El Cobro por Envíos No Solicitados y Sus Consecuencias Legales

La Revelación: El Silencio No Es Aceptación
Parece una verdad de Perogrullo, una de esas obviedades que no requerirían la tinta de un legislador para ser comprendidas. Sin embargo, la insistencia con la que ciertas empresas operan nos obliga a repetirlo: recibir un paquete que uno no pidió no lo convierte a uno en deudor. El cartero deja una caja en su puerta. Usted no la esperaba. La abre y encuentra, digamos, una colección de cuchillos de cerámica de dudosa calidad, acompañada de una factura. La primera reacción, humana y lógica, es la confusión. La segunda, a menudo impulsada por una carta conminatoria posterior, es la preocupación. Y es aquí donde la ley, con una parsimonia admirable, interviene para restaurar el sentido común.
El artículo 35 de la Ley de Defensa del Consumidor (N° 24.240) es de una claridad meridiana. Prohíbe la realización de propuestas al consumidor sobre una cosa o servicio que no haya sido requerido previamente y que genere un cargo automático. Si esto ocurre, el receptor no está obligado a nada. Ni a conservar el producto, ni a devolverlo, ni, por supuesto, a pagarlo. El silencio, ese gran protagonista de los malos entendidos, no es aquí una forma de consentimiento. La ley entiende que para que exista un contrato de consumo debe haber una voluntad expresa, una oferta y una aceptación. El acto unilateral de una empresa de enviar un producto no configura mágicamente este acuerdo bilateral.
El Código Civil y Comercial de la Nación refuerza esta idea en su artículo 979, al establecer que el silencio solo importa una manifestación de voluntad en casos muy específicos y previstos, como cuando existe un deber de expedirse por acuerdos previos o por los usos y prácticas. Dejar un producto en la puerta de alguien no entra, por supuesto, en ninguna de estas categorías. La empresa que envía el producto está, en esencia, realizando una oferta. Y como cualquier oferta, puede ser aceptada o ignorada. La ley le da al consumidor el derecho a la indiferencia más absoluta.
Esta práctica no es un simple error, es una estrategia. Se apoya en la desinformación y en el temor del ciudadano común a tener problemas legales. Se especula con que un porcentaje de los receptores, por duda o por cansancio, terminará pagando. Es una apuesta estadística contra la buena fe y el conocimiento del derecho. Y es, por definición, una práctica abusiva. El sistema legal no solo la prohíbe, sino que la sanciona, porque atenta contra el principio de libertad de contratación, que es la piedra angular de cualquier relación comercial sana.
El Laberinto del Remitente: Consejos Para Quien Envía «Regalos»
Ahora, pongámonos por un momento en los zapatos de la empresa. Una empresa que, en un rapto de optimismo comercial, decide que la mejor manera de conseguir clientes es forzarlos a serlo. Si yo tuviera que asesorar a una entidad con estas inclinaciones, mi consejo sería simple, aunque probablemente ignorado: no lo haga. Pero si la vocación por el riesgo es irrefrenable, al menos conviene conocer el mapa del territorio minado en el que se está adentrando.
Primero, cada envío no solicitado es una violación directa del artículo 35 de la Ley 24.240. Esto no es una mera sugerencia ética; es una infracción. Como tal, es pasible de sanciones por parte de la autoridad de aplicación, que pueden ir desde un apercibimiento hasta multas económicas de considerable magnitud. Estas multas no dependen de que un consumidor individual pague o no; la simple ejecución de la práctica ya es sancionable. Es como poner un cartel de «Prohibido estacionar» y esperar que nadie se ofenda si uno deja el auto ahí todo el día.
Segundo, el envío va acompañado, tarde o temprano, de una intimación de pago. Esta intimación, que a menudo utiliza un lenguaje deliberadamente ambiguo y amenazante, roza o directamente incurre en otra práctica prohibida: el trato indigno (artículo 8 bis de la misma ley). Presionar, hostigar o avergonzar a un consumidor para que pague por algo que no debe es una fuente independiente de responsabilidad. Cada llamada, cada carta, cada correo electrónico amenazante es una pala cavando más hondo el pozo legal.
Tercero, y aquí la cosa se pone más seria, está el riesgo judicial. Un consumidor suficientemente informado y con una razonable cantidad de paciencia agotada puede iniciar acciones legales. No solo reclamará que se declare la inexistencia de la deuda —algo obvio—, sino que también podrá solicitar una indemnización por los daños y perjuicios sufridos. El tiempo perdido, la intranquilidad, el tener que buscar asesoramiento. Y, la joya de la corona, el daño punitivo. Esta es una multa civil que los jueces pueden imponer a las empresas que actúan con grave indiferencia por los derechos ajenos. Y enviar productos no solicitados para luego hostigar a los receptores es un caso de manual para su aplicación.
La «Obligación» de Devolver: Un Mito Urbano Corporativo
Una de las falacias más extendidas, y convenientemente difundidas por los propios infractores, es que si el consumidor no quiere el producto, al menos tiene la «obligación» de devolverlo. Se le exige que lo embale, que lo lleve a una sucursal del correo, que coordine un horario para que lo retiren. En resumen, que invierta su tiempo y recursos en solucionar un problema que él no creó. Esto es, legalmente, un disparate.
La ley es clara: si el envío no fue solicitado, el receptor no tiene ninguna obligación. Punto. El producto queda a disposición del proveedor. Esto significa que es la empresa, y solo la empresa, la que debe arbitrar los medios para recuperarlo, asumiendo todos los costos y riesgos. Si quiere su colección de cuchillos de vuelta, debe enviar a alguien a buscarla, en un día y horario que le convenga al consumidor, no al revés. El consumidor no es un depósito gratuito ni un gestor logístico para los errores o las estrategias abusivas de un tercero.
¿Y qué pasa si la empresa nunca lo retira? El consumidor no tiene el deber de ser un custodio eterno. Debe actuar de buena fe, por supuesto; no puede destruir el producto al día siguiente. Pero si notifica al proveedor que el bien está a su disposición y este no muestra interés en recuperarlo en un plazo razonable, el consumidor podría eventualmente considerarlo un bien abandonado. La pasividad del dueño puede interpretarse como una renuncia a su propiedad. La carga de la acción recae siempre sobre el que creó la situación: el remitente. Exigirle cualquier tipo de colaboración activa al receptor es, en sí mismo, otra forma de hostigamiento y una tergiversación maliciosa de la ley.
El Reclamo del Receptor: Cuando la Paciencia Se Agota
Hablemos ahora desde la vereda del ciudadano que recibe el envío indeseado. La primera y más poderosa herramienta a su disposición es la inacción informada. Saber que la ley lo ampara y que no debe absolutamente nada es un escudo formidable contra la ansiedad. Ignorar las facturas y las comunicaciones iniciales es, en muchos casos, la estrategia más eficiente. La empresa busca presas fáciles; un consumidor que no responde y no paga a menudo es descartado para buscar otra víctima más permeable al miedo.
Sin embargo, a veces la insistencia del proveedor escala. Las llamadas se vuelven diarias, el tono de las cartas se vuelve más agresivo. Cuando la situación pasa de ser una molestia a ser un acoso, es hora de pasar a la acción. El primer paso es documentar. Guardar el producto y su embalaje, conservar todas las cartas, correos electrónicos y, si es posible, registrar las fechas y horas de las llamadas intimidatorias. Toda esta evidencia será fundamental.
Con las pruebas en mano, el camino más directo es el administrativo. Se puede presentar una denuncia ante la Dirección Nacional de Defensa del Consumidor y Arbitraje en Consumo, a través del sistema COPREC (Consumo Protegido), o en la oficina de defensa del consumidor de la jurisdicción local. Es un procedimiento gratuito que no requiere de un abogado en sus etapas iniciales. En la denuncia se debe relatar los hechos, adjuntar las pruebas y solicitar, como mínimo: 1) que la empresa cese en su hostigamiento, 2) que se reconozca formalmente la inexistencia de la deuda, y 3) que se le imponga una sanción por la práctica abusiva.
Es en este punto donde se debe considerar seriamente solicitar daño punitivo. No es una mera compensación, es una sanción ejemplificadora. Se debe argumentar que la conducta de la empresa no fue un error, sino una política deliberada de desprecio por la normativa vigente, diseñada para obtener una ganancia indebida a costa de la vulnerabilidad de los consumidores. Los tribunales y autoridades administrativas han aplicado esta figura en innumerables casos de envíos no solicitados, reconociendo la gravedad de la falta. No se trata de buscar un enriquecimiento, sino de enviar un mensaje claro: hay prácticas que, sencillamente, no se deben tolerar. Y obligar a alguien a tener una pila de cajas que no pidió en su living, para luego pretender cobrarle, es sin duda una de ellas.