Incumplimiento de Contrato de Seguridad Privada: Responsabilidad

La responsabilidad de una empresa de seguridad privada por incumplimiento contractual se rige por obligaciones de resultado y normativas de defensa del consumidor.
Una puerta de caja fuerte abierta, con un gato durmiendo plácidamente en su interior y un ratón saliendo con un gran trozo de queso. Representa: Una empresa de seguridad privada incumple el contrato de vigilancia dejando una propiedad desprotegida o respondiendo tardíamente a una emergencia comprometiendo la seguridad.

La naturaleza del contrato: ¿Pagar por un intento o por un resultado?

Contratar un servicio de seguridad privada es, en esencia, un acto de delegación de confianza. Uno paga para tercerizar la tranquilidad, para comprar una certeza. Sin embargo, cuando se produce el siniestro que se pretendía evitar, emerge una discusión casi filosófica que los tribunales ya han saldado hace tiempo: ¿se contrató un esfuerzo o un resultado? Algunas empresas, con una audacia digna de mejor causa, argumentan que su deber era meramente instrumental; que proveyeron cámaras, alarmas y un protocolo. Sostienen que su obligación era de medios, como la de un médico que no puede garantizar la cura, sino el mejor tratamiento posible. Una analogía francamente enternecedora, si no fuera jurídicamente insostenible.

El quid de la cuestión reside en la naturaleza misma del servicio. La Ley de Defensa del Consumidor (N° 24.240) y el propio Código Civil y Comercial son cristalinos. Cuando el objeto del contrato es la obtención de un fin específico —en este caso, la protección eficaz de un bien o una persona—, la obligación es de resultado. No se paga para que alguien ‘intente’ vigilar; se paga para que ‘vigile’. La diferencia no es semántica, es la columna vertebral de la responsabilidad. La promesa del proveedor de seguridad no es ‘haremos lo posible’, sino ‘su propiedad estará protegida’. El consumidor no adquiere un abono a la buena voluntad, sino un servicio cuya finalidad es la eficacia. La ausencia de esa eficacia prometida configura el incumplimiento. Simple y directo.

Argumentar que se cumplió porque la alarma ‘funcionaba’ pero la respuesta fue tardía, o porque el vigilador ‘estaba’ pero no en el lugar y momento precisos, es un intento de desnaturalizar el contrato. El Código Civil y Comercial, en su artículo 1723, nos recuerda que cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor es la diligencia exigible y la valoración de la previsibilidad de las consecuencias. ¿Hay algo más previsible para una empresa de seguridad que la posibilidad de un robo? Pretender que el siniestro fue un ‘caso fortuito’ cuando su misma existencia es la razón de ser del contrato, es una acrobacia argumental que rara vez sobrevive al primer análisis serio.

Por lo tanto, la premisa fundamental es que el servicio debe ser prestado en las condiciones ofrecidas y pactadas. Si se prometió respuesta en cinco minutos, una demora de quince es un incumplimiento. Si se contrató vigilancia permanente, la ausencia del personal, por el motivo que fuere, es un incumplimiento. No hay grises. El resultado prometido no se alcanzó, y de esa falencia nace, inexorablemente, el deber de reparar.

El ABC de la responsabilidad: Nexo causal y la carga de la prueba

Una vez establecido el incumplimiento —la ausencia de vigilancia o la respuesta tardía—, el siguiente paso es demostrar que ese fallo fue la causa directa del daño sufrido. Esto se conoce en la jerga como ‘nexo de causalidad adecuada’. Es decir, probar que, de haberse cumplido el contrato correctamente, el perjuicio (el robo, el daño) muy probablemente no habría ocurrido o se habría minimizado. La empresa demandada, por supuesto, intentará romper este nexo. Dirá que los delincuentes eran tan profesionales que ni la mejor respuesta los habría detenido, o que el daño era inevitable. Un argumento que postula, en esencia, la propia inutilidad del servicio que venden.

Aquí es donde el derecho del consumidor juega un papel estelar. El artículo 53 de la Ley 24.240 introduce lo que se conoce como ‘cargas probatorias dinámicas’. En criollo: quien está en mejores condiciones de probar un hecho, debe hacerlo. ¿Quién tiene los registros de la alarma, los logs del sistema, las grabaciones, los partes de los vigiladores y los protocolos de actuación? La empresa. Por lo tanto, no es el cliente quien debe realizar una proeza para demostrar el fallo; es la empresa la que debe probar, con una pila de documentación irrefutable, que cumplió con cada coma de sus obligaciones y que su accionar fue impecable y tempestivo. El silencio, la evasiva o la presentación de registros incompletos o ‘convenientemente’ corruptos son, en la práctica procesal, una confesión por omisión.

La evidencia es la reina del proceso. Para el damnificado, es vital recopilar todo lo posible: fotos del estado de la propiedad tras el hecho, la denuncia policial detallando el horario, testimonios de vecinos que puedan haber visto o escuchado algo, y, fundamentalmente, el registro de las llamadas a la empresa de seguridad. Cada minuto de demora, cada respuesta evasiva del operador, es oro en polvo. Para la empresa, su mejor defensa es una transparencia absoluta: presentar protocolos claros, registros de GPS de sus móviles, grabaciones de comunicaciones y cualquier otro elemento que demuestre que actuaron con la máxima diligencia que su propio marketing promete. Si no pueden demostrarlo, es porque probablemente no ocurrió.

El repertorio del damnificado: Tipos de daño y el famoso daño punitivo

Superadas las etapas anteriores, llegamos al momento de ponerle un número al perjuicio. El reclamo no se limita, como algunos creen, al valor de los objetos robados. La reparación debe ser integral. Esto incluye, en primer lugar, el daño emergente: el valor de reposición a nuevo de todo lo sustraído o dañado. Si se robaron un televisor, no se debe su valor de usado, sino lo que cuesta comprar uno nuevo de similares características. La depreciación la sufre el ladrón, no la víctima.

Luego está el lucro cesante. Si la propiedad afectada era un local comercial o un estudio profesional que debió cerrar por días para reparar los daños o reponer equipamiento, esa ganancia perdida es un daño cuantificable y reclamable. Requiere una prueba contable sólida, pero es perfectamente viable. Y finalmente, el daño moral. Este es el precio del mal momento, de la angustia, de la violación de la intimidad y de la pérdida de la sensación de seguridad en el propio hogar o lugar de trabajo. Su cuantificación es subjetiva y depende del criterio del juez, pero se fundamenta en el padecimiento espiritual que genera un evento de esta naturaleza, agravado por la negligencia de quien debía impedirlo.

Pero la joya de la corona en materia de consumo es el daño punitivo. Contemplado en el artículo 52 bis de la LDC, no busca reparar a la víctima, sino castigar al proveedor por una inconducta grave y disuadirlo de repetirla en el futuro. No se otorga siempre. Requiere una indiferencia dolosa o una negligencia grosera hacia los derechos del consumidor. Dejar una propiedad sin vigilancia por ‘ahorrar costos’ o mentir descaradamente sobre los tiempos de respuesta son conductas que encajan perfectamente en esta figura. Es una multa civil que puede elevar considerablemente el monto de la sentencia y que envía un mensaje claro al mercado: la desidia y el menosprecio por el cliente tienen un costo muy alto.

Consejos desde la trinchera: Estrategias para las partes en conflicto

Para el consumidor afectado, la estrategia es metódica y fría. Primero: documentar todo. Fotos, videos, inventario detallado de lo perdido con facturas o presupuestos si es posible, y la denuncia policial. Segundo: realizar el reclamo formal ante la empresa. Si la respuesta es insatisfactoria, el siguiente paso es una carta documento redactada por un abogado. Es un misil legal que formaliza el reclamo y constituye en mora al proveedor. Tercero: iniciar la instancia de mediación prejudicial obligatoria (como el COPREC a nivel nacional). Muchas veces, ante la perspectiva cierta de un juicio largo y costoso, las empresas prefieren llegar a un acuerdo razonable en esta etapa. Si no hay acuerdo, la demanda judicial es el camino inevitable. La paciencia es clave; la justicia no es veloz, pero la solidez de la posición del consumidor en estos casos suele ser abrumadora.

Para la empresa de seguridad, el mejor consejo es un baño de realidad. Primero: auditoría interna inmediata. Revisar qué falló y por qué. Si el error es evidente, intentar negarlo es la peor estrategia. Dilata el conflicto, aumenta los costos legales y expone a la compañía a una condena por daño punitivo que puede ser económicamente devastadora. Segundo: tomarse el reclamo en serio desde el primer minuto. Una oferta de acuerdo rápida, justa y que contemple la totalidad de los daños (incluyendo una compensación por el daño moral) puede cerrar el caso y evitar un litigio. A veces, pagar un siniestro es parte del costo operativo y es más barato que defender lo indefendible. Tercero: invertir en protocolos y tecnología, y sobre todo, en la capacitación del personal. La mejor defensa legal es, paradójicamente, que no haya necesidad de una. Cumplir el contrato no es una opción, es la única manera de sostener un negocio que, irónicamente, se basa en la confianza y la certeza. Creer que se puede vender seguridad y entregar displicencia es un error de cálculo que, tarde o temprano, se paga en los tribunales.