El Derecho de Arrepentimiento y sus Creativas Limitaciones Ilegales

La revelación: Un derecho que no pide permiso
Parece una verdad esotérica, un secreto susurrado solo entre iniciados, pero aquí va: el derecho de arrepentimiento no es un acto de magnanimidad empresarial. No es una gentileza, ni un favor, ni una promoción de «satisfacción garantizada». Es, simplemente, la Ley. Una herramienta diseñada con una lógica aplastante para nivelar un campo de juego que, por naturaleza, está inclinado. Cuando uno compra a distancia —por internet, por teléfono, desde un catálogo que promete el paraíso en papel satinado—, está comprando a ciegas. Se basa en fotos retocadas, descripciones poéticas y la fe de que ese sillón color «gris nórdico» no será, en realidad, de un deprimente tono verdoso.
El legislador, en un rapto de lucidez que a veces extrañamos, entendió esta asimetría. Comprendió que el consumidor está en una posición de vulnerabilidad. No pudo tocar la tela, no pudo probarse el talle, no pudo sentir el peso del aparato electrónico que, según la publicidad, cambiaría su vida. Por eso, le concedió un breve lapso de tiempo, usualmente diez días corridos desde que recibe el producto o se celebra el contrato, para pensar. Para arrepentirse. Para decir, sin dar explicaciones ni sentirse culpable: «Esto no es para mí».
Devolver el producto en ese plazo es un derecho potestativo. No requiere de una causa. No importa si el color no combinaba con las cortinas, si al final las cuotas apretaban más de lo pensado o si, simplemente, la euforia de la compra se disipó como la espuma de un mal café. El derecho existe para ser ejercido. Cualquier intento de condicionarlo, de pedir justificaciones, de someterlo a un interrogatorio digno de una agencia de inteligencia, es un elegante paseo por la ilegalidad. La norma es clara y no admite segundas lecturas: los costos de la devolución, dicho sea de paso, corren por cuenta y orden del vendedor. Una verdad incómoda para muchos, pero una verdad al fin.
Manual de supervivencia para el proveedor ingenioso
Por supuesto, en el ecosistema comercial, la creatividad para eludir responsabilidades es un recurso inagotable. Si usted, como proveedor, tiene una vocación irrefrenable por coleccionar intimaciones y futuras citaciones a audiencias de conciliación, aquí le dejo algunas ideas que han demostrado ser notablemente eficaces para lograrlo. Son prácticas muy populares y, curiosamente, todas ellas un pasaporte a un conflicto legal.
Primero, la infalible «cláusula del empaque sellado». Exija al consumidor que, para devolver el producto, la caja, el celofán y hasta el aire original de la fábrica deben estar intactos. Es una estrategia brillante, porque obliga al cliente a desarrollar poderes de clarividencia para evaluar un producto sin abrirlo. Es, a todas luces, una anulación fáctica del derecho, ya que es imposible probar una licuadora sin sacarla de su caja. La ley, en su aburrida lógica, solo pide devolver el producto en el estado en que se recibió, lo cual es muy diferente a exigir un empaque virginal.
Otra táctica de probada efectividad es cobrar una «tasa de reposición» o «costo de envío por devolución». Argumente que la logística inversa tiene un precio y que es justo que el arrepentido lo pague. Es una idea que suena razonable, hasta que uno lee esa parte de la ley que explícitamente pone todos los costos de la devolución a cargo del vendedor. Insistir en este punto es una forma segura de demostrar un profundo desinterés por las obligaciones legales.
Finalmente, el arte de la burocracia disuasoria. Cree un laberinto de formularios en línea, números de teléfono que nunca atienden, correos electrónicos que rebotan y plazos internos absurdos. Exija al consumidor un «número de gestión de devolución» que tarda 72 horas hábiles en ser generado, justo para que se le venza el plazo legal para arrepentirse. Es el equivalente a esconder la pelota. Sutil, irritante y, por sobre todo, una invitación formal a que el consumidor busque asesoramiento legal. Y créame, lo hará.
El arte de la reclamación: Consejos para el consumidor desilusionado
Del otro lado del mostrador, la paciencia no es una virtud, sino una herramienta. Si usted es el consumidor que se enfrenta a una de estas ingeniosas barreras, la clave no es la indignación, sino la metodología. La pataleta sirve de poco; la prueba, de mucho.
El primer paso es comunicar su arrepentimiento de forma fehaciente. Un llamado telefónico es etéreo, se lo lleva el viento. Un correo electrónico, en cambio, deja una traza digital. Guarde capturas de pantalla de la conversación, del intento de llenar ese formulario imposible, de los términos y condiciones abusivos. Si la situación lo amerita y el monto es considerable, una carta documento es la artillería pesada: tiene fecha cierta y su recepción no puede ser negada. Sea claro, conciso y directo: «En mi carácter de consumidor, ejerzo mi derecho de arrepentimiento respecto de la compra del producto X, recibido en fecha Y. Pongo el mismo a su disposición y solicito instruyan sobre el procedimiento de retiro a su exclusivo costo, conforme a la ley vigente». Fin. Sin poesía, sin súplicas.
Si la respuesta es el silencio, la negación o una nueva excusa creativa, el siguiente paso es recurrir a los organismos de Defensa del Consumidor. Son la primera instancia, gratuita y administrativa. No siempre es rápida, pero formaliza el reclamo y obliga a la empresa a dar una respuesta oficial. Guarde cada número de expediente, cada correo, cada notificación. Todo es parte de su arsenal.
Mantenga la calma, pero sea firme. Usted no está pidiendo un favor, está exigiendo que se cumpla un derecho. Las empresas suelen apostar al desgaste. Creen que, ante la primera dificultad, uno bajará los brazos y se quedará con ese producto que no quería. Demostrar que uno tiene la voluntad y la información para seguir adelante suele ser, mágicamente, el mejor lubricante para que los engranajes de la devolución comiencen a moverse.
Más allá de la letra chica: La verdad incómoda de la balanza
Es fácil ver estos conflictos como meras disputas por un par de zapatillas o un electrodoméstico fallido. Pequeñas anécdotas de la vida moderna. Pero en el fondo, la discusión sobre el derecho de arrepentimiento es una radiografía de la tensión fundamental del mercado: la asimetría de poder. No es una lucha entre iguales. De un lado, un individuo con recursos limitados. Del otro, una estructura corporativa con departamentos legales, presupuestos para litigios y un profundo conocimiento de los vericuetos para cansar al oponente.
El derecho del consumidor, en su totalidad, es un intento de poner un contrapeso en esa balanza. El derecho de arrepentimiento es, quizás, uno de los contrapesos más evidentes y necesarios en el comercio electrónico. Es la admisión legal de que la publicidad es seductora, de que las decisiones de compra pueden ser impulsivas y de que la realidad del producto, una vez que llega a nuestras manos, puede ser una profunda decepción. Es una herramienta de equidad.
La verdad incómoda, esa que los departamentos de marketing prefieren ignorar, es que estas normativas no existen porque las empresas sean inherentemente malvadas. Existen porque son inherentemente racionales en su búsqueda de rentabilidad. Y si limitar un derecho o trasladar un costo aumenta el margen de ganancia y la mayoría de los consumidores no reclama, la decisión es económicamente lógica. La ley no está para juzgar la moral empresarial, sino para fijar límites a esa lógica. Para recordarle al sistema que la transacción no termina cuando se acredita el pago, sino cuando se consolida la satisfacción y el respeto por las reglas del juego. Cada vez que un consumidor ejerce su derecho y lo hace valer frente a la desidia o la picardía, no solo está solucionando su problema particular. Está, sin quererlo, enviando un mensaje al mercado. Está puliendo, muy de a poco, el estándar de lo que es aceptable. Está recordando que ser un cliente es una cosa, pero ser un consumidor con derechos es algo muy distinto. Y bastante más poderoso.