Facturas de luz y cortes de servicio: Defensa del consumidor enérgica

La Sagrada Trinidad del Reclamo: Información, Trato Digno y Continuidad
Resulta casi conmovedor observar la sorpresa del ciudadano promedio cuando su factura de energía eléctrica llega con un monto que desafía las leyes de la termodinámica, o cuando el servicio, ese flujo vital para la vida moderna, cesa sin previo aviso ni justificación aparente. Esta sorpresa se basa en una premisa enternecedoramente ingenua: que una entidad cuyo modelo de negocio es monopólico u oligopólico y que presta un servicio esencial, operará con una transparencia y una diligencia acordes a su rol social. La realidad, por supuesto, es una construcción jurídica y fáctica bastante más compleja, y bastante menos poética. La relación entre el usuario y el proveedor de servicios públicos domiciliarios no es un pacto entre iguales; es una relación de consumo regida por un microsistema legal diseñado, precisamente, para mitigar un desequilibrio que es estructural y manifiesto. El punto de partida de cualquier análisis serio no es el asombro, sino el reconocimiento de esta asimetría. La legislación, en su infinita (y a veces, teórica) sabiduría, establece un trípode de obligaciones para el proveedor, cuya vulneración sistemática es el origen de la mayoría de los conflictos. Me refiero, claro, al deber de información, al trato digno y a la obligación de continuidad del servicio.
El deber de información, consagrado en el artículo 4° de la Ley 24.240, no es una mera formalidad. Exige que el proveedor suministre al consumidor datos ciertos, claros y detallados sobre las características esenciales de los bienes y servicios que provee. En una factura de luz, esto no se traduce en un número final y críptico. Implica el desglose del período facturado, la lectura del medidor (anterior y actual, indicando si es real o estimada), la categoría tarifaria aplicada, el detalle de cada cargo fijo y variable, y la discriminación precisa de los impuestos. La práctica de facturar con base en ‘consumos estimados’ es una obra de ficción administrativa que, si bien puede estar contemplada para situaciones excepcionales, se convierte en un abuso cuando es la norma. El proveedor debe poder justificar por qué estimó y no midió, y esa justificación debe ser razonable y comprobable. La falta de claridad es, en sí misma, una infracción.
Luego tenemos el trato digno, estipulado en el artículo 8° bis de la misma ley. Esto va más allá de la simple cortesía. Prohíbe las prácticas vergonzantes, vejatorias o intimidatorias. ¿Qué es más vejatorio que pasar horas en un bucle telefónico, interactuando con una inteligencia artificial diseñada para el desgaste, solo para recibir respuestas evasivas o contradictorias? ¿O ser presionado a pagar una factura evidentemente errónea bajo la amenaza de un corte inminente? Estas prácticas no son fallos del sistema; son, en muchos casos, el sistema mismo, una estrategia deliberada de disuasión del reclamo. La ley protege la integridad moral del consumidor, y el tiempo y la paz mental son bienes jurídicamente tutelados.
Finalmente, la continuidad del servicio. El artículo 25 de la LDC es categórico: las empresas prestadoras de servicios públicos domiciliarios deben asegurar la prestación de los mismos de forma continua. La interrupción solo es lícita en escenarios tasados: falta de pago (previa intimación fehaciente y con plazos específicos), razones de seguridad, o mantenimientos programados e informados adecuadamente. Un corte ‘porque sí’, sin explicación, o basado en una supuesta deuda que está en plena etapa de reclamo, es una vía de hecho, un ejercicio abusivo de una posición dominante que la ley busca erradicar. Es el equivalente corporativo a cortar el agua del vecino porque su perro ladra. Inaceptable y, sobre todo, ilegal.
El Vía Crucis Probatorio del Consumidor
Frente al Goliat corporativo, el usuario debe convertirse en un meticuloso archivista. La ingenuidad aquí es fatal. Suponer que el proveedor mantendrá un registro imparcial y accesible de sus propias faltas es un acto de fe que rara vez es recompensado. Por lo tanto, el primer y más fundamental consejo es de una obviedad casi insultante: documentar absolutamente todo. Cada factura, incluso las que parecen correctas, debe ser guardada. Cada comunicación telefónica debe ser registrada: fecha, hora, nombre del operador (si se dignan a darlo) y, fundamentalmente, el número de reclamo. Este número es la llave de entrada al laberinto burocrático; sin él, la conversación nunca existió. Los correos electrónicos deben ser archivados en una carpeta específica. Si el reclamo es presencial, hay que exigir una constancia escrita con sello de recepción. Este cúmulo de ‘papeles’ y registros digitales no es una manía, es el cuerpo del delito. Es la munición indispensable para cualquier batalla posterior, sea administrativa o judicial.
Aquí es donde entra en juego una de las herramientas más poderosas y, curiosamente, menos comprendidas por el público general: la inversión de la carga de la prueba. En el derecho común, quien alega un hecho debe probarlo. Pero el derecho del consumidor, reconociendo la hiposuficiencia técnica y económica del usuario, establece una excepción a través de las ‘cargas probatorias dinámicas’ (implícitas en el artículo 53 de la LDC). ¿Qué significa esto en criollo? Si el consumidor presenta indicios serios y verosímiles de que la facturación es incorrecta (por ejemplo, mostrando un historial de consumo estable que de repente se dispara sin explicación lógica), no es él quien debe contratar un perito electricista para demostrar el error del medidor. Es el proveedor, que está en mejores condiciones técnicas y profesionales para hacerlo, quien debe demostrar que su facturación fue correcta y que el medidor funciona a la perfección. Debe probar su propia diligencia. Este principio no exime al consumidor de aportar pruebas iniciales, pero invierte la responsabilidad de la prueba técnica compleja, nivelando un campo de juego que, de otro modo, estaría irremediablemente inclinado.
La Defensa del Proveedor: Un Manual de Estilo Corporativo
Del otro lado del mostrador, la estrategia defensiva del proveedor suele seguir un guion predecible, casi ritual. No se necesita ser un visionario para anticipar sus argumentos. El primero es el escudo técnico. La empresa desplegará un arsenal de jerga incomprensible para el lego: se hablará de ‘picos de tensión en la red’, ‘armónicos de corriente’, ‘factor de potencia’ o ‘descalibración transitoria del instrumento de medición’. El objetivo no es aclarar, sino confundir. Crear una barrera de conocimiento que intimide al reclamante y lo haga dudar de su propia percepción. ‘Usted no entiende de esto, déjeselo a los expertos’, es el subtexto. La respuesta a esto no es intentar volverse un ingeniero en cinco minutos, sino mantenerse firme en el hecho fáctico: el consumo registrado no se condice con la realidad de uso.
El segundo argumento es el de la externalización de la culpa. Es una maniobra clásica. ‘El problema no es nuestro medidor, es su instalación eléctrica interna’. O ‘debe tener un electrodoméstico nuevo de alto consumo que no registró’. O la favorita: ‘seguro tiene una fuga a tierra’. Convierten un problema de facturación en un problema de seguridad domiciliaria del usuario, trasladando no solo la culpa sino también el costo de la verificación. Ante un corte injustificado, alegarán ‘mantenimiento programado’ (notificado en una sección recóndita de su página web que nadie visita) o ‘una falla zonal’ que, curiosamente, solo afectó a un único domicilio. La clave para el consumidor es no aceptar estas hipótesis como hechos probados y exigir que la empresa demuestre sus afirmaciones, volviendo al principio de la carga probatoria.
El Desenlace: Daño Directo, Punitivo y la Búsqueda de Sentido
Cuando el reclamo administrativo ante el ente regulador (una etapa necesaria pero a menudo insuficiente) se agota, o cuando el destrato es flagrante, el camino se bifurca hacia la mediación y, eventualmente, la justicia. Aquí el horizonte de reparación se amplía significativamente. Ya no se trata solo de que nos refacturen correctamente el consumo. Se trata de una reparación integral. El primer rubro a reclamar es, lógicamente, el daño emergente o daño directo. Esto es, la devolución de lo pagado en exceso, con sus correspondientes intereses. Si el corte de luz provocó la pérdida de mercadería refrigerada o la imposibilidad de trabajar, se configura el lucro cesante, que también debe ser cuantificado y reclamado.
Pero la ley va más allá del daño puramente patrimonial. Reconoce el daño moral. La frustración, la angustia, el tiempo perdido en reclamos infructuosos, la sensación de impotencia. Estos no son meros disgustos de la vida cotidiana; son una afectación a la tranquilidad y al espíritu del individuo, que merece una compensación económica. Su cuantificación es una tarea del juez, quien ponderará la gravedad de la falta del proveedor y el padecimiento del usuario.
Y llegamos a la figura estelar, la que genera más urticaria en los departamentos legales de las grandes empresas: el daño punitivo. Contemplado en el artículo 52 bis de la Ley 24.240, no busca compensar al consumidor, sino castigar al proveedor. Es una multa civil que se impone cuando ha habido un incumplimiento grave de las obligaciones legales o contractuales y, fundamentalmente, una actitud de menosprecio por los derechos del consumidor. Facturar consumos exorbitantes de manera sistemática, cortar el servicio a un usuario que reclama legítimamente, o someterlo a un laberinto de trámites inútiles son todos ejemplos de conductas pasibles de esta sanción. Su propósito es disuasorio: que al proveedor le resulte más caro incumplir que cumplir. Que la ‘avivada’ no sea rentable. Para que proceda, el juez debe encontrar no solo un error, sino un obrar deliberado o una negligencia grave, una indiferencia dolosa frente al destino del cliente. Es la respuesta del ordenamiento jurídico al abuso de poder, un recordatorio de que, aunque la balanza del poder económico esté desequilibrada, la balanza de la justicia, a veces, puede encontrar su eje.
En definitiva, cada reclamo individual, por pequeño que parezca, no es solo la defensa de un interés patrimonial particular. Es un acto de afirmación de la ciudadanía, un ladrillo en la construcción de un estándar de comportamiento corporativo más justo. Un proceso agotador, sí, pero indispensable para que los derechos reconocidos en el papel no se conviertan en letra muerta.