Defensa del Consumidor: Incumplimiento de Ofertas Publicadas

La Anatomía de una Promesa (Vinculante, por si no quedó claro)
Observemos el fenómeno. Una empresa, en un rapto de aparente generosidad, lanza al éter una oferta. Un cartel luminoso, un banner parpadeante en una web, un aviso a toda página en el diario del domingo. Parece un simple llamado, una invitación a participar de la fiesta del consumo. Sin embargo, aquí yace la primera verdad incómoda que muchos parecen olvidar con pasmosa regularidad: esa oferta no es una sugerencia. No es un “quizás”. Es un contrato.
La Ley de Defensa del Consumidor, en uno de sus arranques de lucidez, establece en su artículo 7 que la oferta dirigida a consumidores potenciales indeterminados, obliga a quien la emite durante el tiempo en que se realice. Esto debe ser de una obviedad casi insultante, pero la experiencia diaria demuestra que no lo es. El simple acto de publicar “Televisor 4K a $10.000” transforma a la empresa de un mero vendedor a un deudor de una prestación específica. El consumidor que dice “acepto” (o que simplemente va a la caja con el producto) se convierte en acreedor. Así de simple. Así de vinculante.
Por supuesto, el ingenio corporativo ha desarrollado un arsenal de excusas que recitan con la convicción de un dogma. La más célebre es “fue un error de tipeo”. Una justificación fascinante, que traslada la negligencia propia al bolsillo del cliente. La ley, afortunadamente, tiene poca paciencia para estos descuidos. Salvo que el error sea tan grosero y evidente que cualquier persona razonable se daría cuenta (un auto 0km a un peso, por ejemplo), la empresa debe hacerse cargo de su propia falta de atención. El riesgo empresario, ese concepto tan mentado para justificar ganancias, también aplica a las pérdidas por torpeza.
Otra excusa clásica es la del “stock limitado”. Una defensa válida, siempre y cuando se haya cumplido con el deber de informar de manera clara y visible cuántas unidades estaban disponibles. Un minúsculo asterisco que remite a una nota al pie en fuente tamaño 2 no suele calificar como “información clara”. La obligación no es solo hacer la oferta, sino también informar adecuadamente todas sus condiciones. La omisión, en este ámbito, es una forma de mentira.
Manual de Supervivencia para el Consumidor Ilusionado
Para aquel ciudadano que, con la inocencia intacta, creyó en la palabra impresa de una corporación, la decepción puede ser amarga. Pero la ley le ofrece herramientas. Eso sí, exige un mínimo de diligencia. La indignación, por sí sola, no gana casos.
El primer mandamiento es: documentar todo. Una captura de pantalla de la oferta online. Una foto del cartel en la góndola del supermercado. Guardar el folleto, el recorte del diario, el correo electrónico promocional. Sin una prueba fehaciente de la oferta, su reclamo es un castillo construido en el aire. Es asombroso cuánta gente confía en la memoria, especialmente cuando la contraparte tiene un incentivo económico para ser olvidadiza. Archive la evidencia como si fuera un tesoro, porque legalmente, lo es.
El segundo paso es el intento de solución amistosa. Un eufemismo para el primer choque contra el muro de la burocracia. Contacte a la empresa por un canal que deje registro: un correo electrónico, el chat de la página, un reclamo con número de ticket. Sea claro, conciso y firme. Exponga los hechos, adjunte su prueba y exija el cumplimiento. No se desgaste en discusiones estériles con un operador de call-center que sigue un guion. Su objetivo en esta etapa es obtener una negativa por escrito o, en su defecto, demostrar que intentó resolverlo y fue ignorado. Esta negativa es la llave que abre la siguiente puerta.
Cuando la amabilidad fracasa, es hora de formalizar. La etapa de la mediación (como el COPREC) es el espacio donde las partes se ven las caras ante un tercero neutral. Aquí, la empresa ya no puede esconderse detrás de un teléfono. Debe enviar a un representante legal. Es el momento de presentar sus pruebas y citar el artículo 10 bis de la ley, que le otorga tres opciones maravillosas: a) exigir el cumplimiento forzado de la obligación, siempre que fuera posible; b) aceptar otro producto o prestación de servicio equivalente; c) rescindir el contrato con derecho a la restitución de lo pagado. En todos los casos, además, puede reclamar los daños y perjuicios que la situación le haya ocasionado. De repente, el consumidor tiene el poder de elegir el camino. Un poder que a las empresas les incomoda profundamente.
Reflexiones para la Empresa (o «Cómo Evitar este Dolor de Cabeza»)
Ahora, una palabra para el otro lado del mostrador. Parece mentira tener que explicar esto, pero la prevención es infinitamente más barata que la litigación. Un cliente insatisfecho no solo es un juicio potencial; es una pésima publicidad andante en la era de las redes sociales.
Primero, la obviedad: revisen sus anuncios. Que una persona, o dos, o un sistema automatizado, verifique los precios, las condiciones y el stock antes de presionar “publicar”. El costo de pagarle un sueldo a alguien para que haga bien su trabajo es una fracción de lo que cuesta una multa de Defensa del Consumidor y los honorarios de un abogado para defender lo indefendible. La tacañería en el control de calidad es una inversión en problemas futuros.
Segundo, usen la “letra chica” con honestidad. Es perfectamente legal establecer condiciones como “válido hasta el 31 de diciembre” o “stock disponible: 100 unidades”. Lo que no es legal es esconderlas. La ley exige que las condiciones sean claras, visibles y no abusivas. Si el consumidor necesita una lupa y un curso de interpretación para entender los términos, es probable que un juez considere esa cláusula como no escrita. La transparencia no es una virtud opcional, es una obligación legal.
Finalmente, si el error ya ocurrió, gestionen la crisis con un mínimo de inteligencia emocional. Negar la realidad, culpar al cliente o atrincherarse en el silencio son las peores estrategias posibles. Reconocer el error, pedir disculpas y ofrecer una solución razonable puede desactivar a la mayoría de los consumidores. A veces, un gesto de buena voluntad, como ofrecer un descuento adicional por las molestias, es suficiente. Intentar ganar por desgaste a un cliente que tiene la ley de su lado es una demostración de soberbia que suele salir muy, pero muy cara. El sistema está diseñado, en teoría, para proteger al más débil. Apostar en contra de eso es, sencillamente, un mal negocio.
La Dimensión Filosófica del Precio Equivocado
Al final del día, este asunto trasciende la anécdota de un televisor barato o una oferta de dos por uno. Lo que está en juego es un pilar invisible que sostiene todo el andamiaje del mercado: la confianza. Cada oferta publicada es una declaración pública de intenciones, una promesa. Cada vez que una empresa incumple esa promesa, no solo estafa a un cliente; erosiona un poco de esa confianza colectiva.
Cuando un consumidor lleva a una empresa a una mediación por no respetar un precio, no está simplemente peleando por unos pesos. Está participando en un acto de saneamiento cívico. Está recordándole al mercado que las reglas existen y deben ser respetadas. Está reforzando la idea de que la palabra, especialmente la palabra impresa y publicitada, tiene valor y genera consecuencias. La ley no protege al consumidor por ser caprichoso, sino porque su desprotección corrompe el sistema para todos.
El aparato legal, con su lentitud y sus formalidades, existe para recordarle a entidades con recursos millonarios una lección que se aprende en el jardín de infantes: cumple lo que prometes. El hecho de que necesitemos un entramado tan complejo de normas, agencias de gobierno y profesionales del derecho para reforzar un principio tan básico, es quizás la revelación más irónica y profunda de todas. Nos muestra que, sin la vigilancia constante y la obligación de rendir cuentas, la buena fe en el comercio sería el bien más escaso de todos.
Así, la próxima vez que vea una oferta incumplida, no piense solo en su propia frustración. Piense en la pequeña grieta que se abre en la estructura de la confianza comercial. Y entienda que defender su derecho individual es, en última instancia, una forma de defender la integridad del sistema en su conjunto. Un sistema que, para funcionar, necesita desesperadamente que las promesas, por más comerciales que sean, tengan el peso de la realidad.