Inobservancia del Debido Proceso Administrativo en Argentina

La vulneración del debido proceso administrativo compromete la validez de los actos estatales y habilita la defensa de los derechos del administrado.
Un gato intentando meter a la fuerza una pieza de rompecabezas cuadrada en un agujero redondo, mientras un perro lo observa con una expresión de aburrimiento. Representa: Inobservancia del debido proceso administrativo

El Debido Proceso: Un Detalle ‘Menor’ que la Administración Suele Olvidar

En el gran teatro del Derecho, el debido proceso es ese actor de reparto que todos dan por sentado hasta que olvida su línea, y entonces toda la obra se desmorona. Para la Administración Pública, a menudo es un concepto etéreo, una formalidad molesta que retrasa lo inevitable: el ejercicio de su poder. Sin embargo, esta “formalidad” no es otra cosa que el mandato del artículo 18 de la Constitución Nacional, que asegura que nadie puede ser penado sin un juicio previo. Y aunque la Constitución hable de “juicio”, la Corte Suprema, en un rapto de lucidez, extendió hace décadas esta garantía a los procedimientos administrativos. Un sumario, una multa, una clausura… todo es un pequeño juicio donde el Estado debe respetar ciertas reglas de juego.

Estas reglas, que conforman el llamado “debido proceso adjetivo”, no son un capricho de abogados quisquillosos. Son el esqueleto de la legalidad. Desglosemos estos elementos que, para sorpresa de nadie, son la base de cualquier sistema justo:

Derecho a ser oído: Parece una obviedad, pero es el pilar de todo. Antes de que el Estado decida si usted debe pagar una multa millonaria o si su comercio debe cerrar, tiene el derecho a que le escuchen. A que le notifiquen de qué se le acusa y le den la oportunidad de dar su versión de los hechos. No es un favor, es una obligación. Cuando se entera de la sanción por un cartel de “clausurado” en su puerta sin haber recibido jamás una citación, no es un descuido administrativo; es una vulneración flagrante de sus derechos.

Derecho a ofrecer y producir prueba: Su palabra, por muy elocuente que sea, no suele ser suficiente. El derecho a defenderse incluye la potestad de demostrar lo que afirma. Puede presentar documentos, proponer testigos, solicitar peritajes. Si la Administración le niega esta posibilidad, o simplemente ignora sus ofrecimientos y resuelve como si no existieran, está jugando con cartas marcadas. Es un monólogo del poder, no un procedimiento. La defensa se torna ilusoria y el resultado, predecible.

Derecho a una decisión fundada: El acto administrativo que pone fin al procedimiento —la multa, la sanción, la denegatoria— no puede ser un acto de fe. Debe estar motivado. Esto significa que el funcionario debe explicar, por escrito, las razones de hecho y de derecho que lo llevaron a esa conclusión. Debe analizar las pruebas presentadas, explicar por qué las de la acusación le convencen más que las de la defensa, y citar las normas que aplica. Un simple “visto y considerando, resuelvo” es el epítome de la arbitrariedad. La fundamentación es el puente que une la decisión con la ley; sin ese puente, la decisión flota en el vacío del capricho.

El Manual de Supervivencia para el Acusado: ‘Me Acusan, Luego Existo’

Recibir una notificación de la Administración que inicia un sumario en su contra puede sentirse como el preludio de una catástrofe. La primera reacción suele ser la negación o la parálisis. Ambas son pésimas estrategias. El Estado no suele mandar esas cartas por error. Si lo acusan, es porque tienen la intención de sancionarlo. Su única opción es defenderse, y hacerlo bien. Aquí algunas revelaciones que deberían ser de sentido común, pero que la experiencia demuestra que no lo son.

Primero, lea la notificación y entienda los plazos. Los plazos en derecho administrativo son como la gravedad: no son una opinión, son una ley fatal. Si le dan diez días para presentar un descargo, son diez días hábiles administrativos, y el día once, su derecho a hablar habrá caducado para siempre. El silencio, en este contexto, se interpreta como una aceptación tácita o, en el mejor de los casos, como un desinterés que deja el camino libre para la condena. Busque un abogado. No su primo que hace divorcios, sino alguien que haya pisado los pasillos de un contencioso administrativo y sepa la diferencia entre un recurso de reconsideración y uno jerárquico.

Segundo, presente un descargo contundente. Este escrito es su única oportunidad de fijar su posición. Se debe negar de forma genérica y luego pormenorizada cada uno de los hechos que se le imputan. Y luego, construir su propia historia, su versión de la verdad, apoyada en la lógica y, si es posible, en la prueba que ofrecerá. Es el momento de plantear todas las nulidades que vea, desde una notificación defectuosa hasta la vaguedad de la acusación. Todo lo que no se dice en el descargo, el expediente no lo sabrá jamás.

Tercero, ofrezca prueba como si no hubiera un mañana. Documental, testimonial, pericial, informativa. Todo lo que pueda remotamente servir para probar su inocencia o para cuestionar la acusación. No se autolimite. Pida que se libren oficios, que se citen testigos. Si la Administración se niega a producir una prueba esencial, usted debe insistir y dejar constancia de la negativa. Esa negativa será, más adelante, su mejor argumento para plantear la nulidad de todo lo actuado por indefensión. Cada papel, cada solicitud, es una munición para la batalla legal que podría venir después.

Finalmente, tome vista del expediente. Tiene derecho a leer cada foja del procedimiento que se sigue en su contra. Pida una copia. Analícelo con lupa. Busque inconsistencias, errores en las fechas, informes sin firma, pruebas que no prueban nada. A veces, el caso del Estado es un gigante con pies de barro, y solo se descubre examinándolo de cerca.

El Arte de Acusar: Cómo No Hacer Papelones en el Intento

Desde la otra vereda, la del Estado, las cosas parecen más sencillas. Se tiene el poder de iniciar, investigar y resolver. Una posición cómoda que, sin embargo, conlleva una enorme responsabilidad. Para el funcionario probo y diligente, aquí van unos consejos para que sus actos no terminen anulados en la justicia, generando un gasto inútil de recursos públicos y una buena dosis de frustración.

En primer lugar, sea claro en la imputación. Un acto de apertura de sumario debe describir la conducta presuntamente infractora con una claridad meridiana. Indicar el lugar, la fecha y las circunstancias. No es lo mismo decir “se detectaron irregularidades en la seguridad del local” que “el día 15 de marzo de 2023, en la inspección de las 11:30 hs, se constató que el matafuegos ubicado junto a la salida de emergencia se encontraba vencido, en infracción al artículo X de la ordenanza Y”. Lo primero es una opinión; lo segundo es un hecho. La defensa solo es posible frente a hechos concretos.

En segundo lugar, notifique correctamente. La notificación fehaciente es la piedra angular de la validez del procedimiento. Ahorrar en una carta documento o en una cédula de notificación es el peor negocio que puede hacer la Administración. Si no puede probar que el acusado se enteró debidamente del inicio del sumario y de su derecho a defenderse, todo lo que haga después será en vano. El expediente se convertirá en una colección de papeles inútiles destinados a ser invalidados por un juez.

Por último, fundamente la decisión final. Este es el momento de la verdad. El funcionario debe comportarse como un juez: valorar la prueba de cargo y la de descargo, explicar por qué una le merece más fe que la otra y conectar esa conclusión con la norma aplicable. Un acto sancionatorio no puede basarse en “la convicción íntima” del firmante. Debe ser una derivación razonada del derecho vigente aplicado a los hechos probados en el expediente. Escribir dos o tres párrafos coherentes que expliquen el porqué de la sanción no solo es una obligación legal, es una muestra de respeto al ciudadano y a la inteligencia.

Nulidad: La Consecuencia Mágica de Hacer las Cosas Mal

Llegamos al punto culminante. ¿Qué sucede cuando la Administración, ya sea por desidia, apuro o soberbia, ignora estas garantías mínimas del debido proceso? La consecuencia es drástica y hermosa en su simpleza lógica: el acto administrativo que se dicta es nulo, de nulidad absoluta e insanable. Esta no es una opinión, es una de las construcciones más sólidas del derecho administrativo. El acto nació muerto. No puede ser confirmado, ni purgado, ni salvado por el paso del tiempo.

El fundamento es que los vicios en los elementos esenciales del acto administrativo, como lo es el procedimiento, afectan el interés público y el orden jurídico. Permitir que el Estado sancione a un ciudadano sin haberle dado la oportunidad real de defenderse es legitimar la arbitrariedad, y eso socava las bases mismas del sistema republicano. La nulidad no es, por tanto, un tecnicismo a favor del infractor, sino una garantía a favor de todos los ciudadanos. Es el anticuerpo del sistema legal contra el virus del poder descontrolado.

El camino para obtener la declaración de esa nulidad es, hay que admitirlo, un tortuoso viaje burocrático. Primero, se debe agotar la vía administrativa. Esto implica presentar los recursos que la ley prevé (generalmente, reconsideración y jerárquico) ante la misma Administración que dictó el acto. Es un paso obligatorio en el que, siendo honestos, las chances de que la propia Administración reconozca su error garrafal son escasas. Pero es un requisito ineludible para poder abrir la puerta de la justicia.

Una vez agotada esa vía, se abre la instancia judicial a través de una demanda contencioso-administrativa, usualmente una acción de nulidad. Allí, frente a un juez imparcial, se desplegarán todos los argumentos sobre las violaciones al debido proceso. Se demostrará que no se pudo probar, que la decisión no fue fundada, que la acusación fue vaga. Y si los hechos y el derecho acompañan, el juez declarará la nulidad del acto. Lo borrará del mundo jurídico como si nunca hubiera existido.

En definitiva, el debido proceso administrativo es mucho más que un conjunto de pasos a seguir. Es la vara con la que se mide la civilización de un Estado. Exigirlo, pelear por él en cada expediente, es una tarea tediosa y a menudo ingrata. Pero es el recordatorio constante de que el poder no es un cheque en blanco. Tiene límites, tiene reglas y tiene consecuencias cuando las ignora. Y a veces, muy de vez en cuando, ver cómo un acto arbitrario se desvanece por la fuerza de la ley, produce una satisfacción intelectual inmensa. Es la victoria de la razón sobre la fuerza. Y eso, en cualquier ámbito, es digno de celebración.