Fondos bloqueados por el banco: análisis legal de un secuestro moderno

La retención de fondos por una entidad bancaria constituye un incumplimiento contractual que activa la responsabilidad objetiva y el derecho a reparación.
Un gran candado oxidado, con un tamaño desproporcionado, asegurando una alcancía transparente con forma de cerdito. Representa: Una entidad bancaria no permite el acceso a fondos de un cliente por un problema técnico o burocrático generando inconvenientes y limitaciones financieras significativas.

El «problema técnico»: una conveniente ficción semántica

Iniciemos corrigiendo la premisa. No es que una entidad bancaria «no permite el acceso a fondos… por un problema técnico». La descripción correcta, despojada de eufemismos corporativos, es: una entidad bancaria, depositaria de fondos ajenos en virtud de un contrato de depósito, incumple su obligación principalísima de restitución a simple requerimiento del cliente. El «problema técnico o burocrático» es, en el mejor de los casos, la causa interna del incumplimiento; en el peor, una excusa. Jurídicamente, es irrelevante para el consumidor afectado. La fascinación de las organizaciones por atribuir sus fallas a entes abstractos como «el sistema» es un fenómeno digno de estudio, pero carece de toda eficacia exculpatoria en el derecho de consumo. El contrato de depósito bancario, regulado en nuestro Código Civil y Comercial, no contempla cláusulas que permitan al banco suspender sus obligaciones por fallas en su propia infraestructura. Sería tan absurdo como un constructor que pretende no entregar un inmueble terminado porque se le acabaron los ladrillos. El deber de la entidad es de resultado: garantizar el acceso y la disponibilidad de los fondos. No es un deber de medios, donde bastaría con demostrar que «hizo todo lo posible». El sistema informático, la burocracia interna, los protocolos de seguridad; todo ello conforma el riesgo propio de la empresa. Pretender trasladar las consecuencias de ese riesgo al cliente no es un «inconveniente», es una violación flagrante del deber de seguridad y una transgresión al principio de buena fe que debe regir la ejecución de todos los contratos. La narrativa del «problema técnico» busca diluir la responsabilidad, presentar el hecho como un evento fortuito, casi un desastre natural, ante el cual tanto el cliente como el banco son víctimas. Es una construcción falaz. El único perjudicado con derechos vulnerados es el cliente. La entidad no es una víctima, es la causante del daño por una falla en el factor de atribución de responsabilidad objetivo que le compete por su actividad profesional.

El cliente como acreedor: la revelación de una verdad incómoda

Es fundamental comprender la naturaleza del vínculo. Cuando una persona deposita su dinero en un banco, no lo está guardando en una caja fuerte personal con su nombre. Realiza una transferencia de propiedad del dinero a la entidad. A cambio, el cliente adquiere un derecho de crédito contra el banco por la misma suma. El cliente se convierte en acreedor y el banco en su deudor. El dinero se vuelve fungible, se mezcla con el resto de los activos del banco, que lo utiliza para sus operaciones (por ejemplo, prestarlo a otros clientes a una tasa considerablemente mayor). Esta «revelación» es incómoda pero esencial: su dinero en el banco no es suyo en el sentido de propiedad directa, es una deuda que el banco tiene con usted. Una deuda pagadera a la vista. Por tanto, cuando el banco le niega el acceso a sus fondos, no está reteniendo algo que le pertenece a usted de forma tangible; está, lisa y llanamente, entrando en mora en el pago de su deuda. Incumple su obligación de restitución. Desde esta perspectiva, la situación se clarifica. La Ley de Defensa del Consumidor (Nº 24.240) y sus modificatorias son el marco protector por excelencia. El artículo 4 consagra el deber de información, que es sistemáticamente violado cuando las explicaciones son vagas, genéricas y se remiten a «problemas técnicos». El artículo 5 impone un deber de seguridad sobre los bienes y servicios prestados, que incluye, por supuesto, la seguridad y disponibilidad de los fondos. Y, de manera crucial, el artículo 8 bis establece el derecho a un trato digno, que se ve pisoteado cuando el consumidor debe peregrinar por sucursales, pasar horas en líneas de espera telefónica y recibir respuestas evasivas. La responsabilidad del banco es de naturaleza objetiva, conforme al artículo 40 de la LDC. Esto significa que para que surja la obligación de reparar el daño, basta con demostrar la existencia de ese daño y la relación de causalidad con el servicio prestado (en este caso, la indisponibilidad de los fondos). No es necesario que el consumidor pruebe la culpa o el dolo del banco. La entidad solo podría liberarse demostrando una causa ajena, como la culpa de la víctima o un caso fortuito externo a su actividad, argumento que un «fallo del sistema» interno jamás podría constituir.

La defensa de la entidad: un ejercicio de creatividad limitada

Frente a un reclamo, la entidad bancaria desplegará una serie de argumentos predecibles y, en general, endebles. El primero, como ya vimos, es la invocación del «error del sistema», como si su infraestructura informática fuera una entidad autónoma ajena a su control. Este argumento cae por su propio peso ante la responsabilidad objetiva. El segundo suele ser minimizar el daño. Sostendrán que la situación fue temporal, que se actuó con diligencia para resolverla (aunque hayan tardado días o semanas) y que los perjuicios del cliente no son tan graves. Aquí es donde la labor probatoria del afectado se vuelve crucial. Guardar cada ticket de un gasto rechazado, cada correo electrónico sin respuesta, cada número de reclamo, cada factura impaga por falta de fondos, es vital. El tercer argumento posible es culpar a un tercero: un proveedor de software, una empresa de redes, etc. Nuevamente, el artículo 40 de la LDC es claro: toda la cadena de comercialización es solidariamente responsable frente al consumidor. Si el banco quiere, luego podrá repetir contra su proveedor, pero eso no es problema del cliente, quien tiene derecho a demandar directamente a la entidad con la que contrató. En su defensa, el banco (el acusado) debe entender que la pasividad es su peor enemiga. Creer que el problema se solucionará solo o que el cliente se cansará de reclamar es una apuesta riesgosa, especialmente si el caso escala. La mejor defensa, paradójicamente, sería una proactividad inmediata: solucionar el problema con celeridad, contactar al cliente, ofrecer una compensación por las molestias sin que este tenga que pedirla y documentar cada paso. Sin embargo, la cultura corporativa a menudo favorece el silencio y la negación, una estrategia que, a la larga, suele resultar en condenas por daño moral y, sobre todo, daño punitivo, esa multa civil que busca castigar la indiferencia y el menosprecio por los derechos del consumidor.

Estrategia procesal: de la paciencia a la punición

Para el consumidor afectado, la estrategia debe ser metódica y escalonada. Paso 1: El reclamo formal. Olvídese de las llamadas telefónicas que no dejan rastro. El primer paso es asentar un reclamo formal por escrito, ya sea a través del home banking (guardando captura de pantalla con el número de gestión), por correo electrónico a las direcciones oficiales o, de forma más contundente, mediante una nota presentada en sucursal con copia sellada de recibido. En esta nota se deben detallar los hechos, el perjuicio y exigir una solución inmediata, bajo apercibimiento de iniciar acciones legales. Es fundamental establecer una fecha cierta del reclamo. Paso 2: La instancia administrativa. Si la respuesta es inexistente, evasiva o insatisfactoria, el siguiente paso es el COPREC (Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo) o el organismo de defensa del consumidor provincial que corresponda. Es una instancia obligatoria, gratuita para el consumidor, donde se busca un acuerdo conciliatorio. Aquí es donde el banco empieza a tomarse el asunto con algo más de seriedad, porque ya interviene un tercero y queda un registro formal del conflicto. Muchas veces, la restitución de los fondos y una compensación modesta se logran en esta etapa. Paso 3: La vía judicial. Si la conciliación fracasa, queda expedita la vía judicial. Es aquí donde se reclamará la totalidad de los daños y perjuicios: el daño emergente (si hubo gastos extra, intereses por pagar otras deudas, etc.), el lucro cesante (si se frustró un negocio o una inversión), el daño moral (la angustia, el tiempo perdido, la impotencia) y, la estrella del proceso, el daño punitivo. El artículo 52 bis de la LDC permite a los jueces aplicar esta multa civil cuando el proveedor ha incumplido sus obligaciones legales o contractuales con el consumidor de forma grave. La retención indebida de fondos califica perfectamente. El objetivo del daño punitivo no es solo compensar al cliente, sino castigar al banco por su conducta y disuadirlo de repetirla en el futuro. Es una herramienta poderosa que los tribunales aplican cada vez con más frecuencia ante la desidia de las grandes empresas. La inversión de la carga de la prueba en el proceso de consumo implicará que será el banco quien deba demostrar, con una pila de documentación y peritajes, que actuó con una diligencia que, evidentemente, no tuvo. El consumidor, con sus pruebas del perjuicio, tiene el viento procesal a su favor. Es solo cuestión de paciencia y rigurosidad.