El espejismo digital: promesas rotas en redes sociales

La venta por redes sociales opera bajo las mismas normativas de defensa del consumidor que el comercio tradicional, con responsabilidades legales específicas.
Un globo inflado con la forma de un unicornio, a medio desinflar, con una pequeña grieta en su superficie. Representa: Falsas promesas en venta por redes sociales

El teatro de la inmediatez y la oferta pública

Parece una revelación mística, pero una publicación en una red social que detalla un producto, le asigna un precio y lo ofrece al público no es un simple posteo para cosechar «me gusta». Es, para el asombro de muchos, una oferta pública. Esto significa que el vendedor queda legalmente obligado a cumplir con las condiciones que él mismo estableció. El precio es ese, no otro. El producto es ese que se ve en la foto, no una versión lejanamente inspirada. El stock, si se anuncia, debe ser real. La aparente informalidad del medio, la cercanía impostada del chat y la velocidad de la transacción no diluyen ni por un segundo las obligaciones que emanan del Código Civil y Comercial y la Ley de Defensa del Consumidor.

El vendedor que piensa que puede cambiar las reglas del juego a mitad de una conversación —»ah, no, ese precio era sin el costo de la bolsita de papel madera»— está, sencillamente, incumpliendo un contrato que ya se perfeccionó. La aceptación de la oferta por parte del comprador, manifestada con un simple «lo quiero», da inicio a una relación jurídica con consecuencias. Esta verdad, tan sólida como el cemento, parece evaporarse en la nube etérea de internet. Se asume que el universo digital es un campo de juego distinto, con reglas flexibles y editables. No lo es. Es el mismo partido, solo que en una cancha con más luces de neón y, aparentemente, menos memoria. La ley, sin embargo, tiene una memoria excelente y una paciencia bastante más corta.

El acto de publicar es un acto de responsabilidad. Cada palabra, cada imagen, cada promesa, construye los términos de la oferta. La idea de que «es solo una red social» es el primer y más costoso error, tanto para el que vende como para el que compra. Para el vendedor, porque se expone a sanciones y reclamos por una pila de dinero si actúa con displicencia. Para el comprador, porque a menudo renuncia a sus derechos por creer en esa misma falacia, aceptando condiciones abusivas o productos deficientes como si fuera una fatalidad del destino digital.

El vendedor «amateur» y sus responsabilidades profesionales

Otro descubrimiento que sacude los cimientos del emprendedurismo de sillón: en el momento en que una persona vende un producto de forma habitual, se convierte en «proveedor» a los ojos de la ley. No importa si tiene un local con habilitación municipal o si guarda la mercadería debajo de la cama. La habitualidad en la oferta de bienes o servicios lo viste con un traje legal que trae consigo una lista de deberes ineludibles. La más elemental es la veracidad. La foto del producto debe ser del producto, no una imagen de catálogo bajada de un banco de imágenes sueco. Las medidas deben ser las reales, no las que sonarían mejor. Los materiales, los mismos que se declaran.

Cuando la campera de «cuero genuino» resulta ser un derivado del petróleo con un olor dudoso, no estamos ante un malentendido, sino frente a publicidad engañosa. Cuando el mueble de «entrega inmediata» tarda seis meses en llegar, no es un problema de logística, es un incumplimiento contractual. La ley exige que la información proporcionada al consumidor sea cierta, clara y detallada. Esta obligación no es una sugerencia. Es un imperativo. El vendedor que opera en la informalidad de las redes sociales a menudo cree que también opera en la informalidad legal. Es una fantasía conveniente que se estrella contra la primera intimación formal. La responsabilidad es objetiva; no importa si tuvo «buena intención» o si «no se dio cuenta». Si el producto o el servicio no se corresponde con lo prometido, el proveedor debe responder.

Guía de supervivencia para el comprador defraudado

Frente a la desilusión de un producto fallido o una promesa rota, el consumidor promedio entra en un estado de parálisis o de furia tuitera. Ninguno de los dos sirve. Lo que sirve es la evidencia. La herramienta más poderosa del comprador en el siglo XXI no es la queja pública, sino la captura de pantalla. Ese simple acto de documentar la publicación original, con su precio y descripción, es el pilar de cualquier reclamo futuro. Cada línea de diálogo en el chat de la red social o en la aplicación de mensajería es una pieza del rompecabezas probatorio. El comprobante de la transferencia bancaria o el resumen del pago digital es la firma al pie del contrato. Hay que guardar todo, de forma ordenada y sistemática.

El segundo paso, que suele omitirse por considerarse «demasiado», es la formalidad. Un reclamo hecho por el mismo chat donde se pactó la compra tiene un peso relativo. Una comunicación formal, como un correo electrónico que deje constancia fehaciente o, en casos más serios, una carta documento, cambia el tono de la conversación de manera drástica. Intimar al vendedor a cumplir con su obligación —entregar el producto correcto, devolver el dinero, aplicar la garantía— no es una agresión, es el ejercicio de un derecho. Es recordarle al proveedor que las reglas que aplican para un electrodoméstico comprado en una gran tienda son exactamente las mismas que para esas zapatillas que vendía desde su cuenta personal. El medio cambia, la obligación persiste.

El derecho de arrepentimiento: ese superpoder olvidado

Existe en nuestra legislación una figura casi mágica, un superpoder que se otorga a los consumidores que compran a distancia, ya sea por internet, teléfono o cualquier medio que impida el contacto directo con el producto. Se llama derecho de arrepentimiento. Permite, sin necesidad de dar ninguna explicación, devolver el producto comprado dentro de los diez días corridos desde que se recibió. El vendedor está obligado a aceptar la devolución y a reintegrar la totalidad del dinero, haciéndose cargo incluso de los costos de envío que la devolución genere. Es un derecho irrenunciable.

La lógica es aplastante: el consumidor compró a ciegas, basándose en fotos y descripciones. La ley, en un acto de sensatez, le concede un breve período para que pueda ver, tocar y evaluar si lo que recibió es lo que realmente esperaba. Sin embargo, este derecho es sistemáticamente ignorado por los compradores y ocultado por los vendedores. Las leyendas de «no se aceptan devoluciones» o «los cambios son solo por talle» que pululan en las biografías de las cuentas de venta son, en el contexto de la venta online, cláusulas nulas. No tienen valor legal alguno. Son un intento, a menudo exitoso, de disuadir al consumidor de ejercer un derecho que la ley le garantiza de forma explícita.

Sumado a esto, está la garantía legal. Todo producto nuevo tiene, como mínimo, seis meses de garantía por defectos o vicios de cualquier índole, aunque el vendedor jure que no la tiene. Si el auto de juguete se rompe a la semana, si la remera se descose en el primer lavado, la garantía se activa. La fascinación por la compra inmediata y la comodidad del clic nos ha hecho olvidar estos principios básicos. Creemos que la velocidad y la informalidad son beneficios, cuando en realidad son el disfraz perfecto para la precariedad y el incumplimiento. El mundo digital no inventó nuevos problemas, solo encontró formas más eficientes de presentar los mismos de siempre. Y la ley, aunque a veces parezca lenta, siempre llega.