Final Básquet JJOO 1972: El robo de los 3 segundos a EE.UU.

La final de básquet de los Juegos Olímpicos de 1972 fue definida por una controvertida decisión arbitral que otorgó 3 segundos adicionales a la URSS.
Un reloj de arena inclinado, con la arena casi totalmente en la parte inferior, y un par de granos de arena siendo soplados hacia arriba por una mano invisible justo cuando el reloj se voltea. Representa: Final de básquet JJOO 1972: la URSS venció a EE.UU. con 3 segundos adicionales añadidos de forma irregular

Cuando 3 segundos son una eternidad

Hay certezas en la vida que uno asume sin cuestionar. El sol sale por el este, el agua moja y la selección de básquet de Estados Unidos gana la medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Hasta 1972, esa última verdad era tan sólida como las dos primeras. Llevaban 63 victorias consecutivas, una dinastía imperial que no se molestaba en mirar a sus rivales. La final de Múnich contra la Unión Soviética debía ser un trámite más, la confirmación de un orden natural establecido. El auto norteamericano funcionaba a la perfección, con una pila de talento inagotable, mientras que los soviéticos eran el eterno aspirante, siempre un escalón por debajo.

El partido, sin embargo, no fue un paseo. Fue trabado, defensivo, un choque de voluntades más que de estilos. A falta de tres segundos, el marcador estaba 49-48 a favor de la URSS. Doug Collins, un joven base norteamericano, intercepta un pase, corre la cancha y recibe una falta durísima. El estadio enmudece. Con la presión de un imperio sobre sus hombros, Collins se para en la línea de libres. Mete el primero: 49-49. Mete el segundo: 50-49 para EE.UU. La celebración es instantánea y comprensible. Quedan tres segundos. Tres segundos entre ellos y el octavo oro consecutivo. Tres segundos que, en un universo regido por la lógica, eran una simple formalidad antes de la gloria.

El tiempo, un concepto flexible

Aquí es donde la física clásica se toma un descanso. Los soviéticos sacan rápido desde el fondo. El pase es largo, desesperado, y no llega a ningún lado. Suena la chicharra. Los jugadores de Estados Unidos se abrazan, son campeones. Pero un momento. Algo pasa en la mesa de control. Los árbitros se acercan. Aparentemente, el entrenador soviético había pedido un tiempo muerto justo entre los dos libres de Collins. Un pedido que nadie en la cancha pareció registrar, pero que para los oficiales tenía el peso de una revelación divina.

El juego, que ya había terminado, de repente no lo estaba. Se decidió, con una generosidad conmovedora, que el reloj debía volver a tres segundos. Los jugadores norteamericanos, desconcertados, volvieron a sus posiciones. Se reanudó el juego. Segundo intento para la URSS. El saque se produce, pero el reloj, quizá por el trauma, empieza a correr antes de tiempo y la bocina suena mientras la pelota viaja por el aire sin destino. El caos era total. El partido había terminado dos veces, y dos veces había sido resucitado por un comité. Era evidente que el guion de este drama exigía un final más… elaborado.

La mano que mece el cronómetro

En medio de la confusión, apareció una figura determinante: William Jones, el Secretario General de la FIBA. Un hombre que, sin tener autoridad reglamentaria para intervenir directamente en un partido en juego, decidió que la situación ameritaba su toque personal. Con un gesto de firmeza admirable, ordenó por segunda vez que el reloj volviera a marcar tres segundos. No uno, no dos. Tres. Era el número mágico. Los árbitros, simples mortales, acataron la orden de la autoridad superior. El mensaje era claro: este partido no iba a terminar hasta que el resultado fuera el correcto, o al menos, el más interesante.

Así que, por tercera vez, el escenario estaba listo para el mismo acto final. Los jugadores norteamericanos, ya sin entender si estaban en una cancha de básquet o en una pesadilla burocrática, se prepararon para defender un saque de fondo que ya habían defendido dos veces. El ambiente era surrealista. La certeza de la victoria se había transformado en la incómoda sospecha de que las reglas eran meras sugerencias.

Un final de película (soviética)

Tercera y última reposición. El pivot soviético Ivan Edeshko tomó la pelota. Miró hacia el otro lado de la cancha y lanzó un pase de béisbol, una plegaria que cruzó todo el campo de juego. Debajo del aro norteamericano, Aleksandr Belov, marcado por dos defensores, saltó, atrapó la pelota y, con una calma que contrastaba con el manicomio circundante, la depositó suavemente en la canasta justo cuando, ahora sí, la chicharra sonaba por última y definitiva vez. 51-50. La Unión Soviética era campeona olímpica. Los jugadores soviéticos estallaron en una celebración catártica, mientras los norteamericanos miraban el tablero con una incredulidad que tardaría décadas en disiparse. El milagro se había producido, convenientemente asistido por la flexibilidad del reglamento.

Las medallas que nadie quiso

Lo que siguió fue un epílogo tan predecible como el acto final. Estados Unidos presentó una protesta formal. El jurado de apelación, compuesto por cinco miembros, debía decidir si la victoria soviética era legítima. La votación arrojó un resultado de 3 a 2 a favor de la URSS. Casualmente, los tres votos a favor provinieron de países del bloque comunista: Hungría, Polonia y Cuba. Los dos votos en contra, de Italia y Puerto Rico. Una coincidencia geopolítica, sin duda. Ante esta “justicia” deportiva, el equipo norteamericano votó de forma unánime rechazar sus medallas de plata. Consideraron que aceptar el segundo puesto era validar el disparate que acababan de presenciar. Esas medallas, a día de hoy, siguen guardadas en una bóveda en Lausana, Suiza, como un monumento silencioso a una de las finales más extrañas de la historia. El partido demostró una verdad incómoda: a veces, para ganar, no basta con ser el mejor; también hay que asegurarse de que quien controla el reloj esté de tu lado.