Garantía y Uso Indebido: La Carga de la Prueba en Defensa del Consumidor

La ficción del ‘uso indebido’ como defensa universal
Resulta fascinante la coreografía casi ritual que se despliega cuando un producto, adquirido con la ilusión del buen funcionamiento, decide unilateralmente concluir su vida útil de forma prematura. El consumidor, munido de su factura y una paciencia menguante, se presenta ante el vendedor, quien, tras una inspección que rara vez supera lo ocular, emite un veredicto solemne: ‘uso indebido’. Esta afirmación, lanzada con la certeza de quien revela una verdad axiomática, pretende cerrar toda discusión. Es un recurso notablemente popular, quizás por su elegante simplicidad. Sin embargo, en el austero mundo del derecho, las afirmaciones requieren algo más que convicción: requieren prueba. La Ley de Defensa del Consumidor N° 24.240 no es un compendio de sugerencias amables; es un cuerpo normativo de orden público. Esto significa que sus disposiciones son imperativas y las partes —consumidor y proveedor— no pueden pactar en contrario. Dentro de este marco, el artículo 11 establece la garantía legal obligatoria para todos los bienes muebles no consumibles. Seis meses para productos nuevos, tres para usados. No es una cortesía del comerciante, es una obligación legal indelegable.
La piedra angular de la protección en esta materia es una presunción fundamental: si el defecto se manifiesta durante el plazo de la garantía, la ley presume que el vicio ya existía al momento de la entrega. El producto no ‘se rompió’, sino que se entregó con una falla latente que afloró con el uso normal y esperado. Por lo tanto, la narrativa del ‘uso indebido’ no es una simple explicación, sino una defensa legal específica conocida como ‘ruptura del nexo causal por culpa de la víctima’. Para que esta defensa prospere, el proveedor no solo debe alegarla, sino que debe demostrarla de manera concluyente. La carga de la prueba, ese pesado fardo procesal, recae enteramente sobre sus hombros. No es tarea del consumidor probar su inocencia y diligencia en el uso de una tostadora o un celular. Es obligación del vendedor o fabricante demostrar, con evidencia técnica y objetiva, que el desperfecto fue causado directa y exclusivamente por una acción negligente o anómala del usuario. Sin esa prueba, la alegación es un mero recurso retórico, jurídicamente irrelevante.
El ajedrez probatorio: Quién mueve primero y con qué piezas
En el tablero del proceso legal, la distribución de la carga probatoria define la estrategia y, a menudo, el resultado. El principio general en derecho procesal civil es que ‘quien alega un hecho, debe probarlo’. Sin embargo, el derecho del consumidor, reconociendo la asimetría estructural entre un proveedor y un individuo, subvierte esta lógica. Nos encontramos frente a lo que la doctrina denomina ‘cargas probatorias dinámicas’ o, más directamente en este ámbito, una inversión de la carga de la prueba en favor del consumidor. Este principio, consagrado en el artículo 53 de la LDC, reconoce que el proveedor está en una posición inmensamente superior para producir la prueba técnica necesaria. Posee el conocimiento del producto, el acceso a laboratorios y peritos, y los recursos económicos para hacerlo. Exigir al consumidor que demuestre la inexistencia de un uso indebido sería imponerle una ‘prueba diabólica’, es decir, la prueba de un hecho negativo.
Entonces, ¿qué constituye una ‘prueba fehaciente’ de uso indebido? Ciertamente, no es la opinión subjetiva de un empleado del local. Tampoco es un informe interno redactado por la misma empresa que se beneficia de esa conclusión. Una prueba robusta exige un dictamen pericial detallado, emitido por un técnico calificado e imparcial, que identifique con precisión la naturaleza del daño y establezca una relación de causalidad inequívoca con una acción específica del consumidor. Por ejemplo, no basta con decir ‘se mojó’. El informe debería, idealmente, analizar la corrosión, identificar el tipo de líquido y su punto de ingreso, y demostrar cómo ese evento es incompatible con el funcionamiento normal y previsible del aparato, descartando a su vez cualquier falla de sellado preexistente. Es un estándar de prueba riguroso y, para muchos vendedores, prohibitivamente engorroso. De ahí la preferencia por la negación dogmática, esperando que el consumidor, por desconocimiento o agotamiento, simplemente desista.
Opciones del consumidor ante la reparación insatisfactoria o la negativa
Frente a la negativa del proveedor a cumplir con la garantía o si, habiendo aceptado la reparación, esta resulta insatisfactoria, el consumidor no queda en un limbo. El artículo 17 de la LDC le otorga un abanico de opciones, y es crucial entender que la elección le corresponde exclusivamente a él. No puede el proveedor imponer una de ellas. Las alternativas son claras: a) exigir la sustitución del producto por uno nuevo de idénticas características; b) devolver el bien en el estado en que se encuentre a cambio de recibir el importe equivalente a las sumas pagadas, conforme el precio actual en plaza de la cosa; o c) obtener una quita proporcional del precio. Si el producto sigue fallando después de una reparación, se considera que esta no ha sido satisfactoria, activando inmediatamente estas opciones. El consumidor no está obligado a someter su producto a un ciclo interminable de reparaciones fallidas. La ley busca una solución definitiva, no un paliativo. El primer paso formal suele ser la instancia conciliatoria obligatoria (como el COPREC a nivel nacional o sus equivalentes provinciales). Este no es un mero trámite. Es un ámbito donde un conciliador, un tercero abogado e imparcial, le recordará al proveedor los fundamentos legales de su obligación, a menudo disuadiendo posturas intransigentes basadas en la simple especulación del ‘mal uso’.
Más allá de la garantía: El daño punitivo y la dignidad del consumidor
La disputa por una garantía no se limita al valor material del producto defectuoso. Involucra tiempo, frustración y, en muchos casos, un menoscabo a la dignidad del consumidor, tratado con desdén o acusado injustamente. Consciente de ello, el ordenamiento jurídico prevé herramientas que trascienden la mera reparación del objeto. La figura del daño punitivo, incorporada en el artículo 52 bis de la LDC, es una de las más potentes. Su finalidad no es compensar al consumidor por un daño sufrido —para eso está el daño moral y el daño emergente—, sino castigar al proveedor por una conducta particularmente grave y disuadirlo a él y a otros de repetirla en el futuro. Negarse a cumplir una garantía basándose en una excusa de ‘uso indebido’ sin la más mínima prueba, forzando al consumidor a iniciar un reclamo, es un ejemplo paradigmático de una conducta que amerita una sanción punitiva. Implica un incumplimiento deliberado de una obligación legal clara y una total despreocupación por los derechos del cliente. Los tribunales han aplicado multas significativas en estos casos, entendiendo que el proveedor especula con que la mayoría de los consumidores no reclamará.
Adicionalmente, existe el daño moral, que busca compensar la angustia, la impotencia y el ‘padecimiento espiritual’ generado por la situación. El tiempo perdido en reclamos infructuosos, la necesidad de buscar asesoramiento y la sensación de ser burlado son padecimientos indemnizables. En definitiva, la negativa a cumplir con una garantía no es una decisión comercial de bajo riesgo. Es una apuesta que, de ser desafiada, puede acarrear consecuencias económicas muy superiores al costo de reemplazar el auto de juguete o la pila del control remoto. El sistema legal no solo busca que el consumidor reciba un producto que funcione, sino que se respeten sus derechos de manera integral. La ironía final es que, a menudo, la energía y los recursos que una empresa invierte en sostener una negativa infundada superarían con creces el costo de haber actuado con la mínima diligencia y respeto que la ley exige desde el principio. Es una lección de economía procesal que muchos parecen empeñados en aprender por la vía más onerosa.