El Juicio del Pollo Acusado de Delito en 1907

En 1907, un tribunal procesó y sentenció a un pollo por un crimen, manifestando una particular interpretación de la justicia y la responsabilidad.
Un pollo emplumado, con una expresión de sorpresa, está sentado en una silla de juez, con un gorro de juez desproporcionadamente grande. Delante de él, un espejo reflejando su propia imagen, pero con un gesto culpable. Representa: El Juicio del Pollo Acusado de Delito (1907

La Justicia y Sus Insospechados Horizontes

Corrían los primeros años del siglo XX. La humanidad, montada en el auto del progreso, se sentía dueña de un futuro brillante, iluminado por la ciencia y la razón. La electricidad reemplazaba al gas, las teorías de la relatividad comenzaban a gestarse y el mundo parecía, al fin, un lugar ordenado y predecible. En este contexto de optimismo casi dogmático, uno esperaría que las supersticiones y las prácticas arcaicas del pasado hubieran sido debidamente archivadas. Sin embargo, la realidad, siempre con su fina ironía, se encargó de demostrar lo contrario.

En una pequeña localidad europea, un evento sacudió la paz comunal y puso a prueba los límites de su sistema legal. Según consta en los registros periodísticos de la época, como la crónica del Le Petit Journal del 3 de febrero de 1907, un pollo fue formalmente acusado de un crimen. No se trató de una broma o de un acto de folklore local, sino de un proceso judicial en toda regla. La justicia, en su afán inagotable por poner cada cosa en su sitio, había decidido que su jurisdicción se extendía, sin complejos, al reino animal. Un testimonio elocuente de que la necesidad de orden no siempre distingue entre un ciudadano y un gallináceo.

El Procedimiento: Un Modelo de Rigor

Los hechos que motivaron tan singular proceso fueron, en sí mismos, trágicos. Un bebé, dejado momentáneamente sin supervisión en su cuna, fue encontrado sin vida. Las heridas en su cabeza apuntaban a un culpable insólito: el pollo de la familia, un animal al parecer conocido en el vecindario por su carácter particularmente beligerante. Ante la conmoción y el horror, la comunidad exigió una respuesta. Y la obtuvo.

El alcalde de la localidad, investido de autoridad judicial, decidió que la situación ameritaba un juicio formal. Se recopilaron testimonios, se examinó la escena del crimen y se presentó al acusado ante la improvisada corte. Es admirable, en cierto modo, la dedicación con la que se aplicaron las formas legales a una criatura cuya máxima preocupación probablemente era encontrar el próximo gusano. El procedimiento se llevó a cabo con una seriedad que hoy nos parece inverosímil, pero que para los participantes era la única manera de procesar lo incomprensible. La ley, después de todo, es un ritual, y en ese momento, el ritual era más importante que la lógica.

La Cuestión de la Culpabilidad Aviar

Aquí es donde el asunto adquiere una dimensión filosófica que los protagonistas seguramente no se detuvieron a meditar. Para que exista un delito, debe haber una “mente culpable” o mens rea. ¿Puede un pollo, un ser de instintos básicos, albergar intenciones criminales? ¿Comprendía la gravedad de sus actos? Plantear estas preguntas es, por supuesto, un disparate. Pero el juicio no se trataba de eso. No era un debate sobre la cognición animal.

La verdad, mucho más incómoda, es que el juicio era para los humanos. La muerte de un niño es un hecho caótico y aterrador que quiebra el sentido de seguridad de cualquier comunidad. Frente a ese abismo, la mente busca desesperadamente un ancla, un responsable. El pollo se convirtió en el depositario perfecto de la culpa. Era un ente tangible, aislable y, sobre todo, prescindible. Condenarlo era una forma de restaurar simbólicamente el orden perdido, de ejecutar una venganza que diera cierre al dolor colectivo. El pollo no fue juzgado por ser culpable, sino porque se necesitaba que lo fuera. Un chivo expiatorio con cresta y espolones.

Sentencia Ejemplar: El Orden Restituido

Como era de esperar en un drama tan bien construido, el veredicto fue de culpabilidad. El tribunal, tras deliberar con la solemnidad que el caso requería, encontró al pollo responsable del crimen y lo sentenció a la pena capital. La sentencia fue ejecutada, presumiblemente ante la aprobación de una comunidad que sentía que, finalmente, se había hecho justicia. El ciclo de la tragedia se cerró: crimen, investigación, juicio y castigo. El orden del universo, al menos en aquel pequeño rincón del mundo, había sido reafirmado.

La ejecución del animal no devolvió la vida perdida, pero sí proveyó una catarsis. Permitió a la gente canalizar su ira y su miedo hacia un objetivo concreto, limpiando el aire de la insoportable aleatoriedad de la tragedia. Fue un acto de psicología social disfrazado de procedimiento legal, una terapia de grupo con toques de guillotina avícola. El sistema había funcionado a la perfección, no para impartir una justicia abstracta, sino para cumplir su función más primitiva: calmar a la tribu.

Reflejos en el Espejo Moderno

Es fácil mirar hacia atrás desde nuestra atalaya de sofisticación y sonreír con condescendencia. Un pollo en el banquillo de los acusados. Qué primitivo, qué absurdo. Sin embargo, ¿hemos cambiado tanto? Nuestra sociedad, con toda su tecnología y su pila de códigos legales, sigue teniendo una necesidad imperiosa de encontrar culpables simples para problemas complejos.

Cuando ocurre una crisis económica, una catástrofe social o una desgracia inesperada, la primera reacción sigue siendo la caza del responsable único. Buscamos al individuo, al grupo o a la idea que pueda cargar con todo el peso de la culpa, para poder “ejecutarlo” mediáticamente y sentir que hemos solucionado algo. Hemos cambiado al pollo por otros chivos expiatorios, quizás más abstractos pero igualmente convenientes. La forma del ritual ha evolucionado, pero el instinto de fondo permanece intacto. El juicio de Henrieville no es una anécdota lejana; es un espejo que nos devuelve una imagen incómodamente familiar.