La Garantía Legal en Ropa: El Deber Ineludible del Vendedor

El curioso caso del comercio que opera en una realidad paralela
Contemplar la firmeza con la que ciertos establecimientos comerciales se aferran a la noción de que pueden, por mera voluntad, eximirse de las responsabilidades que la ley les impone es un ejercicio fascinante. La premisa es simple: una prenda de vestir, adquirida y pagada, revela un defecto de fabricación no atribuible al uso, y el vendedor, con aplomo digno de una causa mejor, se niega a cualquier forma de reparación, cambio o devolución. Este acto no es un mero desacuerdo comercial; es una audaz declaración de independencia del ordenamiento jurídico vigente.
La pieza central de este drama es la garantía legal obligatoria, consagrada en el artículo 11 de la Ley de Defensa del Consumidor (N° 24.240). Este concepto, que parece sorprender a algunos comerciantes, estipula que todos los productos nuevos no consumibles, categoría en la que la indumentaria encaja perfectamente, gozan de una garantía mínima de seis meses. Es un pacto social inscripto en la ley, no una cortesía opcional. La existencia de un desperfecto de fábrica durante este lapso activa, de manera automática, una serie de obligaciones para el vendedor.
Por lo tanto, esos carteles tan pintorescos que anuncian con orgullo «No se aceptan cambios ni devoluciones» tienen el mismo valor legal que una servilleta con una declaración de soberanía. Son elementos decorativos, una expresión de deseos que choca frontalmente con la realidad normativa. La ley no pide permiso, simplemente es. La garantía no es algo que el consumidor deba negociar o mendigar; es un derecho preexistente a la compra misma, inherente al producto. El vendedor que lo ignora no está siendo astuto, está, simplemente, eligiendo el camino más complicado y, a la larga, más costoso.
Desmitificando el «lo usaste mal»: La carga de la prueba
El argumento defensivo por excelencia del vendedor reacio es la acusación, más o menos velada, hacia el consumidor: «El defecto apareció por un mal uso». Es una estrategia comprensible, pero legalmente débil. Aquí entra en juego un principio procesal que altera fundamentalmente el equilibrio de poder: la inversión de la carga probatoria. El artículo 53 de la ley establece que, en el marco de una disputa de consumo, es el proveedor quien debe demostrar que la causa del daño le ha sido ajena. No es el cliente quien debe probar que cuidó la prenda con la diligencia de un curador de museo; es el vendedor quien debe acreditar fehacientemente que el defecto fue provocado por el comprador.
Esta inversión no es un capricho legislativo. Responde a una realidad innegable: el desequilibrio técnico y económico entre un consumidor individual y una empresa. El proveedor tiene acceso a peritajes, conoce el proceso de fabricación y posee los recursos para demostrar su punto. El consumidor, por su parte, solo tiene una prenda fallada y un ticket. La ley, entonces, nivela el campo de juego. El producto se presume defectuoso por una falla de origen, y para desvirtuar esa presunción, el vendedor necesita más que una opinión; necesita pruebas contundentes. Sin ellas, su argumento se desvanece en el aire.
Las opciones del consumidor: Un menú de derechos, no de favores
Una vez constatado el defecto y frente a la obligación ineludible del vendedor, la ley no deja el proceso librado al azar. Establece un camino claro y otorga al consumidor un abanico de opciones. Contrario a la creencia popular de que se puede exigir un cambio inmediato, la primera obligación del responsable de la garantía es asegurar un servicio técnico adecuado y el suministro de partes y repuestos, intentando reparar el producto a un estado óptimo en un plazo razonable no mayor a treinta días.
Sin embargo, si la reparación no resulta satisfactoria, si el producto sigue sin cumplir su función o si simplemente la reparación no es posible, el poder de decisión pasa al consumidor. El artículo 17 de la ley le presenta un menú con tres alternativas, y es él, y no el vendedor, quien elige. Puede solicitar: a) la sustitución de la cosa adquirida por otra de idénticas características; b) la devolución del dinero, al precio actual de la cosa en el mercado; o c) una quita proporcional del precio. Esta elección es un derecho potestativo del consumidor. No es una negociación. No es una sugerencia. Es una orden. Es útil recordar también la responsabilidad solidaria del artículo 13: si el local que vendió la prenda se muestra intratable, el consumidor puede dirigir su reclamo contra el fabricante, el importador o cualquiera en la cadena de comercialización. Todos son igualmente responsables ante la ley.
Más allá del reintegro: El Daño Punitivo como herramienta pedagógica
Llegamos al punto donde la tozudez del vendedor trasciende la mera negligencia y se convierte en un desprecio calculado por la normativa. ¿Qué sucede cuando, agotadas las instancias de diálogo, el comercio persiste en su negativa? Aquí el sistema legal revela su herramienta más disuasoria y, desde una perspectiva didáctica, más interesante: el daño punitivo. Esta figura, contemplada en el artículo 52 bis de la Ley 24.240, permite al juez aplicar una multa civil a favor del consumidor que puede ser de hasta cinco millones de pesos (monto que se actualiza). Su propósito no es compensar el valor del jean descosido. Su objetivo es castigar la inconducta grave del proveedor y disuadirlo a él, y a otros, de repetir ese comportamiento en el futuro.
El daño punitivo es la consecuencia económica de la mala fe y el desdén por los derechos ajenos. Es la respuesta del sistema a quien especula con que al consumidor no le convendrá iniciar un reclamo por un monto bajo. Para el acusador, el consejo es la rigurosidad: documentar cada paso. Guardar el ticket, sacar fotos del defecto, registrar las fechas de los reclamos y cualquier comunicación por escrito. Cada negativa del vendedor es un ladrillo más en la construcción de un posible reclamo por daño punitivo. Para el acusado, el consejo es aún más simple: una calculadora. Que sume el costo de la prenda, le añada los honorarios de un abogado, el tiempo invertido en audiencias de conciliación y el riesgo cierto de una multa por daño punitivo. Es probable que descubra que honrar la garantía desde el principio no solo era lo correcto, sino también lo más inteligente desde el punto de vista financiero. La ley de defensa del consumidor no es un texto de filosofía; es un manual de operaciones para participar en el mercado. Ignorarlo tiene un costo.