la misma, recuerde que lo que se está debatiendo es mucho más que el destino de un aparato con una pila agotada. Se está defendiendo o atacando un principio básico de convivencia: que los pactos, escritos o no, están para ser cumplidos. Y que la responsabilidad por los propios actos —o por los propios productos— no es negociable. Es una verdad incómoda, sí, pero absolutamente necesaria. Y, curiosamente, la base de cualquier negocio que aspire a sobrevivir más allá de la próxima temporada.