Incumplimiento contractual en eventos: defensa del consumidor y daños.

La Fiesta Terminó: Anatomía de un Incumplimiento Contractual
Parece una revelación asombrosa en tiempos de flexibilidad moral, pero los contratos, esos documentos que a menudo se firman con la misma atención que los términos y condiciones de una red social, están diseñados para ser cumplidos. En el universo jurídico, este principio tiene un nombre solemne: pacta sunt servanda. Traducido del latín, significa que los pactos obligan. Un concepto que, por alguna razón, parece evaporarse en el calor de una cocina que entrega el catering frío o en la mente de un DJ que confunde una boda con una fiesta de egresados de los noventa. El acuerdo con un organizador de eventos no es una mera sugerencia de buenas intenciones; es una obligación de resultado. Esto no es un detalle menor. La empresa no se compromete a ‘hacer lo posible’, sino a entregar un resultado específico y concreto: la fiesta soñada, el evento corporativo impecable, la celebración tal como fue descripta, fotografiada y vendida. El Código Civil y Comercial de la Nación es meridianamente claro al respecto.
El incumplimiento, por tanto, no se limita al escenario catastrófico de un salón vacío y un proveedor ausente. La sutileza es el campo de juego donde se libran estas batallas. El incumplimiento es también parcial o defectuoso. Si el contrato prometía un centro de mesa con orquídeas de Tailandia y en su lugar aparecen claveles de oferta, hay incumplimiento. Si el fotógrafo contratado por su prestigioso portfolio envía a un aprendiz que no sabe manejar el flash, hay incumplimiento. Si el menú para celíacos se contamina por una negligencia flagrante en la cocina, no solo hay incumplimiento, sino un riesgo para la salud que agrava la situación. Cada cláusula, cada detalle prometido y no entregado, constituye una pequeña o gran fractura en la estructura del contrato. La ley no distingue entre el desastre total y la muerte por mil cortes; ambos son jurídicamente reprochables y, más importante aún, resarcibles. La ‘experiencia arruinada’ es la forma poética de describir una serie de violaciones contractuales perfectamente identificables y cuantificables.
El Consumidor Desprotegido: Una Ficción Conveniente
Existe una narrativa popular que presenta al individuo como una entidad indefensa frente a las corporaciones. En el ámbito del derecho del consumidor, esta idea es una verdad a medias, una ficción conveniente para quienes desconocen las herramientas a su disposición. La Ley N° 24.240 de Defensa del Consumidor (LDC) no es una declaración de principios; es un arsenal. Cuando una persona contrata un servicio para un fin personal —como una boda, un bautismo o un cumpleaños— se convierte, para la ley, en un consumidor. Y el organizador, en un proveedor. Esta simple calificación transforma por completo el panorama procesal.
La consecuencia más notable es la inversión de la carga de la prueba. En un juicio civil tradicional, quien alega un hecho debe probarlo. Bajo la LDC, es el proveedor quien debe demostrar fehacientemente que cumplió con cada una de sus obligaciones. No es el cliente quien debe juntar una pila de pruebas para demostrar que el salmón estaba en mal estado; es el proveedor quien debe probar que su cadena de frío era impecable y que el producto servido era apto. Esta ventaja procesal es monumental. A esto se suma el ‘diálogo de fuentes’ entre la LDC y el Código Civil y Comercial, un principio que establece que ante cualquier duda o superposición normativa, siempre se aplicará la ley más favorable para el consumidor. En la práctica, el consumidor no está desprotegido; está, de hecho, en una posición de considerable fortaleza, siempre que decida ejercerla.
Manual de Supervivencia para Damnificados (y para Proveedores Audaces)
Para el consumidor damnificado, el camino a seguir es metódico y contundente. Lo primero, y más obvio, es documentar absolutamente todo. El contrato, los correos electrónicos, las conversaciones de WhatsApp donde se prometieron maravillas, las facturas, los recibos, y por supuesto, fotos y videos del día del evento que evidencien las fallas. Una lista de testigos presenciales es invaluable. El segundo paso es abandonar el teléfono y las quejas informales. Se debe enviar una carta documento. Este no es un simple reclamo; es una intimación formal que fija la posición, detalla los incumplimientos y constituye al proveedor en mora. Interrumpe la prescripción y es el primer ladrillo de un futuro juicio. Ignorarla es, para el proveedor, un error estratégico garrafal. Con esa base, el siguiente paso es la instancia de conciliación obligatoria (como el COPREC), un intento formal de llegar a un acuerdo. Si eso falla, la vía judicial queda expedita para reclamar no solo lo pagado, sino la reparación integral de todos los daños.
Para el proveedor acusado, la estrategia del avestruz es la peor posible. Creer que el problema desaparecerá por ignorarlo es una ingenuidad que puede costar muy caro. Al recibir una carta documento, la respuesta debe ser inmediata y asesorada. A menudo, un acuerdo rápido y razonable es infinitamente más económico que una sentencia judicial adversa, que incluirá intereses, costas del juicio y, potencialmente, daños punitivos. Si el proveedor cree haber cumplido, debe tener la documentación que lo respalde. ¿Dónde está el remito de conformidad firmado por el cliente? ¿Las pruebas de la calidad de los productos? La excusa de que ‘un subcontratado falló’ es legalmente irrelevante para el cliente; la responsabilidad del organizador es total e indelegable. La única defensa real es el caso fortuito o la fuerza mayor, y una logística deficiente no entra en esa categoría. El riesgo empresario es, precisamente, parte de su negocio.
El Precio de la Memoria: Cuantificando el Daño Moral y Punitivo
Llegamos al núcleo del asunto, al rubro que más incomodidad genera en los proveedores y que representa la verdadera compensación para el afectado: el daño moral. Aquí no se discute el valor de un plato de comida o de un arreglo floral. Se discute el precio de un recuerdo arruinado. Un evento como una boda es, por definición, irrepetible. La angustia, la vergüenza frente a los invitados, la desilusión y la frustración de ver un momento único manchado por la negligencia ajena no es una simple ‘molestia’. Es un daño extrapatrimonial que los jueces están obligados a reparar. Su cuantificación no es un capricho. Los magistrados analizan la naturaleza del evento, la magnitud del incumplimiento, el impacto emocional en los afectados y los precedentes judiciales para fijar una suma de dinero que, si bien no puede borrar el mal momento, busca otorgar una satisfacción compensatoria.
Pero la ley va un paso más allá. El artículo 52 bis de la LDC introduce la figura del daño punitivo. Esta es una multa civil que no busca compensar a la víctima, sino castigar al proveedor por una inconducta grave y disuadirlo a él, y a otros en el mercado, de repetirla. Se aplica cuando el proveedor ha demostrado un desprecio deliberado por los derechos del consumidor, obteniendo un beneficio económico de su propio incumplimiento (por ejemplo, ahorrando costos con materiales de menor calidad). El monto puede ser significativo, llegando hasta el máximo que establece la ley, actualmente en una cifra que se actualiza periódicamente. Es el arma más poderosa del consumidor y la razón por la cual un proveedor inteligente piensa dos veces antes de tratar a un cliente como si su contrato fuera papel mojado. En un mundo donde se mercantiliza hasta la memoria, el sistema legal, irónicamente, ha encontrado una forma de ponerle un precio justo al incumplimiento, demostrando que arruinar una fiesta puede terminar siendo un pésimo negocio.