El no pago de la liquidación final: estrategia y consecuencias

La obligación que nace con el despido: una formalidad no tan formal
Cuando se termina una relación laboral, se cierra un capítulo. Para el trabajador, es el fin de una etapa, con toda la incertidumbre que eso implica. Para el empleador, es una decisión de negocios, un ajuste, una reestructuración o, a veces, simplemente la consecuencia de un conflicto. Pero para la ley, ese momento preciso del despacio, esa comunicación fehaciente que dice ‘hasta acá llegamos’, es también el nacimiento de una obligación clara, inmediata y, en teoría, ineludible: el pago de la liquidación final. En teoría. Porque en los pasillos de tribunales aprendemos que la teoría es una guía de viaje para un país que no siempre existe en la realidad. La ley, en su pulcra redacción, establece plazos perentorios. Cuatro días hábiles para los salarios, y para las indemnizaciones, la obligación es contemporánea a la extinción. No es ‘cuando pueda’, no es ‘el mes que viene’, no es ‘después de que cierre el balance’. Es ahí. En ese instante. Pero, claro, vivimos donde vivimos.
Aquí es donde entra en juego el cálculo, la especulación, esa zona gris donde el derecho se mezcla con las finanzas más pedestres. El empleador, con la carta de despido ya enviada, se enfrenta a una bifurcación. Un camino es el de la ley: calcular los rubros, emitir el cheque o la transferencia y cerrar el asunto. Simple, limpio, previsible. El otro camino es más sinuoso. Es el de la especulación. ‘¿Y si no le pago? ¿Y si le pago una parte? ¿Y si espero a que me intime?’. Este no es un pensamiento malvado de un villano de opereta; es, lamentablemente, una estrategia de negocio para muchos. Se sopesan los costos. Por un lado, el monto de la liquidación. Por otro, la probabilidad de un juicio, su duración, la tasa de interés que fijará un juez y, por supuesto, la inflación, esa licuadora de deudas que es la mejor amiga del deudor. A veces, la cuenta es fría y brutal: demorar el pago, incluso a riesgo de un futuro juicio, puede ser financieramente más ‘eficiente’ que cumplir con la ley en tiempo y forma. Es un análisis de costo-beneficio que pone los pelos de punta, pero que ocurre todos los días.
¿Y de qué hablamos cuando hablamos de ‘liquidación final’? No es una cifra mágica. Es la suma de varios conceptos que el empleador debe abonar. Primero, los rubros salariales: el sueldo del mes en curso, el sueldo anual complementario (aguinaldo) proporcional al tiempo trabajado en el semestre, y las vacaciones proporcionales no gozadas. Hasta aquí, es el pago por el trabajo ya realizado. Luego vienen las indemnizaciones, que son la compensación por la ruptura del contrato sin causa. La estrella es la indemnización por antigüedad, prevista en el artículo 245 de la Ley de Contrato de Trabajo, que establece un mes de sueldo por cada año de servicio o fracción mayor de tres meses. A esto se le suma, si corresponde, la indemnización sustitutiva del preaviso y la integración del mes de despido. Cada uno de estos conceptos tiene su propia fórmula de cálculo, sus topes, sus detalles técnicos. Es una pila de papeles, una suma que un contador debería resolver en una tarde. Pero esa suma de dinero, que para el trabajador es fundamental para subsistir mientras busca un nuevo empleo, se convierte en el nudo del asunto, el objeto de la disputa que alimentará expedientes por años.
El intercambio de telegramas: la danza antes del juicio
Cuando el pago no llega, el trabajador no puede simplemente golpear la puerta de un juzgado. Antes, debe cumplir con un ritual, una formalidad que es la piedra angular de cualquier reclamo futuro: la intimación fehaciente. En la práctica, esto significa enviar un telegrama laboral. Gracias a la ley 23.789, este telegrama es gratuito para el trabajador, un detalle no menor, una de las pocas herramientas que realmente equilibran un poco la balanza. Este no es un simple mensaje; es un documento jurídico de máxima importancia. En él, el trabajador, usualmente ya asesorado por un abogado, debe detallar con precisión quirúrgica qué es lo que reclama: diferencias salariales, falta de pago de la liquidación, indemnizaciones del artículo 245, del 232, multas. Cada concepto debe estar ahí. Un error, una omisión, un concepto mal invocado, y todo el castillo de naipes del futuro juicio puede venirse abajo. Es la primera bala, y tiene que dar en el blanco.
La respuesta del empleador, si llega, suele ser otro telegrama, la carta documento. Y aquí se despliega un verdadero arte de la negación. ‘Niego todo’, es la frase sacramental. ‘Niego relación laboral, niego categoría, niego salario, niego deuda, niego que usted sea usted’. Es una táctica. Se busca trabar la litis, no conceder ni un centímetro, forzar al trabajador a tener que probar hasta lo evidente. Este intercambio epistolar es la crónica de un juicio anunciado. Ambas partes fijan sus posiciones, sabiendo que lo que escriben en esos papeles será leído por un juez dentro de dos, tres, o cinco años. Es una danza formal, un diálogo de sordos por correo que tiene como único objetivo preparar el terreno para la batalla judicial. Una vez agotada esta vía, con las posiciones ya irreductibles, se abre la puerta de la siguiente etapa obligatoria: la conciliación.
En la mayoría de las jurisdicciones, antes del juicio propiamente dicho, existe una instancia de conciliación obligatoria, como el SECLO a nivel nacional. Las partes, con sus abogados, se sientan frente a un conciliador, un tercero que intenta mediar para llegar a un acuerdo. Suena razonable, ¿no? Un intento de evitar el desgaste de un proceso judicial. La realidad es que, en la mayoría de los casos de falta de pago de la liquidación, esta etapa es una formalidad. El empleador que decidió no pagar desde el principio difícilmente se conmueva en una audiencia de veinte minutos. Ofrecerá, si ofrece algo, una suma irrisoria, muy por debajo de lo que corresponde, tentando al trabajador con ‘plata en mano ahora’ versus ‘una promesa de más plata en un futuro incierto y lejano’. El trabajador, necesitado, a veces cede y firma un mal acuerdo. Otras veces, se mantiene firme. El conciliador labra un acta de que no hubo acuerdo y, ahora sí, el camino hacia el juzgado está oficialmente abierto. El expediente está por nacer.
Las multas: el castigo que a veces llega tarde (y devaluado)
Si la ley solo obligara a pagar lo que se debía desde el principio, más los intereses, el incentivo para no pagar sería enorme. Para eso, el legislador creó una serie de ‘multas’ o ‘sanciones’ para castigar al empleador incumplidor y, en teoría, disuadirlo de especular. La más importante en estos casos es la del artículo 2 de la ley 25.323. Esta norma es clave. Dice que si el empleador no paga las indemnizaciones por despido (la de antigüedad, preaviso, etc.) y obliga al trabajador a iniciar un juicio para cobrarlas, deberá pagar un 50% extra sobre el monto de esas indemnizaciones. Es un recargo significativo. Es el castigo por haber forzado al ex-empleado a transitar todo el calvario judicial. La existencia de esta multa es, muchas veces, lo que define la estrategia de ambas partes. El empleador sabe que si pierde, la cuenta será más salada. El trabajador sabe que tiene una carta fuerte para negociar.
Pero no es la única herramienta. Existe también el artículo 275 de la Ley de Contrato de Trabajo, que sanciona la ‘conducta maliciosa y temeraria’. Esta es más difícil de conseguir. No basta con no pagar. El juez debe convencerse de que el empleador actuó de mala fe durante el proceso, que chicaneó, que presentó defensas para dilatar, que su conducta fue un abuso del derecho de defensa. Es una sanción que depende mucho del criterio del juzgador y de la torpeza del demandado. Cuando se concede, puede implicar un interés hasta dos veces y media superior al que cobran los bancos, o una indemnización adicional. Es la ‘bomba atómica’ de las sanciones, pero no siempre es fácil activarla.
Y luego está la cuestión de los intereses. El crédito del trabajador devenga intereses desde que es exigible. Pero, ¿qué intereses? Ahí empieza otra discusión bizantina. ¿La tasa pasiva del Banco Central? ¿La tasa activa? ¿Algún promedio? La jurisprudencia ha ido y venido sobre este punto durante décadas. Los fallos plenarios han intentado unificar criterios, pero la inflación galopante de los últimos años ha vuelto a poner todo en discusión. Una tasa que parecía razonable hace cinco años, hoy es una broma de mal gusto frente a la pérdida de poder adquisitivo. Los jueces, con mayor o menor ‘sensibilidad social’, intentan aplicar tasas que compensen de alguna manera este deterioro, pero la verdad de la milanesa es que, casi siempre, la inflación le gana la carrera al interés judicial. El monto que el trabajador cobra cinco o seis años después del despido, por más que tenga intereses y multas, rara vez tiene el mismo poder de compra que la liquidación original tenía en su momento. La justicia llega, pero llega devaluada.
Consejos de trinchera: cómo sobrevivir al laberinto judicial
Después de años de ver pasar expedientes, uno aprende que el derecho laboral tiene mucho de estrategia y poco de justicia poética. Así que, sin moralinas, acá van algunas ideas basadas en la cruda realidad de la práctica. Para el trabajador: lo primero es la paciencia. Esto va a ser largo. Muy largo. Lo segundo, un buen asesoramiento desde el minuto cero. El telegrama inicial es su pieza de artillería más importante; no lo redacte usted mismo en el correo. Un abogado laboralista sabe qué poner, cómo ponerlo y qué plazos correr. Documente todo: recibos de sueldo (si los tiene), mensajes, correos, testigos. El juez no lo conoce, no sabe su historia; solo verá lo que usted sea capaz de probar en esa pila de papeles que llamamos expediente. Y entienda la dinámica de la negociación: a veces, un acuerdo razonable hoy es mejor que una sentencia brillante en cinco años. Hay que hacer los números fríamente, considerando la inflación y el costo de oportunidad. El tiempo es el principal enemigo de su crédito.
Para el empleador: haga las cuentas. No una, sino varias veces. El enojo o el orgullo no son buenos consejeros financieros. Asesórese con un abogado que no solo le diga lo que quiere oír, sino que le plantee el peor escenario posible. A veces, pagar la liquidación completa y a tiempo es el negocio más inteligente que puede hacer. Un juicio no solo implica el riesgo de una condena con multas e intereses; implica honorarios de su propio abogado, honorarios del abogado de la otra parte si pierde, honorarios de peritos (sobre todo el perito contador, cuyo dictamen suele ser el corazón del auto judicial), y una cantidad enorme de tiempo y energía que podría dedicar a su negocio. La especulación financiera con la justicia es un juego de alto riesgo. Si decide pelear, hágalo con una estrategia clara, no con negaciones infantiles. Una defensa sólida y bien fundada, aunque pierda, puede mitigar los daños y evitar sanciones por conducta temeraria. Y si ve que el juicio viene mal, sepa que casi siempre hay una oportunidad para negociar un acuerdo antes de la sentencia. Ser un mal perdedor en tribunales sale muy caro.
Hay que entender que el proceso judicial laboral no es un laboratorio donde se destila la verdad. Es un campo de batalla formal, con reglas estrictas, donde la victoria no siempre es para quien tiene la razón, sino para quien mejor maneja las herramientas procesales. El principio ‘in dubio pro operario’ (en caso de duda, a favor del trabajador) es un viento de cola para el reclamante, una manifestación de esa ‘sensibilidad social’ de la justicia laboral, pero no es un cheque en blanco. No suple la negligencia probatoria ni corrige los errores de un mal planteo. El juez buscará en el expediente los elementos para fundar su sentencia. El perito contador analizará los libros y dirá si las horas extras se pagaron, si la registración era correcta, si los cálculos de la liquidación eran los debidos. Los testigos contarán su versión, y el juez la valorará según las reglas de la ‘sana crítica’, que es una forma elegante de decir ‘según su leal saber y entender’.
Al final del camino, después de años de idas y vueltas, llegará una sentencia. Un papel con un sello que dirá quién ganó y cuánto hay que pagar. Para el trabajador, puede ser un alivio, aunque el dinero ya no valga lo mismo. Para el empleador, el fin de un problema, aunque haya salido más caro de lo que pensaba. El sistema funciona, sí. Pero a su propio ritmo, con su propia lógica, una lógica que a menudo se parece más a la de un engranaje pesado y oxidado que a la de una balanza precisa. Y en el medio, quedan las personas, esperando una resolución que, cuando finalmente llega, tiene un sabor agridulce. El sabor de una justicia tardía.