Garantía y Carga de la Prueba en la Defensa del Consumidor

La Ilusión del Factor Externo: Un Clásico de la Evasión
Contemplar la negativa de un proveedor a honrar una garantía es un ejercicio de apreciación de la ficción corporativa. El argumento, casi siempre idéntico, es que una fuerza cósmica, un ‘factor externo’ convenientemente vago e indemostrable, ha conspirado para dañar el electrodoméstico recién adquirido. Esta narrativa presenta al producto como una víctima inocente de circunstancias ajenas a su fabricación, y a la empresa, como una espectadora impotente. Es una construcción admirable en su simpleza, pero con una solidez jurídica equivalente a la de un castillo de naipes en medio de una corriente de aire.
Primero, es fundamental deconstruir el concepto de garantía. No es un gesto de benevolencia del fabricante; es una obligación legal, una parte intrínseca e inescindible del contrato de consumo. Al adquirir un bien, el consumidor paga no solo por el objeto físico, sino por la expectativa razonable de que funcionará correctamente durante un período determinado, conforme a lo que establece el artículo 11 de la Ley 24.240. La garantía legal es el respaldo normativo de esa expectativa. La empresa no ‘otorga’ una garantía, la ‘cumple’ porque la ley así se lo impone. Su intento de condicionarla a la inexistencia de ‘factores externos’ es, en esencia, un intento de reescribir unilateralmente la ley.
El ‘factor externo’ es la figura retórica predilecta para invocar, sin nombrarlo, el ‘caso fortuito’ o ‘fuerza mayor’. Sin embargo, para que dicha eximente de responsabilidad sea válida, debe ser imprevisible, inevitable y, crucialmente, ajeno a la esfera de riesgo de la empresa. Una fluctuación en la tensión eléctrica de la red domiciliaria, por ejemplo, no es un evento cósmico imprevisible; es una contingencia operativa perfectamente contemplable en el diseño de cualquier aparato electrónico que se pretenda vender en el mercado. Alegar tal evento como causa de exención sin aportar una prueba fehaciente es, sencillamente, una confesión de la deficiente calidad del producto, incapaz de soportar las condiciones normales y previsibles de su uso.
El Espejismo de la Culpa del Consumidor
La estrategia se refina cuando el ‘factor externo’ se personaliza, mutando en una acusación velada —o directa— de ‘mal uso’ por parte del consumidor. De repente, el usuario es presentado como un agente del caos que, por impericia o negligencia, ha destruido el delicado mecanismo del aparato. Las frases sacramentales son ‘daño por humedad’, ‘golpe no cubierto’ o la favorita de todas: ‘sobretensión’. Estas afirmaciones, lanzadas por el servicio técnico sin más respaldo que su propia autoridad autoproclamada, carecen de todo valor probatorio. Son meras hipótesis que convenientemente trasladan la responsabilidad desde el fabricante hacia el eslabón más débil de la cadena.
Es revelador observar cómo la presunción de inocencia, pilar de nuestro sistema jurídico, se invierte en la práctica del mostrador. El consumidor debe demostrar que no hizo un mal uso, que no provocó una sobretensión, que no expuso el aparato a la humedad. Debe, en efecto, probar un hecho negativo, una tarea de una dificultad diabólica. Esta inversión fáctica es una perversión de los principios legales que rigen la materia, diseñada para desalentar reclamos y consolidar la negativa de la empresa. El consumidor, carente de herramientas y conocimientos técnicos, se encuentra en una posición de absoluta indefensión ante un dictamen que, aunque infundado, se le presenta como definitivo e inapelable.
La Carga de la Prueba: Quien Alega, Prueba (Sobre Todo si es un Experto)
Aquí es donde el derecho interviene para restaurar un mínimo de equilibrio. El andamiaje argumental de la empresa se derrumba ante un principio fundamental del derecho procesal de consumo, consagrado explícitamente en el artículo 53 de la Ley 24.240 y reforzado por el principio de las ‘cargas probatorias dinámicas’. La norma es de una claridad meridiana: ‘los proveedores deberán aportar al proceso todos los elementos de prueba que obren en su poder’. Esto se traduce en una regla simple: quien está en mejores condiciones de probar un hecho, tiene la obligación de hacerlo.
Cuando una empresa alega un ‘factor externo’ o un ‘mal uso’, no está emitiendo una opinión; está afirmando un hecho concreto que la eximiría de su obligación de garantía. Por lo tanto, es la empresa, y no el consumidor, quien tiene la carga de probar fehacientemente esa afirmación. No basta con la palabra de un técnico. Se requiere un informe pericial detallado, metódico y fundado que explique la causalidad entre el supuesto factor externo y el daño específico, descartando cualquier otra posible causa, como un vicio de fabricación. Dicho informe debe ser científicamente riguroso, especificando qué pruebas se realizaron, qué mediciones se tomaron y por qué sus conclusiones son inequívocas. Un papel que dice ‘placa quemada por sobretensión’ es una opinión, no una prueba. La prueba sería un análisis osciloscópico de los componentes, un reporte de la metalografía de los conductores fundidos, algo que demuestre el evento de forma irrefutable. La ausencia de esta prueba no deja el hecho en duda; por el contrario, confirma la obligación de la empresa de cumplir con la garantía.
El Camino Procesal: De la Negativa a la Reparación (Jurídica)
Frente a la negativa, el consumidor no debe resignarse. Debe adoptar una postura metódica y documentada. El primer paso es exigir a la empresa un informe técnico escrito, detallado y firmado por un profesional responsable, donde se explique con precisión la causa del rechazo de la garantía y se adjunte la evidencia que lo sustenta. La previsible negativa o la entrega de un documento vago es, en sí misma, una pieza clave para el reclamo posterior.
El siguiente paso es la vía administrativa. El sistema de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo (COPREC) o su equivalente provincial es una instancia obligatoria y gratuita que formaliza el reclamo. En la audiencia de conciliación, la empresa ya no podrá escudarse en evasivas. Deberá presentar su postura formalmente. Si alega el ‘factor externo’, el conciliador —y eventualmente la autoridad de aplicación o un juez— le exigirá la prueba correspondiente. La mayoría de las veces, la empresa no la tiene, y el caso se resuelve a favor del consumidor. Si la conciliación fracasa, la vía judicial queda expedita. Allí, el principio del artículo 53 LDC se aplica con todo su rigor. Un juez no dudará en tener por no probada la defensa de la empresa si esta se basa en meras conjeturas, condenándola no solo a cumplir la garantía (entregar un producto nuevo o devolver el dinero, según el art. 17 LDC), sino también a pagar los costos del proceso y, potencialmente, una multa por daño punitivo.
Para la empresa, la reflexión debería ser económica y estratégica. El costo de generar una prueba pericial seria y robusta para cada caso de garantía rechazada es, en muchos casos, superior al costo de reemplazar el producto. Aferrarse a una negativa infundada es una apuesta riesgosa que, a largo plazo, resulta más onerosa. La ironía final es que cumplir con la ley y la garantía no es solo una obligación, sino, a menudo, la decisión empresarial más inteligente. La ley de defensa del consumidor no es una sugerencia; es un marco normativo diseñado para proteger a la parte más vulnerable de la relación contractual, y su desconocimiento deliberado, tarde o temprano, pasa factura.