Falta de Información en Etiquetas: Defensa del Consumidor

La información en las etiquetas de productos debe ser cierta, clara y detallada, constituyendo un deber legal y un contrato implícito con el consumidor.
Un plato de comida con un aspecto apetitoso, pero cubierto por una espesa niebla. Representa: Falta de información clara en etiquetas

El Contrato Silencioso en Cada Etiqueta

Existe una creencia, casi tierna en su ingenuidad, de que la etiqueta de un producto es una simple formalidad, un compendio de datos técnicos para curiosos y una colorida pieza de marketing para atraer al resto. La realidad, sin embargo, es mucho más solemne y, para algunos, inconveniente. Cada etiqueta, cada caja, cada manual de instrucciones es, en esencia, un contrato. Un contrato unilateral de adhesión, si queremos ponernos técnicos, pero un contrato al fin. Y como en todo pacto que se precie, las partes tienen obligaciones. La del consumidor es simple: pagar. La del proveedor, consagrada en la Ley de Defensa del Consumidor, es una tríada que suena a mantra: la información debe ser cierta, clara y detallada.

Este «deber de información» no es una sugerencia, ni una recomendación de buenas prácticas empresariales. Es una obligación legal ineludible. Cuando un fabricante estampa en su envoltorio que una pila dura «hasta 10 veces más», no está recitando poesía publicitaria; está emitiendo una declaración con consecuencias jurídicas. Si esa pila, en condiciones de uso normales y previsibles, muere lastimosamente a las pocas horas, el contrato se ha incumplido. No hay grises. La ley no protege al consumidor por una suerte de paternalismo; lo protege porque reconoce una asimetría de poder y conocimiento que es, a todas luces, abrumadora. El consumidor promedio no tiene un laboratorio en su casa para verificar si los ingredientes de un alimento son los declarados o si la potencia de un motor de auto es la que figura en el folleto.

Confía. Y esa confianza, depositada en la palabra impresa del fabricante, es la que el marco legal ampara. Por eso, el esfuerzo que algunas empresas dedican a la redacción ambigua, a la omisión estratégica y a la letra microscópica es, visto desde esta óptica, un ejercicio de funambulismo legal. Un intento de cumplir la letra de la ley vaciándola de su espíritu, esperando que nadie se tome el trabajo de leer el contrato o, si lo hace, de exigir su cumplimiento. Es una apuesta, y como en toda apuesta, a veces se pierde.

Manual de Supervivencia para el Consumidor Desinformado

Frente a la evidencia de un engaño, que puede ir desde lo sutil a lo grotesco, el primer impulso del consumidor suele ser la indignación, seguida rápidamente por la resignación. Un error. Considerar la batalla perdida de antemano es regalarle la victoria a quien ha incumplido su palabra. El camino del reclamo no es un acto de heroísmo, sino un ejercicio metódico de derechos. El primer paso, y el más crucial, es la documentación. Hay que transformarse en un archivista obsesivo. Guardar el producto, el empaque original, el ticket de compra, sacar fotografías claras de las etiquetas y de las promesas incumplidas. Si la publicidad fue vista en una revista o en internet, una captura de pantalla es oro puro. Cada pieza es un ladrillo en la construcción del caso.

El segundo paso es la comunicación formal con el proveedor, vendedor o fabricante. Este contacto, que hoy se facilita a través de correos electrónicos o formularios web, no debe hacerse con la esperanza de una solución mágica e inmediata. Su principal función es establecer un registro fehaciente del reclamo. Se debe describir el problema de forma clara, concisa y respetuosa, adjuntando la evidencia recolectada. Se está notificando formalmente a la otra parte de su incumplimiento contractual. La respuesta –o la falta de ella– será otro ladrillo más para la pared.

Si la respuesta es insatisfactoria, evasiva o simplemente inexistente, es momento de escalar. Las oficinas de defensa del consumidor y los sistemas de mediación son las instancias naturales que siguen. No se necesita ser abogado para iniciar una denuncia. El procedimiento está diseñado para ser accesible. Lo que sí se necesita es orden y pruebas. El expediente hablará por sí solo. La carga de la prueba, que a priori parece recaer en el consumidor, a menudo se invierte. Si una empresa afirma que su producto tiene ciertas características, es ella quien debe poder demostrarlo. La simple discrepancia entre la promesa de la etiqueta y la realidad del producto es, en muchos casos, prueba suficiente. La perseverancia no garantiza el éxito, pero la inacción garantiza el fracaso.

Guía de Estilo para el Acusado (o Cómo Evitar lo Inevitable)

Ahora, una palabra para el otro lado del mostrador. Para el departamento de marketing que diseñó el eslogan brillante pero indemostrable, y para el equipo legal que lo aprobó con un asterisco y una cláusula en tipografía tamaño 3. La claridad no es su enemiga. La honestidad, por increíble que parezca en ciertos círculos, puede ser una formidable herramienta de negocios. Evitar un reclamo no consiste en hacer que la información sea tan confusa que nadie pueda descifrarla, sino en hacerla tan precisa y veraz que no haya nada que reclamar.

Pensemos en el costo. El costo de diseñar y imprimir una etiqueta engañosa puede parecer bajo. Pero, ¿cuál es el costo real de un cliente insatisfecho que replica su mala experiencia? ¿Cuál es el costo de una mediación, de una sanción administrativa, de un juicio por daños? ¿Cuál es el costo reputacional de ser asociado con la publicidad engañosa? A menudo, el cálculo costo-beneficio que se hace en las oficinas es peligrosamente cortoplacista. Se subestima el daño a largo plazo y se sobreestima la pasividad del consumidor.

El consejo, entonces, es radicalmente simple: cumplan la ley. Describan el producto por lo que es y por lo que hace. Si su rendimiento depende de condiciones específicas, detállenlas de forma clara y visible, no en una nota al pie de página de un manual que nadie leerá. Si un componente es de menor calidad, no lo vistan con un nombre pomposo para simular excelencia. Tratar al consumidor como un par inteligente y no como una masa crédula a la que se puede manipular tiene un efecto secundario asombroso: la fidelidad. Invertir en claridad informativa es, a fin de cuentas, invertir en la propia sostenibilidad de la marca. Es menos emocionante que jugar al límite de la legalidad, sin duda, pero considerablemente más rentable a largo plazo.

La Verdad Incómoda: El Baile de la Información

Este escenario de etiquetas, promesas y reclamos revela una verdad fundamental sobre el mercado: es un inmenso y perpetuo baile de información. De un lado, el consumidor busca certezas para tomar decisiones racionales. Del otro, el productor busca destacar en un mar de competidores, a menudo tentando los límites de la hipérbole. En el medio, el derecho intenta poner música y reglas para que el baile no termine en una batalla campal.

La falta de información clara no siempre es un acto de malicia deliberada. A veces es pereza, incompetencia o simple ignorancia de las obligaciones legales. Pero el resultado para el consumidor es el mismo. Un producto que no es lo que parece es un contrato roto. Y la ley no distingue entre un incumplidor astuto y uno torpe; sanciona el incumplimiento en sí mismo. La zona gris donde muchos fabricantes aman operar, esa de los términos subjetivos como «sensación de frescura» o «estilo profesional», es un terreno pantanoso. Si bien es difícil medir una «sensación», no lo es tanto demostrar que un producto promocionado como de uso profesional se desarma al segundo uso.

La reflexión final es casi una obviedad. La transparencia no debería ser un valor agregado, sino el punto de partida. Una etiqueta no es un espacio para la ficción creativa, sino para la no-ficción técnica y descriptiva. Es la cédula de identidad del producto. Esperar que cada consumidor sea un experto detective para descifrar qué está comprando es transferirle una responsabilidad que no le corresponde. La responsabilidad primigenia, indelegable, es de quien pone ese producto en la góndola. Mientras esta idea no se internalice como un principio básico de negocio y no como una molesta imposición legal, el baile continuará, y los abogados que nos dedicamos a esto seguiremos teniendo, para nuestra fortuna y desgracia del sistema, trabajo asegurado.