Modificación unilateral de contrato por empresas de telefonía móvil

El Contrato: Ese Vínculo Sagrado (Salvo para las Facturas)
Parece existir una extendida fantasía en ciertos directorios corporativos según la cual la firma de un contrato es el inicio de una relación creativa, fluida, donde una de las partes puede reinterpretar las cláusulas a su conveniencia. Especialmente las que refieren a precios y beneficios. Esta visión, conmovedora en su audacia, choca frontalmente con un obstáculo bastante terrenal: la ley. El acuerdo entre un usuario y un proveedor de servicios de telefonía móvil es un contrato de adhesión. Esto no es una opinión, es una categoría jurídica. El consumidor no negocia las cláusulas; se adhiere a un bloque predefinido. Precisamente por este desequilibrio inicial, el ordenamiento jurídico ha erigido un sistema de protección robusto para evitar que la parte fuerte haga, literalmente, lo que se le cante.
El pilar fundamental es la Ley de Defensa del Consumidor, N° 24.240. Su artículo 19 establece, con una simpleza que algunos parecen encontrar difícil de procesar, que quienes presten servicios están obligados a respetar los términos, plazos, condiciones y modalidades conforme a las cuales han sido ofrecidos, publicitados o convenidos. Modificar el precio o quitar gigas de un plan no es una “optimización del servicio”; es un incumplimiento contractual liso y llano. El Código Civil y Comercial de la Nación, en su artículo 1110, refuerza esta idea al permitir la revocación de la aceptación en contratos celebrados a distancia, y en sus artículos sobre contratos de adhesión (984 a 989) fulmina las cláusulas que desnaturalizan las obligaciones o importan una renuncia a los derechos del adherente. La modificación unilateral es, por definición, una cláusula de ese tipo, aunque no esté escrita y se manifieste en la práctica.
La notificación, ese acto de comunicación que las empresas a menudo confunden con un mensaje esotérico en una sub-sección de su web o en letra tamaño 4 en el reverso de una factura, también está regulada. No basta con “avisar”. La Resolución 733/2017 del ENACOM, que aprueba el Reglamento de Clientes de los Servicios de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, es explícita. Cualquier modificación de las condiciones contractuales debe ser notificada al cliente de forma fehaciente y con una antelación no menor a sesenta (60) días corridos. “Fehaciente” significa que el proveedor debe poder probar que el cliente recibió la notificación de manera clara e inequívoca. Un email que termina en la carpeta de spam no califica. La ley exige un esfuerzo, un gesto de respeto mínimo hacia la contraparte contractual. Un esfuerzo que, curiosamente, parece titánico.
El Usuario Afectado: De Víctima a Protagonista de su Propia Justicia
Frente al acto de prestidigitación contractual del proveedor, el usuario no es un mero espectador. La ley le otorga un arsenal de herramientas. El artículo 10 bis de la Ley 24.240 es la respuesta directa al incumplimiento. Ante la modificación unilateral, el consumidor puede, a su elección: a) exigir el cumplimiento forzado de la obligación, en las condiciones originales; b) aceptar otro servicio equivalente; o c) rescindir el contrato con derecho a la restitución de lo pagado, sin perjuicio de las acciones de daños y perjuicios que correspondan. En la práctica, esto se traduce en dos caminos principales: o se le exige a la empresa que retrotraiga el aumento y mantenga el plan original, o se da de baja el servicio sin que puedan aplicarle ningún tipo de multa o cargo por permanencia. La elección es del consumidor, no de la empresa. Es un detalle que conviene recordar.
Además, existe una figura que genera particular incomodidad en los departamentos legales de estas compañías: el daño punitivo. Contemplado en el artículo 52 bis de la misma ley, permite al juez aplicar una multa civil al proveedor que incumpla sus obligaciones legales o contractuales con el consumidor. No busca reparar un daño, sino sancionar una conducta grave y disuadir su repetición. La modificación unilateral y sistemática de contratos, sin notificación adecuada, es un ejemplo de manual para la aplicación de esta figura. Es la forma que tiene el sistema de decirle a la empresa: “Entendemos que el cálculo costo-beneficio de infringir la ley le resulta favorable. Permítanos ajustarle los números”.
El Camino del Reclamo: Una Odisea Burocrática con Posible Recompensa
La razón, sin la fuerza del procedimiento, es un mero lamento. Para materializar estos derechos, hay que transitar un camino. Paso 1: El Reclamo Formal. El primer paso, ineludible, es contactar a la empresa y asentar un reclamo formal, exigiendo un número de gestión. Este acto, que puede parecer un diálogo con una pared, es fundamental. Constituye la prueba de que se intentó una solución directa y es un requisito para las instancias posteriores. Se debe plantear con claridad: se exige el mantenimiento de las condiciones contractuales originales o la baja sin costo, citando el incumplimiento. Paso 2: La Instancia Administrativa. Si la empresa ignora el reclamo o da una respuesta insatisfactoria, el siguiente escalón es la autoridad de aplicación. Se puede recurrir a la Dirección de Defensa del Consumidor local o, de manera más específica para este rubro, al ENACOM (Ente Nacional de Comunicaciones). A través de su plataforma online, se puede iniciar el reclamo adjuntando la prueba del contacto previo con la empresa. Paralelamente, en jurisdicciones como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, es obligatorio el COPREC (Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo), una audiencia donde un conciliador intenta que las partes lleguen a un acuerdo. A menudo, la mera citación a esta instancia produce una súbita epifanía en el proveedor, que de repente encuentra la forma de respetar el contrato. Paso 3: La Vía Judicial. Si todo lo anterior falla, queda la justicia. Dependiendo del monto y la complejidad, se puede acudir a tribunales de pequeñas causas o a la justicia ordinaria. Aquí, un principio procesal clave es la carga probatoria dinámica. No es el usuario quien debe probar que no fue notificado; es la empresa la que debe probar, de manera fehaciente, que sí lo hizo correctamente. Un desafío probatorio considerable para quien acostumbra a la comunicación opaca.
Consejos para el Proveedor: O de Cómo Intentar Justificar lo Injustificable
Desde una perspectiva puramente académica, resulta fascinante analizar las líneas argumentales que podría esgrimir un proveedor en su defensa. La más común es sostener que la notificación fue, de hecho, “adecuada”. Aquí se despliega un debate casi filosófico sobre la naturaleza de la comunicación en la era digital. ¿Un link en el resumen online de la tarjeta de crédito cuenta? ¿Un SMS genérico que invita a visitar una web? La jurisprudencia es cada vez más estricta: la notificación debe ser personalizada, clara, destacada y garantizar razonablemente su recepción y comprensión. No debe requerir que el usuario se convierta en un detective para encontrar la información relevante.
Otra línea de defensa, más audaz, es la invocación de la teoría de la imprevisión del Código Civil y Comercial. Se podría argumentar que un cambio drástico en la economía tornó excesivamente onerosa la prestación del servicio en las condiciones pactadas. Es una defensa elegante, pero con poca pila en este contexto. Las fluctuaciones económicas son un riesgo inherente y previsible del negocio en el país. Pretender trasladar automáticamente ese riesgo al consumidor es, nuevamente, desnaturalizar la obligación principal del contrato. El negocio implica riesgo; si no, sería un subsidio.
Finalmente, la estrategia más recurrente no es jurídica, sino pragmática: el desgaste. Ofrecer soluciones parciales, descuentos irrisorios o simplemente dilatar los procesos, apostando a que el consumidor promedio abandonará el reclamo por agotamiento. Es una decisión de negocios, por supuesto. Se cuantifica el costo de las multas y sentencias eventuales contra el beneficio obtenido por el aumento masivo e ilegal. A veces, los números cierran. El problema es que esta lógica ignora un factor intangible: la creciente conciencia de los consumidores sobre sus derechos y su disposición a ejercerlos. Un cálculo que, a largo plazo, puede resultar un pésimo negocio.