El Deber de Exhibir Precios: Análisis Legal en Defensa del Consumidor

La exhibición de precios de forma clara y visible es una obligación legal del proveedor. Su incumplimiento vulnera el derecho a la información del consumidor.
Un laberinto de espejos deformantes donde cada reflejo muestra un precio diferente. Representa: Una tienda no exhibe los precios de forma clara en sus productos o servicios generando confusión y cobros erróneos al momento de pagar impidiendo una decisión de compra informada.

El Precio: Piedra Angular del Consentimiento Informado

Parece una revelación esotérica reservada para iniciados en las altas ciencias jurídicas, pero el acto de comprar algo, por más mundano que sea, es un contrato. Y como todo contrato, requiere del consentimiento libre e informado de las partes. En el universo del consumo, ese consentimiento pivota sobre un eje fundamental: el precio. Sin un precio cierto, detallado y expresado en moneda de curso legal, el consentimiento del consumidor no es más que un acto de fe, una adhesión ciega a la voluntad de un proveedor que, paternalistamente, decide por nosotros cuánto vale nuestro dinero. La Ley 24.240 de Defensa del Consumidor (LDC), en su artículo 4, no deja lugar a interpretaciones creativas: el proveedor está obligado a suministrar al consumidor en forma cierta, clara y detallada toda la información relacionada con las características esenciales de los bienes y servicios que provee, y las condiciones de su comercialización. Huelga decir que el precio es la condición más esencial de todas.

Esta obligación no es un capricho legislativo ni una molestia burocrática. Es la materialización del mandato constitucional del artículo 42, que consagra el derecho de los consumidores a una información adecuada y veraz. ‘Adecuada’ implica que sea suficiente para tomar una decisión de consumo razonada. ‘Veraz’ significa que no puede ser engañosa. Un precio no exhibido, o exhibido de forma confusa, es la antítesis de ambos conceptos. Vicia la voluntad del comprador, transformando una transacción que debería ser transparente en una emboscada. La ley no pide proezas, simplemente exige que el número final a pagar, con todos sus componentes, sea visible. Antes de llegar a la caja. Antes de pasar la tarjeta. Antes de que el compromiso sea irrevocable. Es un concepto de una simplicidad abrumadora, y aun así, su cumplimiento parece requerir un esfuerzo heroico por parte de algunos comerciantes.

La exhibición debe ser, además, eficaz. No basta con un número diminuto escondido en un rincón oscuro de la góndola o un cartelito que remite a un código QR que, casualmente, nunca funciona. La información debe ser de fácil acceso y comprensión para un consumidor promedio, sin necesidad de que este porte una lupa o deba realizar un curso de criptografía para descifrar el costo de un paquete de fideos. El precio final, completo, con impuestos incluidos y cualquier otro cargo que lo integre, debe estar ahí, de cara al público. Cualquier otra cosa es, lisa y llanamente, una infracción.

La Anatomía de la Infracción: Cuando el ‘Consulte Precio’ es un Acto de Fe

Desmenucemos la conducta infractora. No hablamos de complejas maquinaciones financieras, sino de prácticas tan burdas como frecuentes. La omisión total de precio es la más evidente. El producto está en la vidriera, tentador, pero su valor es un secreto de Estado. La invitación a ‘consultar precio’ no es una muestra de servicio personalizado, es una barrera deliberada. Es obligar al consumidor a iniciar un diálogo que muchos prefieren evitar, generando una presión psicológica para comprar una vez que se ha invertido tiempo y esfuerzo en la averiguación. Jurídicamente, es una violación flagrante del deber de información.

Luego tenemos las variantes más sutiles, pero igualmente ilegales. Precios exhibidos en un tamaño ilegible, o en un lugar que no se corresponde con el producto. O la práctica, ya desterrada por normativa expresa como la Resolución 7/2002 de la entonces Secretaría de la Competencia, la Desregulación y la Defensa del Consumidor, de no aclarar si el precio es por unidad, por peso o por medida. Dicha resolución es de una claridad meridiana: el precio debe ser exhibido junto al producto, por unidad, en moneda de curso legal, y corresponder al importe total que deba abonar el consumidor final. Si la venta es a crédito, la ley es aún más exigente: se debe informar el precio de contado, el anticipo si lo hubiere, la cantidad y monto de cada una de las cuotas, y el Costo Financiero Total (CFT). Este último dato es crucial, pues representa el costo real del crédito, incluyendo intereses, seguros y gastos. Omitirlo es como vender un auto sin mencionar que viene sin motor.

La confusión entre el precio de lista y el precio de contado también es un clásico. Las ‘ofertas’ que en realidad son el precio que la ley obliga a exhibir para el pago en un solo pago (efectivo, débito o crédito en una cuota) son una práctica engañosa. La ley establece que no puede haber diferencias de precio entre estas modalidades de pago. Cualquier recargo por pagar con tarjeta de débito o en una cuota con crédito es, sencillamente, ilegal. Estas no son opiniones, son prescripciones normativas de orden público, lo que significa que las partes no pueden pactar en contrario. El consumidor no puede ‘renunciar’ a este derecho, ni el comerciante puede ‘invitarlo’ a hacerlo.

Estrategias Procesales: Del Reclamo Informal a la Sanción Administrativa

Frente a la infracción, el consumidor no está desarmado. Por el contrario, posee un arsenal de herramientas legales. El primer paso, y el más importante, es la prueba. En la era digital, es tan simple como sacar el celular y tomar una foto. Una foto de la góndola sin precio, del producto en vidriera con un cartel de ‘consultar’, o del ticket de compra donde aparece un recargo indebido. Si hay testigos, mejor. La carga de la prueba en materia de consumo suele ser dinámica: al proveedor, que tiene todos los medios a su alcance, le resulta más fácil probar que cumplió la ley que al consumidor probar la omisión.

Con la prueba en mano, el camino se bifurca. La vía informal comienza con el Libro de Quejas, obligatorio en todo comercio. Aunque a menudo se lo subestime, asentar el reclamo allí es un acto de suma importancia. Constituye una interpelación fehaciente, un registro formal de la falta que servirá como antecedente. Si la respuesta es el silencio o la negación, se escala al nivel administrativo. El Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo (COPREC) a nivel nacional, o las oficinas de defensa del consumidor provinciales, son la siguiente instancia. Se inicia un reclamo formal y gratuito que deriva en una audiencia de conciliación. Aquí, un tercero imparcial intenta que las partes lleguen a un acuerdo. Muchas veces, la mera citación a esta instancia es suficiente para que el proveedor ‘recuerde’ sus obligaciones.

Si la conciliación fracasa, el expediente pasa a la autoridad de aplicación, que puede imponer sanciones. Estas van desde un apercibimiento hasta multas millonarias, clausura del establecimiento o pérdida de concesiones. Paralelamente, el consumidor puede iniciar la vía judicial. Puede reclamar la reparación del perjuicio sufrido (por ejemplo, la devolución de lo cobrado de más) y, aquí viene lo interesante, el llamado daño punitivo. El artículo 52 bis de la LDC permite a los jueces aplicar una multa civil a favor del consumidor cuando el proveedor incumple sus obligaciones legales o contractuales con grave desprecio por los derechos del consumidor. No busca reparar un daño, sino castigar una conducta y disuadir su repetición. Es la herramienta más potente contra la especulación y el maltrato sistemático.

Consejos para el Proveedor Desorientado: Más Allá de la Multa

Ahora, una palabra para el proveedor que se encuentra del otro lado del mostrador, perplejo ante la ‘exagerada’ reacción de un cliente por un simple precio no exhibido. El primer consejo es de una audacia conceptual sin precedentes: cumpla con la ley. Sorprendente, lo sé. La LDC y sus resoluciones complementarias no son una colección de sugerencias de buena voluntad, sino normas imperativas. El desconocimiento de la ley no excusa su cumplimiento, un principio que aprendemos en el primer año de derecho pero que parece evaporarse en la gestión diaria de un negocio.

Piense en la exhibición de precios no como una carga, sino como la más barata de las pólizas de seguro. Cumplir con esta obligación básica le ahorrará el costo de una multa administrativa, que puede ser considerablemente más alta que el margen de ganancia de los productos que omitió preciar. Le ahorrará los honorarios de un abogado para defenderse en una mediación o un juicio. Le ahorrará el tener que pagar una indemnización por daño directo y, potencialmente, una por daño punitivo que podría poner en jaque la salud financiera de su empresa. Y, finalmente, le ahorrará el daño reputacional que genera ser conocido como el comercio ‘donde te cobran cualquier cosa’.

Invierta en capacitación para su personal. Asegúrese de que quien está a cargo de poner los precios conozca la Resolución 7/2002 de memoria. Entienda que la transparencia no es una debilidad, sino una muestra de respeto al cliente que, a largo plazo, genera más lealtad que cualquier oferta engañosa. La relación de consumo es, por naturaleza, asimétrica. El consumidor es la parte débil, y por eso el ordenamiento jurídico lo protege con tanto ahínco. Ignorar esta realidad no es una estrategia de negocios astuta, es simplemente una invitación al conflicto. Un conflicto en el que, estadísticamente y por diseño legal, el proveedor lleva las de perder. La prevención, a través del cumplimiento riguroso, no es una opción; es el único camino racional.