Hipoteca Oculta en Compraventa: Responsabilidad del Vendedor

El escenario del desastre: la firma es solo el comienzo
Mire, vamos a empezar por desmitificar algo. La gente viene al estudio con cara de tragedia, diciendo: ‘Doctora, compré, y ahora no puedo inscribir la propiedad a mi nombre porque tenía una hipoteca’. Y no, generalmente no es así. El problema no es que el Registro de la Propiedad Inmueble le rechace la escritura. El Registro inscribe. Vaya si inscribe. El problema, el verdadero nudo del asunto, es que usted compra el inmueble y, de regalo, se lleva la deuda del otro. El banco que tiene esa hipoteca como garantía no le va a preguntar a usted si sabía o no sabía. El banco ve un crédito impago y un inmueble que lo garantiza, y va a ejecutarlo, esté a nombre de Pérez o de González. Usted se convierte en el dueño de un problema ajeno. El título de propiedad se transfiere, sí, pero se transfiere con un gravamen, con un ancla que lo puede arrastrar al fondo del mar.
Entonces, el comprador, flamante propietario de un dolor de cabeza, se encuentra con que su sueño de la casa propia es en realidad una pesadilla burocrática y financiera. Y ahí nace la pregunta del millón: ¿cómo pasó esto? ¿Nadie vio nada? La respuesta, como casi siempre en derecho, es un frustrante ‘depende’. El escribano interviniente tiene la obligación de pedir los certificados de dominio y de inhibiciones. Estos papeles son una foto del estado jurídico del inmueble y del vendedor en un momento determinado. Pero el sistema no es infalible. Los certificados tienen una vigencia. Una hipoteca pudo haberse inscripto después de expedido el certificado pero antes de que ingrese su escritura. Es raro, pero posible. O, más común de lo que uno quisiera admitir, puede haber un error, una mala interpretación. Pero en el 90% de los casos, la hipoteca ya estaba ahí, visible para quien quisiera verla. El tema es que a veces, en el apuro, en la confianza, en el ‘dejalo que de esto se encarga el escribano’, se pasan por alto las señales.
El vendedor, por supuesto, tiene una obligación central, prístina, que está en la médula del Código Civil y Comercial: la obligación de saneamiento. Es una palabra técnica, elegante, que esconde algo muy básico: el que vende tiene que garantizar que lo que vende sirve para su propósito y que no viene con sorpresas legales. Que no le están vendiendo un auto con el motor fundido ni una casa que mañana se la puede reclamar un tercero. Esta obligación es como un paraguas que cubre dos grandes tormentas: la evicción y los vicios ocultos, o como los llamamos los abogados, vicios redhibitorios. Una hipoteca no declarada es un vicio. No es un vicio material, como una cañería rota. Es un vicio en el derecho, un defecto en el título que lo hace imperfecto, que disminuye su valor o su utilidad. Y si el comprador hubiese conocido ese vicio, o no compraba, o pagaba mucho menos. Es de una lógica aplastante.
Las armas sobre la mesa: el Código y la ‘sensibilidad’ judicial
Cuando el comprador ya está hasta el cuello, la ley le tira un salvavidas. El Código Civil y Comercial, en sus artículos 1033 y siguientes, regula esta famosa obligación de saneamiento. No es letra muerta, es la base de todo el reclamo. Le da al comprador dos caminos principales. El primero, el más drástico, es la resolución del contrato. Esto significa, en criollo, deshacer toda la operación. El comprador devuelve el inmueble y el vendedor devuelve el precio, con sus intereses, y además, debe pagar todos los daños y perjuicios. Parece justo, ¿no? El problema es que un juicio de resolución de contrato es un camino largo, tortuoso y caro. Años. Piense en años de su vida, en inflación que licúa cualquier monto, en la incertidumbre de cobrarle a un vendedor que, quizás, ya se gastó la plata y es insolvente. Es una bomba atómica, pero a veces el daño colateral es demasiado grande.
El segundo camino es más sutil, más quirúrgico: la acción ‘quanti minoris’ o de reducción del precio. El comprador se queda con la propiedad, pero exige que el vendedor le devuelva una parte del precio equivalente a la disminución de valor que provoca la hipoteca. Es decir, si la casa vale 100 y la hipoteca es de 30, el vendedor debería devolver esos 30, más los intereses y algún que otro daño. Esta opción suele ser más estratégica, más realista. Permite conservar el bien, que a lo mejor al comprador le interesa por su ubicación o sus características, y enfocar el pleito en un reclamo puramente económico. Se asume la pérdida, se la cuantifica y se la reclama.
Pero aquí entra un factor clave: la mala fe del vendedor. Si el vendedor sabía de la hipoteca y la ocultó deliberadamente, su responsabilidad se agrava. El Código es muy claro: si hay dolo, si hay mala fe, el vendedor no solo responde por el saneamiento, sino por todos los daños y perjuicios que el comprador pueda probar. Y cuando digo todos, son todos. El daño moral por la angustia y la zozobra, los gastos de abogados, el lucro cesante si pensaba alquilar la propiedad… todo. Probar la mala fe es el santo grial del juicio. ¿Cómo se prueba? Con mails donde se hablaba del tema, con mensajes de texto, con testigos que hayan escuchado al vendedor admitirlo. Si se logra probar, la posición del comprador se fortalece exponencialmente. El juez, que a menudo tiene una cierta ‘sensibilidad social’, como les gusta decir en los fallos, tiende a inclinarse por el adquirente, la parte que se presume más débil, la que fue engañada.
La trinchera del comprador: estrategia, no pataleo
Mi consejo para un comprador en esta situación nunca es moral. Es pura estrategia de trinchera. Lo primero, antes de mandar a su abogado a repartir mandobles en Tribunales, es la calma. Y después, una intimación fehaciente. Una carta documento, redactada por un letrado, que sea clara, precisa y brutalmente contundente. Se le explica al vendedor el vicio descubierto, se lo acusa de haberlo ocultado, se lo intima a que en un plazo perentorio (10, 15 días) proceda a levantar el gravamen hipotecario bajo apercibimiento de iniciar acciones legales por resolución de contrato y/o daños y perjuicios, citando la mala fe y todas las consecuencias que eso conlleva. ¿Por qué esto es fundamental? Primero, porque constituye en mora al vendedor de manera formal. Segundo, porque lo asusta. Una cosa es una llamada por teléfono y otra muy distinta es recibir un papel oficial que habla de juicios y embargos. Muchos vendedores, puestos contra la pared, buscan una solución para evitar un mal mayor.
Si la carta documento no surte efecto, entonces sí, se afilan los lápices para la demanda. Y acá hay que ser frío. ¿Qué me conviene más? ¿La resolución del contrato o la reducción del precio? Si el mercado inmobiliario subió, quizás devolver la propiedad y recibir el precio histórico, por más que se ajuste por inflación, es un mal negocio. Quizás es mejor quedarse con el inmueble y pelear por la plata de la hipoteca. Hay que analizar el caso concreto, los números, los tiempos del juzgado que toque en suerte. El auto judicial, el primer despacho del juez, puede tardar meses. La mediación obligatoria es otro paso ineludible, una instancia para ver si hay alguna posibilidad de acuerdo antes de que la maquinaria judicial, lenta y pesada, se ponga en marcha. En esa mediación, con las cartas sobre la mesa, a veces se logran acuerdos razonables. Porque el vendedor, por más soberbio que sea, sabe que un juicio con mala fe probada es una condena casi segura a pagar mucho más de lo que debe.
La clave para el comprador es la prueba. Guardar todo. Absolutamente todo. Desde el primer correo electrónico hasta el último mensaje de WhatsApp. El boleto de compraventa, los informes de dominio, los mails con la inmobiliaria, con el escribano. Todo sirve para reconstruir la historia y demostrar que él actuó de buena fe y que el vendedor, como mínimo, fue negligente, y como máximo, un estafador. La buena fe se presume, pero la mala fe hay que probarla. Y en esa prueba se juega gran parte del partido.
El rincón del vendedor y la moraleja (que no es moral)
Ahora, pongámonos un segundo en los zapatos del vendedor. No para justificarlo, sino para entender su posición y sus posibles (y escasas) defensas. A veces no hay una intención dolosa, sino una ignorancia supina o un pésimo asesoramiento. Hay gente que cree, de verdad, que al vender la propiedad la hipoteca ‘se va sola’ o que la puede cancelar con el dinero que recibe de la venta en el mismo acto. Y sí, eso se puede hacer, pero tiene que estar todo blanqueado, explicitado en la escritura. El escribano retiene el monto adeudado, se lo entrega al banco acreedor y se cancela la hipoteca. Pero si no se dice nada, si se firma como si el inmueble estuviera libre de deudas, el vendedor se mete en una pila de problemas.
La única defensa real que tiene el vendedor es demostrar que el comprador conocía el vicio. Que sabía de la existencia de la hipoteca y que consintió en comprar igual. ¿Cómo se prueba eso? Es casi imposible si no está expresamente mencionado en la escritura o en el boleto de compraventa. Si en los papeles dice que el inmueble se vende ‘libre de todo gravamen’, la suerte del vendedor está prácticamente echada. Podrá argumentar que el comprador fue negligente por no hacer un estudio de títulos más profundo, pero la obligación principal de informar y de entregar la cosa en condiciones es suya. El Código no ampara al que oculta información relevante. Así de simple.
Mi consejo para un vendedor que recibe esa carta documento es: no la ignore. No se haga el distraído. Busque un abogado inmediatamente y evalúe sus opciones. La negación es el peor camino. En la mayoría de los casos, la estrategia más inteligente es intentar negociar. Ofrecer levantar la hipoteca, proponer una quita del precio, buscar un acuerdo en la mediación. Porque la alternativa es un juicio largo, con costas, con honorarios de abogados (los propios y los ajenos), con intereses que corren desde el día de la mora y con el riesgo cierto de una condena por daños y perjuicios que puede duplicar o triplicar el monto original de la hipoteca. Es una cuestión de cálculo de daños. A veces, pagar hoy, aunque duela, es infinitamente más barato que una sentencia condenatoria dentro de cinco o seis años.
La prevención: el único remedio que de verdad funciona
Y al final, todo esto nos lleva a la misma conclusión, una que repito como un mantra hasta el hartazgo: el mejor juicio es el que no se inicia. Toda esta catástrofe se podría haber evitado con una simple medida preventiva que muchos, por ahorrar unos pesos o por simple desidia, omiten: un estudio de títulos hecho por un abogado. No es lo mismo que los certificados que pide el escribano. Un estudio de títulos es un análisis profundo de la historia jurídica del inmueble, un viaje de veinte años hacia atrás en el folio real, para detectar no solo hipotecas, sino embargos, servidumbres, usufructos, declaratorias de herederos, cualquier cosa que pueda enturbiar el derecho del futuro propietario. Es el trabajo de un sabueso, de un paranoico profesional que busca el pelo en la sopa.
El escribano da fe de lo que tiene a la vista en un momento dado, pero el abogado asesor de parte tiene la obligación de desconfiar, de proteger los intereses de su cliente de forma integral. El comprador debe entender que el escribano, aunque lo elija él, tiene un deber de imparcialidad. Su abogado, no. Su abogado está para defenderlo a él. Invertir en ese asesoramiento previo es el seguro más barato contra un futuro litigio. Porque, créame, una vez que se firma y el problema aparece, ya no hay soluciones mágicas. Solo hay herramientas legales, que son como bisturíes. Pueden salvarlo, sí, pero la operación siempre es dolorosa, deja cicatrices y la recuperación es lenta. Muy lenta. Y en el pasillo de Tribunales, la paciencia es un bien que cotiza en bolsa.












