La caída del testigo: El desastre de EE.UU. en Pekín 2008

Crónica de un desastre anunciado a 10 metros por segundo
Hay una cierta belleza poética en la catástrofe deportiva, sobre todo cuando es autoprovocada y espectacularmente simple. En los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, el mundo esperaba un duelo titánico en la final del relevo 4×100 metros masculino entre Estados Unidos y la Jamaica de un tal Usain Bolt, que ya venía de coleccionar oros y récords mundiales con una facilidad insultante. El equipo norteamericano, como de costumbre, llegaba con un auto lleno de estrellas, velocistas capaces de romper la barrera del sonido y con egos a la altura. Tenían a Tyson Gay, por entonces uno de los pocos mortales que podía mirar a Bolt a los ojos en la línea de salida. La narrativa estaba escrita: la potencia individualista de EE.UU. contra la química y el dominio caribeño. Pero el deporte, en sus momentos más crueles y lúcidos, tiene un profundo desprecio por los guiones preestablecidos.
La semifinal. Un trámite, dirían los optimistas. Un campo minado, susurrarían los que conocen la historia. La carrera se desarrollaba sin mayores sobresaltos. Walter Dix abrió, Travis Padgett corrió la recta opuesta. El testigo llegó a manos de Darvis ‘Doc’ Patton para la curva final. El último intercambio, el pase de la gloria o la ignominia, era con Tyson Gay, el ancla del equipo, el hombre destinado a cruzar la meta. Y entonces, ocurrió. En ese ballet de alta velocidad que es un pase de relevos, Patton se acercó a Gay, extendió el brazo y… nada. El testigo, ese simple cilindro de aluminio hueco, nunca encontró la mano de su compañero. Chocó, rebotó y cayó con un sonido sordo sobre el tartán rojo del Nido de Pájaro. Un silencio atronador. La imagen de Gay mirando hacia atrás, con el rostro desencajado, buscando un objeto que ya yacía inerte en el suelo, se convirtió en el epitafio de sus aspiraciones.
No fue una descalificación por pisar una línea o por un pase fuera de zona, esos errores técnicos que al menos permiten un debate. Fue algo mucho más elemental, más visceral: se les cayó el palo. Una potencia mundial, con un presupuesto para su programa de atletismo que podría financiar a varias naciones más pequeñas, quedó eliminada porque dos de los hombres más rápidos del planeta no pudieron completar una tarea que se enseña en la escuela primaria. Una demostración prístina de que en el deporte de élite, la distancia entre el éxito sublime y el ridículo absoluto es, a veces, de apenas 30 centímetros de aluminio.
El arte perdido de pasarse un tubo de aluminio
Para el espectador casual, un pase de relevos es un instante fugaz de caos coordinado. Para el atleta, es una ciencia destilada a su máxima expresión. La zona de transferencia, según el reglamento de la época, era un tramo de 20 metros. El corredor que recibe (en este caso, Gay) tenía una pre-zona de 10 metros para empezar a acelerar, sincronizando su arranque con una marca visual en la pista que le indicaba cuándo salía su compañero. La clave es que el receptor alcance su velocidad máxima justo en el momento en que el entregador, ya en desaceleración, le entrega el testigo. Todo esto, sin mirarse. Se trata de una confianza ciega, una coreografía memorizada hasta el agotamiento.
Los norteamericanos son tradicionalmente adeptos del pase ‘upsweep’. El corredor que entrega barre con el testigo de abajo hacia arriba, para que el receptor, con la palma hacia abajo y el pulgar abierto, lo recoja en un movimiento natural de carrera. Es una técnica de altísimo riesgo y altísima recompensa. Cuando funciona, la transferencia es fluida, sin pérdida de velocidad. Cuando falla… bueno, Pekín 2008 es el mejor ejemplo. La alternativa es el ‘downsweep’ o ‘push pass’, más común en equipos europeos. El entregador empuja el testigo hacia abajo, en la mano del receptor que espera con la palma hacia arriba. Es más seguro, el blanco es más grande, pero teóricamente se pierde alguna milésima de segundo. Milésimas que, en la cabeza de algunos, justifican el riesgo de la humillación global.
El fallo entre Patton y Gay no fue un accidente cósmico, sino el resultado de una ejecución imperfecta en el momento de máxima presión. ¿Salió Gay demasiado pronto? ¿Llegó Patton con menos pila de la esperada? ¿La mano de Gay no fue un objetivo estable? Probablemente una combinación de todo. Lo irónico es que estos equipos practican el pase hasta la náusea. Pero una cosa es hacerlo en una pista de entrenamiento vacía y otra muy distinta es hacerlo con el pulso a doscientas pulsaciones, el rugido de 90.000 personas y el fantasma de fracasos pasados soplando en la nuca. El relevo 4×100 es la prueba más colectiva dentro del más individual de los deportes. Y Estados Unidos, una y otra vez, parece olvidar esa pequeña lección.
La fragilidad del gigante: cuando la mente pesa más que las piernas
La caída del testigo en Pekín no fue un hecho aislado. Es un capítulo más en la tragicomedia de los relevos norteamericanos, una saga de descalificaciones y errores que parece escrita por un guionista con muy mala idea. Desde pases fuera de zona hasta positivos por dopaje que anulan medallas a posteriori, la historia está plagada de estos momentos. Londres 2012, descalificados en la final tras haber ganado la plata (un pase fuera de zona entre Gay y Bailey). Río 2016, lo mismo, descalificados del bronce por otro pase ilegal. Pareciera que el testigo es un objeto maldito, una patata caliente que quema en las manos de los velocistas más laureados.
La explicación no puede ser simplemente técnica. Estos atletas son la créme de la créme. La raíz del problema parece ser más profunda, casi cultural. Por un lado, está la presión de ser siempre el favorito, la obligación de no solo ganar, sino de arrasar. Cualquier cosa que no sea el oro es percibida como un fracaso estrepitoso. Esa presión transforma un gesto atlético en un acto de supervivencia. Por otro lado, está la dinámica de un equipo formado por superestrellas. A diferencia de otros países donde el equipo de relevos entrena junto durante meses, los atletas de EE.UU. a menudo se juntan pocos días antes de la gran competición, debido a sus compromisos individuales en el circuito profesional. Son un rejunte de talentos, no un equipo forjado en la adversidad compartida. La confianza ciega que requiere el pase de testigo no se puede fabricar en un par de sesiones de entrenamiento. Se construye con tiempo, con roces, con una química que va más allá de sumar los mejores tiempos individuales.
Mientras Jamaica celebraba sus victorias con bailes y una camaradería palpable, Estados Unidos coleccionaba conferencias de prensa para explicar lo inexplicable. Se convirtió en un bloqueo mental, una profecía autocumplida. Cada vez que se alineaban para un relevo, el fantasma de los fracasos anteriores corría con ellos. Y en el deporte, la duda es un veneno más potente que el ácido láctico. La mente, que debería ser la que controla al cuerpo, se convierte en el principal saboteador.
Lecciones de un cilindro en el suelo: más allá de la pista
Un objeto de 30 centímetros y no más de 50 gramos de peso tiene la capacidad de enseñar más sobre la naturaleza del éxito y el fracaso que cientos de manuales de autoayuda. La caída del testigo en Pekín es una parábola perfecta sobre la arrogancia, la preparación y la diferencia fundamental entre un grupo de individuos y un equipo. Demostró, con una claridad brutal, que el talento individual no es aditivo. No se puede simplemente poner a los cuatro corredores más rápidos del país juntos y esperar que la magia suceda. La suma de las partes, en este caso, fue un cero rotundo.
Este evento expone una verdad incómoda del deporte de alta competencia: su absoluta crueldad. Años, décadas de entrenamiento, de sacrificio, de dietas estrictas y de vidas dedicadas a pulir cada aspecto del rendimiento físico, pueden evaporarse en un instante por un error de cálculo de milímetros. No hay botón de reinicio. No hay segunda oportunidad. La pista es un juez implacable que no atiende a reputaciones ni a récords personales. O el testigo pasa de mano en mano dentro de la zona reglamentaria, o te vas a casa. Fin de la discusión.
Quizás la lección más profunda es sobre la humildad. El relevo obliga a los atletas, a menudo figuras con egos monumentales, a depender completamente de otro. El velocista más rápido del mundo no es nada si no recibe el testigo. Es un ejercicio forzado de confianza y cooperación que choca frontalmente con el espíritu del ‘sprint’, la prueba del ‘yo’ por excelencia. Cada vez que el testigo cae al suelo, es un recordatorio de que la gloria en ciertas disciplinas no se puede comprar con talento bruto ni con presupuestos estratosféricos. A veces, simplemente, se trata de saber pasarle el palo a tu compañero. Una lección que, por lo visto, a algunos les cuesta más que correr 100 metros en menos de 10 segundos. Y hay una ironía exquisita en todo eso.