Incumplimiento Bancario de la Ley de Lavado de Activos

La responsabilidad de las entidades financieras ante la Ley 25.246 y las consecuencias del incumplimiento de sus deberes de control y reporte.
Un gran agujero negro tragando billetes de banco. Representa: Incumplimiento de la Ley de Lavado de Activos (Ley 25.246) por el banco

El Deber Ser vs. La Realidad: El Rol del Banco

La Ley 25.246 y sus modificaciones posteriores crearon una figura central en el ecosistema financiero: los “sujetos obligados”. Dentro de este selecto club, los bancos son, por lejos, los socios más importantes. La ley les encomienda una tarea que, en papel, suena a misión de paladines: ser la primera línea de defensa contra el lavado de activos y la financiación del terrorismo. Para ello, se les exige, entre otras cosas, conocer a su cliente. No se trata de un saludo cordial, sino de una disección patrimonial, una biografía financiera que justifique cada movimiento de fondos. Deben saber quién es, a qué se dedica y de dónde saca la pila de dinero que pretende depositar o transferir.

Además, deben reportar a la Unidad de Información Financiera (UIF) cualquier operación que consideren “sospechosa”. La UIF, ese ente estatal creado para centralizar y analizar la información, depende enteramente de la diligencia de estos sujetos obligados. Sin sus reportes, la UIF es un general sin ejército. El sistema, en su concepción teórica, es casi perfecto. Una red donde cada entidad financiera actúa como un nodo vigilante, tejiendo una barrera de contención contra el capital ilícito. Una maravilla de la ingeniería legal.

La revelación, que de tan obvia resulta casi ofensiva, es que este andamiaje normativo se enfrenta a una fuerza mucho más antigua y poderosa: el interés comercial. El banco, como cualquier empresa, busca maximizar ganancias. Y a veces, un cliente que mueve cifras astronómicas con explicaciones vagas es, ante todo, un cliente rentable. El deber de reportar una operación sospechosa entra así en conflicto directo con el deseo de conservar una cuenta jugosa. Es aquí donde la diligencia se vuelve selectiva y el “deber ser” se toma una licencia. El incumplimiento rara vez es un accidente; es, más bien, una decisión de negocios con riesgos calculados.

Señales de Humo: ¿Qué es una ‘Operación Sospechosa’?

El concepto de “operación sospechosa” es el corazón del sistema y, al mismo tiempo, su talón de Aquiles. La ley la define como aquella transacción que, sin importar su monto, se presenta como inusual, sin justificación económica o jurídica aparente, o de una complejidad injustificada. Pensemos en ejemplos claros: un monotributista que de repente recibe transferencias millonarias desde paraísos fiscales; una sociedad recién creada que compra diez autos de alta gama al contado; o un flujo de depósitos en efectivo por cifras apenas inferiores al límite que dispara un reporte automático. Son señales de humo en un día despejado.

La normativa de la UIF proporciona guías, tipologías y ejemplos para ayudar a los bancos a identificar estas banderas rojas. Se espera que el oficial de cumplimiento, una figura que debería tener poder y autonomía dentro de la entidad, analice estos casos con criterio y active las alarmas. Sin embargo, la sospecha es un juicio subjetivo. Lo que para un analista riguroso es un indicio claro de lavado, para otro, más “flexible”, puede ser simplemente “una operatoria compleja de un cliente importante”. El banco tiene la obligación de aplicar una debida diligencia reforzada en estos casos, que implica pedir más papeles, más explicaciones, y básicamente, incomodar al cliente. Una incomodidad que puede llevar al cliente a buscar otro banco, quizás uno con la vista un poco menos aguda.

Para el Acusador: Construyendo un Caso Sólido (o al menos, verosímil)

Si usted se encuentra en la posición de tener que demostrar que un banco incumplió con sus deberes, prepárese para un ejercicio de paciencia franciscana. Su tarea es probar que la entidad no fue simplemente negligente, sino que actuó con una ceguera deliberada. No basta con señalar la operación sospechosa; hay que demostrar que el banco tenía todos los elementos para verla como tal y eligió mirar para otro lado.

La clave está en la prueba documental. Es fundamental reconstruir el perfil del cliente que el banco *debía* haber elaborado. ¿Tenía la declaración de bienes actualizada? ¿Se verificó el origen de los fondos para esa transacción específica? ¿Se contrastó la actividad declarada por el cliente con su operatoria real? A menudo, encontrará que el legajo del cliente es un dechado de formalidades vacías: formularios firmados pero información sin verificar, casillas tildadas sin documentación de respaldo. Su trabajo es exponer esa fachada.

Deberá argumentar que la operación era tan evidentemente anómala que cualquier empleado con dos dedos de frente, y no digamos un oficial de cumplimiento, la habría marcado. La defensa del banco, previsiblemente, se centrará en la enormidad de su volumen operativo, pintándose a sí mismo como un gigante bienintencionado pero desbordado. Su misión es demostrar que no se trata de una aguja en un pajar, sino de un elefante en un bazar que el banco, por conveniencia, decidió tratar como un objeto de decoración.

Para el Acusado: Estrategias de Defensa (o el arte de la plausible negación)

Ahora, si le toca estar del otro lado del mostrador, representando a la entidad financiera, el guion cambia drásticamente. Aquí, la narrativa es la de la víctima de las circunstancias, un pilar de la comunidad financiera que hizo todo lo humanamente posible. La estrategia de defensa se apoya en varios pilares, todos con un barniz de razonabilidad.

Primero, el argumento del volumen. Se presentarán estadísticas impresionantes sobre las millones de transacciones que el banco procesa a diario. El mensaje implícito: es imposible controlarlo todo. La operación en cuestión fue una excepción lamentable, un punto ciego en un sistema de vigilancia por lo demás robusto y carísimo. Segundo, la subjetividad de la sospecha. Se argumentará que, con la información disponible en ese momento, la operación no parecía tan anómala. Es fácil juzgar con el diario del lunes, pero en el fragor del día a día, no era una señal tan clara. Se invocará la presunción de buena fe del cliente y del propio banco.

Una táctica clásica es sacrificar a un peón. Si la evidencia es abrumadora, siempre se puede culpar a un empleado de rango medio o bajo que “no siguió los protocolos internos”. El banco, en este relato, es también víctima de un trabajador infiel o negligente. La entidad demostrará que tiene manuales de procedimiento, capacitaciones anuales obligatorias y un código de ética impecable. Que un individuo no lo haya cumplido es una falla personal, no sistémica.

Al final del día, las consecuencias para el banco suelen ser económicas. Una multa, que puede ser significativa, pero que a menudo se percibe internamente como un costo más de hacer negocios. El daño reputacional, aunque más difícil de cuantificar, es lo que realmente preocupa. Por eso, el objetivo principal de la defensa no es solo evitar la sanción, sino preservar la imagen de una institución sólida y confiable. Una imagen que, como hemos visto, requiere de un mantenimiento constante y, a veces, de una actuación convincente.