Defensa del Consumidor: Planes de Telefonía Móvil y sus Vicios

La relación contractual con empresas de telefonía móvil se rige por una dinámica de poder asimétrica que genera conflictos por facturación y calidad de servicio.
Un laberinto de espaguetis enredados, con un tenedor intentando desesperadamente desenredarlos. Representa: Problemas con planes de telefonía móvil

El Contrato: Ese Manuscrito Sagrado (y Flexible)

Vivimos en una era de pactos digitales. Con un clic, aceptamos términos y condiciones que regularán una parte no menor de nuestra existencia. El contrato de telefonía móvil es, quizás, el más íntimo de estos pactos. Es el guardián de nuestra conexión con el mundo, el invisible hilo que nos permite trabajar, socializar y, por supuesto, quejarnos de la mala señal. Sin embargo, este acuerdo, que debería ser un pilar de certezas, a menudo se asemeja más a un terreno pantanoso. Lo firmamos —o mejor dicho, lo “aceptamos”— con la misma fe ciega con la que un niño cree que su auto de juguete puede volar. Una fe conmovedora, pero, en última instancia, ingenua.

La primera verdad incómoda que debemos asimilar es la naturaleza misma del vínculo: se trata de un contrato de adhesión. Esto no es un detalle menor. Significa que una de las partes, la empresa, redacta la totalidad de las cláusulas, y la otra, usted, el consumidor, solo tiene dos opciones: aceptar en bloque o buscar otra compañía que, muy probablemente, le ofrecerá un documento con una lógica idéntica. No hay negociación, no hay debate. Es un monólogo legal al que usted asiente. Y en ese monólogo, créame, cada palabra está cuidadosamente elegida para proteger los intereses de quien la escribe. Las promociones de “gigas ilimitados” suelen tener un asterisco que los limita, y la “velocidad máxima” es una promesa tan etérea como la felicidad eterna.

A pesar de esta asimetría congénita, la ley intenta poner un poco de orden. La Ley de Defensa del Consumidor (N° 24.240) establece un principio rector: la oferta obliga. Todo lo que la empresa publicita, promete o informa, ya sea en un anuncio televisivo, en su página web o a través de un operador telefónico, se considera parte integrante del contrato. Esa promoción que le ofrecieron por teléfono y que luego “no quedó registrada en el sistema” no es un malentendido; es un incumplimiento contractual. La empresa tiene un deber de información (art. 4 de la ley) que debe ser claro, cierto y detallado. La ambigüedad, la letra chica ilegible y las omisiones deliberadas no son astucia comercial; son, lisa y llanamente, una falta a la ley. El consumidor no tiene por qué ser un detective privado para descifrar qué está pagando. El precio debe ser final, los conceptos claros y cualquier modificación debe ser notificada con antelación y aceptada expresamente. Es una revelación obvia, pero que parece perdida en el laberinto de los sistemas de facturación.

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Cuando la relación contractual se quiebra y usted decide pasar de cliente paciente a consumidor activo, debe transformarse en un metódico archivista. La burocracia corporativa se alimenta de la desorganización del reclamante. Su mejor arma no es la indignación —aunque sea justificada—, sino la prueba. Cada interacción debe ser documentada con una obsesión casi patológica. ¿Llamó al centro de atención al cliente? Anote día, hora, nombre del operador (si se lo dan) y, fundamentalmente, exija el número de reclamo. Ese número es su salvoconducto, la prueba material de que usted inició el ritual. Si el reclamo es por chat o correo electrónico, guarde capturas de pantalla y archive los mensajes. Son su expediente personal.

Entienda que su reclamo no es un ruego, es el ejercicio de un derecho. La empresa tiene la obligación de tratarlo con dignidad (art. 8 bis, Ley 24.240), lo que implica no someterlo a un peregrinaje interminable por operadores que repiten un guion. Si le facturan un servicio que no contrató, como “roaming internacional” mientras usted estaba en su casa, o un “pack de contenidos premium” que jamás solicitó, la carga de la prueba recae sobre la empresa. Es ella quien debe demostrar que usted prestó conformidad para ese cargo. No al revés. Usted no debe probar su inocencia. Un principio legal básico que, convenientemente, las empresas suelen olvidar. Cuando reclame, sea específico: “Impugno el cargo de X pesos correspondiente al concepto ‘Servicio Digital Fantasma’ en mi factura del mes de mayo, por no haberlo contratado”. Claridad y precisión desarman cualquier intento de desviar el tema.

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Ahora, una reflexión para la otra parte del mostrador, esa entidad abstracta que llamamos “la compañía”. Su existencia se basa en la prestación de un servicio. No es un favor, es una obligación comercial por la que recibe un pago. La ley es bastante clara al respecto: el servicio debe ser prestado en las condiciones ofrecidas y de manera continua. Las interrupciones constantes, la señal que desaparece en zonas urbanas densas o la velocidad de datos que se asemeja a la de un módem de 1998 no son “contingencias del servicio”; son incumplimientos. Y cada incumplimiento genera el derecho del consumidor a exigir una compensación, que suele ser el descuento en la factura del tiempo que el servicio no funcionó correctamente.

El deber de información no se agota en la venta. Si va a modificar las condiciones del plan —aumentar el precio, reducir la cantidad de gigas—, debe notificarlo de forma fehaciente y con la antelación que marca la regulación. Un simple SMS perdido entre decenas de mensajes de spam no califica como notificación. Tampoco lo hace un ítem escondido en la factura electrónica. La modificación unilateral es causal de rescisión sin costo para el consumidor. Otro punto sensible es la baja del servicio. Obstaculizarla, exigiendo trámites absurdos o ignorando la solicitud, es una de las prácticas más sancionadas. El mismo medio habilitado para la contratación debe estar disponible para la baja. Si pudo contratar el plan con un llamado telefónico, debe poder darlo de baja de la misma manera. Parece simple, pero la resistencia a dejar ir a un cliente genera una pila de expedientes en los organismos de defensa del consumidor. Cada una de estas faltas no es un error, es una decisión de negocio. Una que, a la larga, tiene un costo legal y reputacional.

El Ritual del Reclamo: Del Call Center al Estrado

Una vez agotada la vía del reclamo directo con la empresa —ese diálogo de sordos que suele durar entre treinta y sesenta días—, el sistema nos ofrece un siguiente paso. No es la justicia ordinaria, lenta y costosa. Es una instancia administrativa, gratuita para el consumidor, llamada COPREC (Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo). Iniciar un reclamo en el COPREC es, hoy en día, un trámite online relativamente sencillo. Se cargan los datos, se explica el caso y, lo más importante, se adjunta toda esa hermosa pila de pruebas que usted ha estado recolectando: el número de reclamo, las capturas de pantalla, las facturas impugnadas.

El COPREC designará un conciliador y fijará una fecha para una audiencia virtual. A esta audiencia concurrirán usted (o su abogado) y un representante de la empresa. Aquí, el tono cambia. El apoderado de la compañía ya no es un operador de call center; es un abogado que entiende los riesgos. Sabe que si no hay acuerdo, el expediente puede pasar a la siguiente etapa: una posible imputación y sanción administrativa para la empresa por parte de la Secretaría de Comercio, y la habilitación para que usted inicie una demanda judicial. En muchos casos, lo que era imposible en el llamado telefónico se vuelve milagrosamente posible en la conciliación: aparecen las notas de crédito, se anulan los cargos, se ofrecen resarcimientos. No por una súbita epifanía de justicia, sino por puro cálculo de costos y beneficios.

Si el acuerdo se logra, tiene fuerza de ley. Si no, queda abierta la vía judicial. Para reclamos de montos menores, la Justicia Nacional en las Relaciones de Consumo ofrece un proceso más ágil. Aquí se puede reclamar no solo la devolución de lo mal cobrado, sino también una figura llamada daño directo: un resarcimiento por la privación de uso de su dinero y el tiempo perdido. Incluso, en casos de particular gravedad o desidia por parte de la empresa, los jueces pueden aplicar el daño punitivo, una multa civil que busca disuadir a la compañía de repetir esa conducta en el futuro. Es un camino largo, sí. Un ritual que exige método y paciencia. Pero es el único camino para recordarle a un gigante que, por más grande que sea, su poder no es absoluto y que hasta el contrato más pequeño descansa sobre una base de buena fe que, cuando se rompe, tiene consecuencias.